Noche sobre un avión
Viernes 12 de marzo. Cuando comencé a estudiar francés como tercer idioma, mucha gente me decía que los franceses eran personas difíciles. Es cierto que Claire, mi primera instructora, no era precisamente una perita en dulce, pero presumí que se trataba a su desagrado perpetuo por estar en México. Bueno pues no. Sí tienen cara de fuchi permanente. Por lo menos, los sobrecargos que trabajan en la aerolínea más importante de ese país.
Viajamos hacia Europa en un Boeing 747. El avión es tan grande, que me tocó la plaza 47. Enorme. Yo, la verdad, esperaba que fuera mucho, mucho más bonito. Es grande, sí, pero el pitch – nombre fresa para el espacio entre asientos – es menor que el de un ADO. Un poco incómodo para hacer viajes de más de doce horas.
El primer problema fue el abordaje. Entre una cierta desorganización del personal, las fallas de energía eléctrica del aeropuerto del DF y los viajeros que quieren-pasar-primero a como dé lugar, la sala 27 estaba convertida en el reino del caos. Sentada en un sillón, intenté destrabar mi cámara que no recorría el carrete. Estaba molesta, porque a medio día en lugar de ir a comer fui a comprar baterías y media docena de rollos de película. En el momento es que anunciaron que mi fila podía abordar, cedió el carrete. Completamente. Lo había roto.
Antes de subir al túnel de abordaje, me hicieron abrir de nuevo mi mochila. Un policía malencarado me hizo dejarle un fijador que ya me habían dicho que sí podía pasar en dos filtros anteriores. Me enojé, mucho.
Durante el vuelo, los sobrecargos no me permitieron intentar comunicarme en mi francés mocho. Simplemente, no tenían ganas de esforzarse. Preferían hablarme en su inglés extraño. Me sentí mal, y entonces el Duque me dijo algo que me curó de todos los males: “¿Ves a la sobrecargo rubia? Tiene la cara prototípica de la francesa: perdonándote la vida, condescendiente por tu falta de cultura y belleza. Así, convencida de que el mundo le debe reverencia”.
Fue un buen diagnóstico. Todos los franceses que conocí en el vuelo fueron exactamente iguales. Pude preguntar algo en francés y me entendieron, y con eso tuve suficiente. Bajamos en el aeropuerto Charles de Gaulle y corrimos de un lado al otro para pasar por migración y alcanzar nuestra conexión a Madrid. Seguimos durmiendo. Sentí un enorme alivio al dejar atrás el avión francés y saber que, hasta por lo menos una semana más, no tendría que tratar con más franceses.
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