Cuando comencé a ver Sex and The City tenía 23 años y estaba a punto de casarme. Tenía un trabajo de alta responsabilidad, muchas horas y sueldo medio (más bien medio bajo). Me parecía de lo más cool sentarme en mi cama de la gran ciudad, con una pizza y una copa de vino tinto a ver a esas mujeres que se supone que tenían, cuando menos, diez años más que yo. Aparentemente, tampoco tenían ni idea. Pero algunas cosas les iban bien en la vida. Vamos, la protagonista tenía un trabajo por el que yo hubiera matado en términos de contenido, una casa preciosa y montones de zapatos. Yo podría tener montones de zapatos.
En el fondo, tenía dos razones poderosas para verla: me daba una perspectiva de vida a la que aún podía llegar (me faltaban años) y podía consolarme cuando tomaba decisiones raras: si ellas podían, porqué yo no.
Acabé siendo gran fanática. Tengo todas las temporadas de la serie y la película en DVD. Pero confieso que hace un par de años comenzó a parecerme menos simpática - quizá fue que las pláticas con mis amigas empezaron a sonar extrañamente parecidas a las de la serie, que me dí cuenta que seguía con un trabajo mal pagado y no, ni era tan fashion ni tenía tantos zapatos.
Hoy, a mediodía, estaba viendo Los Simpsons durante la hora de comer. Confieso que, cuando comencé a verla, me identificaba primariamente con Lisa por muchas razones - pero principalmente porque también yo fui una niña sabelotodo insoportable. Los años pasan y ellos ni envejecen ni nada (el mejor secreto antiarrugas es ser amarillo) pero uno sí. Entonces, hoy me encontré con que Marge le decía a Homero que tenía 39 años.
39 años. Los mismos que cumplió este año el que fue mi marido. Pensé de inmediato en donde estaba mi casa con hipoteca, mis tres hijos y mis arranques de histeria familiar. Suspiré. Y volví a ver la serie con la comodidad que me da saber que no me parezco nada - ni en lo amarillo - a esa familia de Springfield.
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