30.4.04

Atrapados en el piso 52

"Acabamos de estar en el sueño húmedo de todo hombre", dijeron Fer y Cassandra, muertas de risa. "Encerradas en un baño, con diez edecanes en calzones - y calzones chiquitos -, atoradas en el piso 52. Fantasía sexual plena". Esta es la historia de una fiesta muy bonita, llena de gente bonita, con un final un poco chistoso.

Nueve de la noche. Después de disfrutar mucho la inauguración de "Moda Italiana" en el Museo Franz Mayer, emprendimos la graciosa huida Marce, Flavio y yo con una invitación solamente para ir a una fiesta en el piso 52 de la Torre Mayor, la presentación de un producto de alta tecnología. A mí lo que más me emocionaba era la perspectiva de subirme al último piso del edificio más alto de la ciudad, la posibilidad de ver en vivo una vez más a Lost Acapulco (son el soundtrack de noches muy divertidas) y sí, porqué no, irme de fiesta en jueves.

El edificio es imponente por su dimensión y su clima. Como que busca ser - con disculpas a mi francés - absolutamente mamón. Tiendas muy pretenciosas, gente muy pretenciosa y una fiesta llena de gente VIP o VIPs wannabes (as us, maybe). El ruido era un poco ensordecedor. La vista, inmejorable. Cuando ví a los tres enmascarados y al Warpig a punto de comenzar a tocar, me dió la emoción absoluta. La hora (aprox.) de concierto privada fue divertidísima. Yo no podía evitar brincar y bailar a pesar de que los zapatos y el atuendo españolizado que traía no me permitían desplazarme mucho. Lo cierto es que a mi alrededor, muchos yuppies en traje sólo sonreían incómodos ante las letras (el encore de "Cojamos ya", por ejemplo) y no sabían si reírse o no de los que decidimos reir y bailar. Mucho y muy feliz.

Después comimos sushi, escuchamos las mezclas impecables de Fat Naked Lady, etc. En resumen, el evento era un éxito. A eso de las once, mientras platicábamos el Duque, Edmundo, Shorsh y yo, vimos correr a unos policías detrás de nosotros. Entra entonces en acción la teoría del rumor: "Es que un tipo se salió a la terraza y está asomado". Bueno, dijimos. Pobre intentona de suicidio. "No, es que se están madreando allá atrás", dijo otro. Todos volteamos a buscar a alguien afecto a los ojos morados y, cuando lo vimos cerca, nos tranquilizamos. Pero no. En realidad lo que había pasado es que alguien o algo había descompuesto los elevadores.

52 pisos. Eran 52 pisos los que nos separaban del suelo. Angustiada, la coordinadora del evento nos pidió que no nos fuéramos, que dejáramos de arremolinarnos frente a los elevadores como las decenas de finísimos VIPs que se aventaban con más fruición que trabajadores de la SEDESOL a las 9:10 de la mañana en los elevadores de este sacrosanto recinto en el que trabajo. "¡Me estás retiendo contra mi voluntad!", gritaba enloquecido uno de los representantes de lo más fino de la sociedad. Mientras veía a N. tratar de contenerlo, no pude evitar pensar lo bueno que sería invitarlo a que se bajara en caída libre - y sin paracaídas ni soporte - desde la terraza.

Total. "Decidimos" quedarnos y seguir muertos de risa en lo que se arreglaba el percance. Y pasó una hora. Y dos. Y tres. Era divertido, pero dejó de serlo cuando nos comenzaron a lastimar mucho los zapatos (claro, hablo por mí), se acabó el alcohol y el sushi y la música bajó su beat. A eso de la una de la mañana, decidimos que ya era momento de bajar. En grupo, caminamos hacia los elevadores que subían con una lentitud proverbial. Demasiado lento. Demasiado encierro. Demasiado.

La perspectiva era sencilla: te esperas y te bajas en un elevador con la posibilidad de quedarte atorado durante horas o respiras profundo y comienzas a bajar los 52 pisos que te separan de la bendita tierra. Déjamos que se fuera un primer contingente. Mis pies adoloridos le causaban demasiados remordimientos al Duque. Finalmente lo convencí después de hacer un cálculo rápido ("mmm... 20 escalones por 50 pisos... pues como mil escalones", dije. "Yo hacía mil escalones en la escaladora", dijo él. Correcto. Con lo que no contamos es que eso sucedía hace más de tres años...) Comenzamos a bajar.

No solamente es cruel que todos los letreros en cada piso digan "LXX, Faltan XX pisos para llegar a Planta Baja" (substituya la X con el número correspondiente). Algún sádico decidió poner letreritos de escalones, más o menos de cien en cien. El primero rezaba "1260".

Bajábamos. A nuestro ritmo. Despacio. Vimos cómo muchos habían dejado su trago en el camino y otros más, quizá desesperados o francamente borrachos, habían decidido romper las cajas de las mangueras de emergencia en caso de incendios. Vidrios en el suelo. Manchas deslavadas de sangre en las paredes (dedos cortados, aparentemente). Policías con Walkie Talkies. Uno de ellos muy amable. Tan amable que nos dió información que no sé si queríamos saber: "Buenas noches. Por favor, tengan cuidado cuando pasen frente a las mangueras. Las abrieron y todavía queda un poco de presión de agua, así que podrían agitarse y lanzar pedazos de vidrio". Qué bonito. Además de estar bajando con la sensación de claustrofobia que nos recordaba inmediatamente al asunto aquel de las torres gemelas, ya teníamos también un peligro real al cual huirle.

A eso del piso 20 nos empezaron a temblar las piernas. Pero firmes. Seguimos al mismo ritmo. Cuando llegamos al piso 10 me dije: "Paciencia. Es como si estuviéramos bajando las escaleras de la oficina". Fueron los 10 pisos más largos de la historia, incluyendo laberintos incomprensibles que podrían ser peligrosos en una verdadera situación de emergencia. Aunque el auto estaba en el piso 2, hubo que bajar hasta el nivel de calle para pagar el boleto de estacionamiento. El horror.

Cuando llegamos a abordar la imparable Alien, estábamos tan acalorados que abrimos las ventanas. Salimos del edificio esquivando a algunos borrachos y llegamos a casa de la misma manera. Ya ahí, (eran pasadas las tres de la mañana), no podíamos dormirnos entre la adrenalina del descenso y las bebidas energéticas.

Y esa es la historia de subir a una fiesta en el último piso de la torre más alta de la Ciudad de México. Por si no tuviéramos suficientes historias bizarras.

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