Desde que me acuerdo, no había elección alguna: los domingos tocaba ir a misa. Desde mi casa, ubicada a un par de manzanas de una de las Iglesias más grandes de la ciudad, se escuchaban cada hora las llamadas. Si mal no recuerdo, las "funciones" eran de las 7 de la mañana hasta las 2 de la tarde, y de las 5 hasta las 10 de la noche (sí, cada hora en la hora).
Yo, la verdad, tuve largas temporadas en las que incluso lo disfrutaba. O cantaba en el coro, o me moría de nervios porque leía una de las lecturas o me queda mirando las lámparas de la perpetua obra en construcción tratando de descifrar - con la voz del párroco de fondo - cuál sería el método que tenía Dios para señalar a los pecadores. Al salir, lo más impactante de todo: dulces, pan, maíz cocido, helados... todo un mercadillo de antojos para satisfacer hasta el más pintado.
El domingo pasado me apunté a ir al cine con unos amigos. Yo llegué corriendo así que no tuve que sufrir la enorme fila de todos los que querían entrar a ver las películas en versión original. Vamos, ya habían comprado incluso las palomitas. Nos sentamos y comenzó la ceremonia. Y me recordó en mucho a tantas tardes de domingo: un montón de gente sentada, en silencio, algunas dando incluso tremendos bostezos (o ronquidos) y alguien repitiendo una homilía que tratábamos de entender. Confieso que pasé de la agitación, al miedo de dormirme por lo cansaba que estaba, a comenzar a pensar - con la voz de los actores de fondo - cómo podía solucionar un tema pendiente de un texto que estoy escribiendo.
El paralelismo con las tardes litúrgicas de mi infancia no acabó ahí: cuando salimos, decenas de vendedores estaban en las calles enfrente del cine, y la gente se compraba helados, o cafés o dulces.
No cabe duda que todos necesitamos ciertos rituales.
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