Lo que más me molestó fue mi incapacidad de describir el sentimiento. Me senté al borde de la cama, mire la punta de mis pies envueltos en estas medias gris cenizo e intenté explicar qué era eso en el fondo de mi estómago. No era ya la gastritis, que había pasado, que tenía mejores cosas en las que ocuparse. Eso no. Tampoco era exceso o falta de alimento – hace meses que sigo casi religiosamente los preceptos de mis amigas que me han enseñado que no puedo dejar de comer sólo porque sí, porque se me olvide. No era el frío, tampoco. Había descubierto minutos atrás la calefacción y ahora los chorros de aire caliente que corrian por el radiador me eran perceptibles no sólo con la piel, sino también con el oido.
Ni frío, ni hambre, ni sed, ni dolor. Y sin embargo, había algo que me desconcertaba, no me permitía recostarme con propiedad en la cama inmensa con sus cobijas tan blancas. Afuera, en la calle, un auto había estacionado y sonaba fuerte una especie de reggeaton nórdico. “Eso no puede existir”, pensé. Y me quedé mirando a través de la ventana. Al vecino que estaba poniendo su arbolito de navidad. Al conductor del deportivo azul un poco demasiado canoso. Al actor que hacia de diablo en la televisión.
Y en el fondo del estómago, todavía esa incertidumbre, que crecía a medida que imaginaba lo que estaba guardado en mi escritorio. Que se retorcía en mí, como un bicho, cuando ciertos olores me alcanzaban desde mi abrigo ya escondido en el armario, también inmaculadamente blanco, del hotel. Un crujido. Los dos ojos abiertos, como lunas llenas. El temblor del fondo del estómago que ahora se desplazaba a mis pulmones mientras intentaba respirar según las instrucciones de la entrenadora.
De pronto, todo claro. Miedo. El miedo de la esperanza, de la posibilidad de que todo vaya bien. O no. Eso era.
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