30.3.10

Los Malos (un cuento de benevolencia)

A los cuatro años, más o menos, fui a ver La Bella Durmiente. Maléfica me asustó tanto que duré noches y noches y noches sin dormir mal. Creo que ha sido la última vez que realmente una figura malvada me asuste.

Me gustan los malos. Empezando por Cruela de Vil y acabando con Hannibal Lecter. Supongo que me parecen personajes más complejos, más ricos. Supongo que es parte de mi absoluta curiosidad y metichez. Pero me gustan.

La verdad es que también me causa conflicto que me gusten. En específico, durante años me azotó mi culpa judeocristiana cuando me daba cuenta de mi identificación y hasta cierto cariño a personajes como Humbert Humbert en Lolita o al protagonista de The End of Alice, novela introductoria para mí a A.M. Homes. O incluso, en mi postadolescencia, mi enamoramiento absoluto por el malo-malísimo de Patrick Bateman. Libros de malos.

El año pasado fui en París a una exposición que se llamaba El Infierno - la Biblioteca Nacional mostraba todo su material que alguna vez fue prohibido por su contenido de "malas costumbres". Y me acordé de aquello que dicen varios expertos que lo mejor para saber qué leer es buscar los libros prohibidos por las instituciones, como el Index Vaticano.

Y aunque no es la Iglesia, últimamente se ha desatado en Estados Unidos toda una controversia acerca de un libro de Jonathan Littel llamado aquí "Las Benévolas". Básicamente porque el personaje es malo muy malo. Después de leerme todas críticas, decidí comprarme el libro - hace más de un año.

Duré un año para lograr pasar todas y cada una de sus 900 y pico páginas. Ayer que por fin lo terminé llegué a una sola conclusión: no lo vuelvo a hacer. Aunque el personaje es un malo interesante y hace una descripción distinta de la cuestión de los nazis (sobre todo las reflexiones), la altísima cantidad de descripciones escatológicas y la difícil de entender traducción de RBA (que deja en alemán los cargos y muchas cosas relacionadas al ejército alemán) lograron deshacerse minuciosamente de mi paciencia.

Este malo no me cae bien. Es eso.

27.3.10

Witte wijn

Ella quería cenar con una copa de vino. Aunque fuera un día normal, en casa. Era una mala idea - siempre lo parecen esas 150 calorías. Pero se le antojaba tanto esa copa de vino. De vino blanco. Lo pensó mientras preparaba la cena, pero era un exceso. Abrir una botella... para qué, si no podría tomársela sola. No podía, además. Sólo una copa. Pero para eso una botella, no... entonces sacó de la nevera una cerveza sin alcohol y la dejó esperando en lo que terminaba de preparar aquel sandwich (pan de nueces, arúgula, queso, salmón, balsámico).

Cuando el sándwich estuvo listo y sobre la bandeja - cena muchas veces frente al televisor - miró la cerveza. No era mala, pero ella lo que quería era una copa de vino. Abrió de nuevo el refrigerador, metió de regreso la cerveza, sacó una botella. Botella descorchada, media copa grande, un tapón normal y de regreso al frío. En la bandeja ahora, el sandwich y la copa.

Enfrente de la pantalla de la televisión, levantó la copa y la puso entre sus labios. Le dió un trago. Sintió el sabor áspero en la lengua, en las paredes de la boca. Tragó. Se le resbaló una lágrima.

Lo que quería no era una copa de vino cualquiera. Era una copa de vino como esa, con la cena, con la plática entre dos, con los besos que mezclan, con la tranquilidad de la casa y de la compañía.

Y eso lo supo desde la primera gota en su lengua.

26.3.10

Espalda

Anoche dormí pocas horas. Me rondaban las entrevistas de trabajo, las tesinas, los cuentos nunca terminados, las novelas sin iniciar, la planta que se está secando en la sala, la necesidad de estar en otro lado. Los muertos de las series policiacas. Los mosquitos tempraneros. La imagen que utilice para explicarle a un amigo que, como las olas del mar, no sé si vengo o voy...

Amanecí temprano. Desde la cama, envié correos, hablé con mis hermanos, ví amanecer. Para cuando era hora de ir al gimnasio parecía más bien hora de comer. Para cuando era momento de volver a trabajar, mi casa se me echó encima como un gran monstruo de mugre e imperfección. Entonces cambié las sábanas, lavé la ropa, aspiré, pulí los pisos, cambié las macetas de lugar, reacomodé la planta moribunda, redistribuí los muebles de la sala, los volví a poner en su lugar, limpié el horno, el microondas, la cafetera, el refrigerador.

Pausa. Ahora sí era hora de comer algo. Abrí una lata. Ví Los Simpson. Lavé los trastes. Tocaba la terraza.

Me gusta estar sola en casa - sobre todo despierta, sobre todo cuando no tengo miedo de los ruidos. Me gusta encontrar que es mi casa, mi espacio, el construido por mí. Esa pequeña y a la vez infinita autocomplacencia de decir: "yo lo hice para mí. Qué buena soy conmigo". Y entonces, distraída, te levantas de golpe y pegas con la espalda en ese nopal espinoso que tienes en una maceta - nostálgica botánica.

Y el nopal te deja un montón de espinas... aunque tú crees que no es ninguna. Después de dos minutos, la incomodidad te hace quitarte con cuidado la camiseta, exponiendote al sol tímido de marzo y los ojos no tan tímidos de los vecinos. De regreso en casa, ante el espejo, siete u ocho púas del cactus en tu espalda --- justo ahí donde no alcanzas.

Y pruebas primero con la mano. Luego con unas pinzas para depilar. Y con otras. Te mueves el sostén, te retuerces para alcanzarte. Ves como tu espalda está roja y llena de manchas que ceden conforme vas sacando, una a una, las púas. Resoplas. Bendices la carga de cortisona que ya está en tu sistema y está luchando de paso con la inflamación de tímpanos y lo que sea que te dejó el nopal adentro. Queda una púa. Una. Casi la sacas. Se rompe. Ves el pequeño pedazo.

Es tan patético como quedarte enredada en un vestido que no puedes abrochar o desabrochar, como cortarte con un vaso y no poder hacer un drama, como encontrarte una cucaracha y tener que matarla tú. No hay nadie. Como deseabas.

Logré sacarme el pedacito de púa con esfuerzos y me pasé la mano y el cabello (como decía mi madre) para evitar restos. Y ahora necesitaba contarle a alguien.

Porque a veces necesitas que esté alguien cuidándote la espalda.

18.3.10

El mundo al revés

No me gustan las flores de plástico o de seda. Pueden ser muy bonitas, pero al final son un pequeño simulacro. Y me encanta la textura suave de los pétalos de las flores frescas, el hecho de que sigan un ciclo, que después de un rato, si no les has cambiado el agua y les has recortado los tallos, tengas que tirarlas antes de lo esperado.

Pero las flores artificiales tienen algo - me contaron el otro día - que las hace completamente diferente a las demás flores. Toman el agua al revés.

Lo descubrimos porque un amigo mío estudiaba en una de esas casas viejas del Paseo de Gracia. En cada uno de los descansos, había una mesa con un florero lleno de flores sintéticas, perfectas, siempre vivas. No había necesidad de andar cambiándolas o cuidándolas demás.

Pero el asunto es que también esas flores - en apariencia sin necesidad de mantenimiento - necesitan atención. Y una mañana, al llegar retrasado a la clase, se enfrentó mi amigo en las escaleras a las señoras de la limpieza. La mujer estaba sacando las flores del florero. Las dejó con cuidado sobre la mesa. Tomó el florero, lo limpió y lo volvió a poner en su sitio. En cuanto a las flores, las tomo del tallo y las sumergió hasta el fondo en un balde lleno de agua y líquido de limpieza. Al terminar las sacudió contra el suelo, las regreso a su florero y trapeó los restos de agua que habían quedado por ahí. Volvió a repetir la misma operación con todas las flores de los descansos.

Quién iba a pensar que esas flores bebieran por los pétalos. Quién.

15.3.10

La relatividad de la espera

Tengo más o menos diez días enferma. Una semana clavada de que mi oído izquierdo está tan inflamado que escucho el fluir de mi sangre a veces, o siento alguna imagen sonora al pasar saliva. Que todo lo del mundo exterior tiene una especie de sordina... como si estuviera permanentemente apoyada en una almohada. Una cierta presión insistente... y ya no la aguanto. Estoy pensando en cuántos médicos más tendría que ver, si me tocará una operación o cómo podríamos hacer para que mi oido se destape. No me duele, no, pero me molesta. Me hace sentir como si fuera otra persona diferente. La espera de la mejora me parece lenta y desastrosa.

Hoy fuí, por enésima vez, a la policía. A completar un expediente que he ido elaborando podíamos decir que casi durante cinco años. Otra vez todas las hojas de mi pasaporte, mi contrato de trabajo, de alquiler, las actas que muestran mi estado civil (y todas las preguntas pertinentes al respecto). La chica, amable, tomó las hojas, las engrapó a otras tantas que ya tenía y me dijo: "pues perfecto. De aquí en adelante, piensa que te quedan unos dos años más".

Y me da un poco de risa cómo, insensata, espero a la burocracia del mundo lo que se quiera tardar y a mi cuerpo - pobrecito - lo azuzo para que se recupere pronto, como si no hiciera su trabajo todos los días.

13.3.10

Niña de mi casa

Después de una semana en casa, encerrada, tose y tose, comienzo a tener cada vez más nostalgia de mi malcriadez usual cuando voy de paseo a México. Por ejemplo, el cuento del dentista en diciembre.

El señor dentista se puso su mascarilla y comenzó a explorar con cuidadito entre mis dientes y mis muelas. Por dentro de mí, yo esperaba que me dijera que todo estaba perfecto, que sólo me faltaba un baño de flúor. Pero no. Se incorporó, se quitó la máscara de la cara y le llamó... a mi mamá y a mi papá...

"A ver señores, acérquense por favor... quiero mostrarles las caries que trae esta niña..."

Dejé seguir el cuento unos diez minutos más hasta que no pude contenerme y decirle que bueno, tan jovencísima como para que hablara en tercera persona de mi enfrente de mis padres, pues tampoco. "¿Pues cuántos años tienes entonces?".

Le dije e hizo alguna broma con Dorian Gray. Al final, las circunstancias terminaron dándole la razón: mi papá pagó la consulta y siguió conduciendo el coche en el que regresaba a cenar a casa de mi abuelita.

Recortes de mi infancia superpuestos en mi vida adulta. Tan bonitos.

12.3.10

Indivisible

Hay días que van perfectos y otros que necesitas una razón extra para seguir. Para que todo haga un poco de sentido. Para conservarte en el camino en el que estás o dar el volantazo que te hará cambiar de vía. En el fondo, uno sabe lo que quiere. Pero es difícil decirlo. Es más difícil aceptarlo tú.

Y buscas señales. Algunos en la iglesia, otros en los diarios, otros en la luna. Señales de cualquier tipo. Señales como: "tienes 31 años. Es uno de tus pocos cumpleaños en número primo. Un número indivisible, sólo entre uno y entre si mismo. Es un cumpleaños para tí. Piensa que este tiempo es para tí y hay cosas que tendrás que resolver tu sola".

Como esas, por ejemplo... que te obligan a hacer cálculos y encontrar cuántos cumpleaños primos más te quedan...

10.3.10

Ante el silencio

Imagínese usted que nadie le oye. No es una cuestión de no poder hablar - es de no poder ser escuchado. Ya lo ha intentado con los vecinos, con la gente de casa, con los que suben en el mismo ascensor. Lo más que obtiene es una sonrisita amable y una inclinación de cabeza. Nadie le oye. Está convencido.

Comienza a hablar más fuerte. A gritar. A hablar con las plantas y con los animales. Con los botes de basura. Con la diario. Con el periódico. A intentar dialogar con las otras voces que usted sí que escucha. Pero nadie le oye a usted. Lo que tiene que decir no llega, no traspasa, no parece importar. No parece ni siquiera sonar.

No sabe si no lo escuchan o no lo entienden. Pero aunque diga las cosas más increíbles la gente no reacciona. El médico también sacude comprensivamente la cabeza y lo manda a casa con la misma medicación, aunque a usted ya no le duele el hombro derecho ni la garganta ni tiene subidas de azúcar: lo que le preocupa es que no le oyen. Pero nada: tecitos y antiinflamatorios. Ni el farmaceútico le dice más nada. Su presión está correcta. Ya lo sabe. Pero nadie lo oye.


Tiene cinco días sin hablar y tampoco está tan mal. Es una cuestión de ahorro de energía. Si nadie oye...

8.3.10

Amortiguado

Me asomo por mi ventana y temo por la salud del tejadito de palma que hace un par de veranos mis vecinos de atrás hicieron para proteger la intimidad de su terraza. Había sobrevivido a los temporales de lluvia y viento de los últimos meses pero quizá para esto no estaba del todo preparado: para un manto blanco y consistente que ha caído durante todo el día sobre Barcelona.

En la mañana era normal, en el Tibidabo, en la zona alta. Yo todavía salí a media mañana al médico, que me mandó de regreso a casa, a la cama, a tomar leche caliente con miel e ibuprofenos para las molestias y la inflamación de la garganta y los oídos. Me senté a trabajar. Comencé a ver llover. Luego, a leer los avisos de gente cada vez más cercana al centro que veían nieve - y los copos llegaron al centro de la ciudad. Me quedé mirando a través de la ventana. Tampoco era cosa de salir: la médica que me vio en la mañana me hubiera asesinado y la perspectiva de pasarme otra noche tosiendo no me emociona.

Me acordé de la primera vez que caminé bajo la nieve, hace apenas cosa un mes. Salimos a Rotterdam, al parque, y descubrí que los sonidos eran otros: que no sólo la nieve crujía bajo mis botas sino que también algo crujía en mis oídos. Me lo hicieron notar: los sonidos cambian, se amortiguan con un fondo, una base de nieve. Yo cubría el cuerpo de mi cámara para que no se mojara mucho y entonces aventuré una frase que hubiera hecho las delicias de mi maestra de primero de primaria: "es como si la lluvia se hubiera congelado".

Se sonrieron a mi lado y me explicaron, pacientemente, que justamente la nieve era lluvia que se había congelado. Yo lo sabía: lo aprendí en un patio de la escuela donde vimos los cambios del agua, hicimos desbaratar unos cubitos de hielo bajo el sol.

Todo eso volví a pensar hoy mientras miraba por la ventana. Mi benjamín, mi nopal, los restos de flores en la terraza, la mesa, el recogedor, las bolsas de basura: todo estaba cubierto por esa especie de elegantísimo y sedoso abrigo que es la nieve, después de los dos centímetros.

Hace cosa de veinte minutos dejó de nevar. Todavía hay un mantón blanco afuera, pero dudo que me espere a mañana. Gracias a la inflamación de mis oidos, sin embargo, continuo con la sensación esa de amortiguado, de protección, de cambio. Y Barcelona sigue en calma.

Por las chicas que no viven en Pandora

Hace años que no veo la ceremonia de los Óscares... probablemente desde que me mudé a un huso horario donde resulta totalmente incompatible con la vida normal hacerlo. Pero anoche me fui a la cama con una sola cosa en la cabeza: que sería lindo que una chica ganara esta vez.

No más de cinco nominaciones en la historia de los Óscares a una mujer como mejor directora de una película. Para mayor tensión escénica, la mujer era la ex-esposa de otro "mejor director" - de ese de los millones, de las grandes producciones. Avatar, tengo que decirlo, me gustó. Me entretuvo. Logró aquel cometido del cine de hacerte olvidar todo lo demás y sumirte en un mundo de fantasía. Pero no me pareció excepcional - sólo divertida. Lindísima a momentos, técnicamente relevante. Y ya.

No he visto "The Hurt Locker". Me da un poco de palo, la verdad. No me gustan las películas de guerra. No me gusta ver a la gente que se muera. Menos cuando estoy con gripa (estoy con gripa). Pero iré. Quiero ver... quiero ver qué tan bien está hecha la peli que le gano a Avatar. Confío en que esté mucho mejor hecha.

Porque aunque sea día internacional de la mujer, no juego a ese juego de las cuotas: mejor no darnos por enteradas de eso que se dice como "no alcanzable". Mejor jugar las cartas como si tuviéramos todas las de ganar - ya se irán resolviendo los faltantes en el camino.

3.3.10

Sin lágrimas por Bugs

Creo que lo único que no como en la vida son tortugas y ranas. Las tortugas porque yo fui parte de la generación con lavado de cerebro sobre lo malo que era comérselas - las recuerdo como el único animal en un peligro de extinción real. Y bueno, las ranas, no sé... resulta que no me parece que las ancas sean un manjar de ninguna clase (tienen poca carne), acaban sabiendo a pollo y tengo unos remordimientos muy a lo Jim Henson porque pienso que me estoy comiendo a la rana René (o Gustavo, o Kermit, según la traducción que hayan visto).

Sin embargo, nunca tuve especial predilección por Bugs Bunny - no me parece muy simpático ni nada. Es más bien una suerte de vividor que en lugar de fumar elegantemente como la pantera rosa mastica sin cero gracia cualquier zanahoria triste que se encuentra. Vamos, que no me es muy simpático.

Por eso, y porque en Cataluña he redescubierto lo bueno que está el conejo en muchos guisos, no me lo pienso dos veces cuando se trata de comerlo. Y ahora hasta el NYT hace una larga explicación de las razones por las cuales uno tiene que comerlo...

Así que ya no valdrá la historia del primo de Nueva York que llega a casa de uno y ve el guiso, pregunta qué es y luego dice: "But that IS a domestic animal". Mi chavo... también en su momento lo fueron las gallinas. Así que pierda lo melindroso.