Uno de mis temas recurrentes es lo mucho que se pierden los angloparlantes - y para el caso también los francoparlantes - con el verbo "to be". Eso que a nosotros nos explican como "ser o estar".
Parafraseando a Benedetti, definitivamente no es lo mismo ser bueno que estar bueno. Y a mí hay días que el verbo to be me viene especialmente bien para explicar cómo me siento. No es lo mismo saberse querido que sentirse querido. Sí, ya sé que la analogía no es exacta, pero funciona.
Uno de esos días en los que uno no se siente querido - y peor, tiene trabajo absolutamente aburrido y, cuando se toma cinco minutos de descanso para comerse una naranja, llegan su jefe y el jefe de su jefe - a veces todo lo que necesita es un poco de amor del más callejero. Como el que yo recibí ayer.
Se me fue el último metro. Fuí a cenar con Susana algo típicamente americano (hamburguesas, cerveza y gente, mucha gente) y después de dejarla en su hotel caminé hasta el metro para encontrármelo cerrado a cal y canto. Me tocó pues esperar a que pasara el Nitbus - el autobús nocturno de Barcelona - junto a la estación de Sants. Poco a poco empezó a llegar la masa de gente que bajaba desde el Camp Nou, todos eufóricos por el triunfo del Barça. Muchos, muchísimos italianos.
Dos de esos italianos iban casi por mitad de calle, intentando inútilmente que alguno de los múltiples taxis - ocupados - que pasaban por la calle pararan para ellos. Cuando llegaron hasta donde yo estaba me preguntaron, hablando italiano despacito, si llegaría un autobús. Yo, en mi español despacito, les dije que sí, que no debería de tardar. Esperamos otros 15 minutos el autobús. No pasó un sólo taxi desocupado. A veces intentábamos hablar, pero era casi imposible. Yo no tenía ganas.
Nos subimos finalmente al autobús y, como todo extranjero en otra ciudad, iban nerviosos porque no sabían donde bajarse. Le preguntaron a alguien más - nos habíamos sentado lejos - pero no estaban seguros de creerle. Uno de ellos, un rubio con unos dientes horrorosos de manchas de tabaco, se giró para preguntarme. A mí me pareció natural decirle: "No, no te bajes aquí. Yo te aviso en dónde". Cuando llegamos a la Rambla, timbré y les dije que ese era el sitio para bajarse. El autobús se detuvo. El rubio de los dientes manchados se giró antes de bajarse, me dedicó una enorme sonrisa color tabaco y me lanzó un beso.
Increíble, lo mucho que sirve un beso.
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