Hoy conocí a N. Me lo presentaron en el cruce de Elisabets y Ramallers, donde me encontré con otros amigos. N, en lugar de darme los dos besos de rigor, me dió un beso y me abrazó. Pasó su brazo por detrás de mis hombros y acercó mi cuerpo hacia el suyo. Yo, perdí el rigor y me dejé abrazar. Esos tres segundos de que mi cuerpo supo de su cuerpo fueron buenos. Fueron algo que esperaba.
Usualmente no lo pido, pero lo necesito. Si bien me identifico profundamente con el Monstruo Comegalletas, mi actividad favorita no es devorar cookies con chispas de chocolate. Yo añoro abrazos. El contacto con el otro. El dejarte ir en sus brazos por un par de segundos y descansar en él ese pequeño dolor, esa pequeña ausencia. El abrazo como el acto de amor, de nostalgia, de piedad generalizada en donde dejas al otro, no importa quién sea, un pequeñísimo hueco de paz.
No hablo de los dos, tres, cuatro besos europeos, tan modernos, tan al aire. Hablo del aprovechar la cercanía de alguien en el primer beso para, como N, rodear los hombros del otro y sostenerlo por un momento, sentir su respiración, hacerle sentir que alguien que está por él.
A veces pido un abrazo y miro cómo la gente reacciona, divertida, espantada, emocionada o desconcertada. A veces, como hoy, tengo tanta suerte que me encuentro por la calle a aquellos que saben quien soy y me sostienen, soportan mis manos que pasean por su espalda y los palmotean con gusto. Y sonríen.
Y es cierto, el abrazo que buscas no es el de cualquiera. Hay alguno que añoras más que otro, o algún otro que no quieres. Pero ese segundo de abandono es el segundo del reinicio, de la vuelta a comenzar.
Después del abrazo, el mundo es diferente. Lo sabes y sonríes, como quien ha descifrado un secreto.
15.9.13
14.9.13
Nits d'estiu - geografía personal
En verano, si caminas por el casco antiguo de Barcelona y levantas la cabeza, con frecuencia te sorprendes de los tonos rojizos que toma el cielo después de la medianoche. Supongo que es la luminosidad de la ciudad, pero también es como si fuera una especie de eterna despedida, de aviso, de que este verano también se acaba.
- Cómo me gustaría tener la cámara para tomar una foto ahora.
- Tómala con tu mente. Te acordarás.
- Con mi mente... no creo. Tengo memoria de pez.
Después de nueve, diez años en una ciudad, casi en un mismo barrio, puedes narrar tu paso por ciertas esquinas como cicatrices. "En esa tienda trabaja el primer chico que conocí aquí". "Ahí me vi con mi ex la noche que nos dimos el primer beso". "En este restaurante venía siempre a cenar con mi papá". "La primera noche que pasé en esta ciudad cené pizza en este lugar".
Recorrimos las calles empedradas con calma, para deshacernos un poco de la cena excesiva que habíamos hecho. Nos íbamos compartiendo los hitos de nuestra geografía personal, los lugares y los momentos que nos han hecho las que somos.
- A veces me he preguntado qué hubiese pasado si yo hubiera vivido en este barrio, si algo hubiera cambiado.
- ¿En general, dices?
- Quizá tuviera una pareja, dinero... y no me estaría yendo a otro sitio.
A ratos los ojos se nos hacen agua: de risa, de llanto. No preguntamos el "¿te acuerdas cuando...?" porque no es así. La ciudad nos adoptó por separado. Años después nos juntamos, felizmente, para no separarnos. O eso creíamos. Un año atrás una estrenaba casa con una nueva pareja y otra se preparaba para seguir aquí años y años más allá. Se nos acabó a las dos el amor. Pero nos quedan los brazos: y nos colgamos la una de la otra para pasear por esos lugares. "Este era mi restaurante favorito". "En este bar me gustan los gintónics". "Ven, vamos a la Plaça Real a ver qué pasa...".
Nos sentamos en la fuente, junto a unos chicos que resultan ser policías de paisano. Los vemos detener a unos turistas que, al parecer, tienen droga. Subimos la Rambla, brazo en brazo, hablando con la claridad que da media botella de vino. Nos dejamos en la boca del metro más cercano a su casa: nos quedan días, sí. Pero ninguno como este. Como esta noche de nosotros.
Llego a casa y, sobre mi cama, abierto un libro de Rosario Castellanos. A la mitad de la hoja, la "Apelación al solitario", me dice:
Y yo sé que ella está, leyendo. Sé que ella está leyendo. Sé que ella está.
Y seguirá. Como una marca más en la geografía de los lugares que amo.
- Cómo me gustaría tener la cámara para tomar una foto ahora.
- Tómala con tu mente. Te acordarás.
- Con mi mente... no creo. Tengo memoria de pez.
Después de nueve, diez años en una ciudad, casi en un mismo barrio, puedes narrar tu paso por ciertas esquinas como cicatrices. "En esa tienda trabaja el primer chico que conocí aquí". "Ahí me vi con mi ex la noche que nos dimos el primer beso". "En este restaurante venía siempre a cenar con mi papá". "La primera noche que pasé en esta ciudad cené pizza en este lugar".
Recorrimos las calles empedradas con calma, para deshacernos un poco de la cena excesiva que habíamos hecho. Nos íbamos compartiendo los hitos de nuestra geografía personal, los lugares y los momentos que nos han hecho las que somos.
- A veces me he preguntado qué hubiese pasado si yo hubiera vivido en este barrio, si algo hubiera cambiado.
- ¿En general, dices?
- Quizá tuviera una pareja, dinero... y no me estaría yendo a otro sitio.
A ratos los ojos se nos hacen agua: de risa, de llanto. No preguntamos el "¿te acuerdas cuando...?" porque no es así. La ciudad nos adoptó por separado. Años después nos juntamos, felizmente, para no separarnos. O eso creíamos. Un año atrás una estrenaba casa con una nueva pareja y otra se preparaba para seguir aquí años y años más allá. Se nos acabó a las dos el amor. Pero nos quedan los brazos: y nos colgamos la una de la otra para pasear por esos lugares. "Este era mi restaurante favorito". "En este bar me gustan los gintónics". "Ven, vamos a la Plaça Real a ver qué pasa...".
Nos sentamos en la fuente, junto a unos chicos que resultan ser policías de paisano. Los vemos detener a unos turistas que, al parecer, tienen droga. Subimos la Rambla, brazo en brazo, hablando con la claridad que da media botella de vino. Nos dejamos en la boca del metro más cercano a su casa: nos quedan días, sí. Pero ninguno como este. Como esta noche de nosotros.
Llego a casa y, sobre mi cama, abierto un libro de Rosario Castellanos. A la mitad de la hoja, la "Apelación al solitario", me dice:
Es necesario, a veces, encontrar compañía.
Amigo, no es posible ni nacer ni morir
sino con otro. Es bueno
que la amistad le quite
al trabajo esa cara de castigo
y a la alegría ese aire ilícito de robo.
¿Cómo podrías estar solo a la hora
completa, en que las cosas y tú hablan y hablan,
hasta el amanecer?
Y yo sé que ella está, leyendo. Sé que ella está leyendo. Sé que ella está.
Y seguirá. Como una marca más en la geografía de los lugares que amo.
11.9.13
Revoluciones
El 11 de septiembre, cuando era niña, no significaba nada para mi. Quizá que hacía una semana habían comenzado las clases, que mis zapatos todavía estaban nuevos y mis libros seguían oliendo a papel recién abierto. Pero conforme fui haciéndome mayor, ese día específico en el calendario comenzó a llenarse de marcas. Primero, el cumpleaños de una amiga querida. Después, la perdida de la inocencia con un par de aviones incrustándose en las Torres Gemelas que nunca conocí más que por televisión y cine. Más tarde, la Fiesta Nacional de un sitio que me ha adoptado. Ahora, el 40 aniversario de un golpe militar que no termino de entender del todo, pero me llena de dudas y me fascina.
Este 11 de septiembre, viajando de vuelta a mi casa de adopción, mientras miro los aviones en un aeropuerto helvético y hermético, pienso en las revoluciones. En aquello que decía Allende sobre que la revolución es un estado natural de la juventud. Y pienso también en la idea de la juventud. Y cómo ambas ideas pueden extenderse y distorsionarse. Cómo la revolución es la modificación de lo establecido y quizá la juventud sea las ganas de estar vivo. Otra vez.
Finalmente, quizá hoy es un buen día para celebrar el paso del tiempo: el que nos ve crecer, nos acompaña de gente querida, nos rompe los esquemas, nos hace sufrir derrotas y traiciones. Pero continúa, siempre. Y en ese tiempo, también continúa la esencia básica de la libertad y la revolución - la posibilidad de algo. Siempre. Ahí.
Este 11 de septiembre, viajando de vuelta a mi casa de adopción, mientras miro los aviones en un aeropuerto helvético y hermético, pienso en las revoluciones. En aquello que decía Allende sobre que la revolución es un estado natural de la juventud. Y pienso también en la idea de la juventud. Y cómo ambas ideas pueden extenderse y distorsionarse. Cómo la revolución es la modificación de lo establecido y quizá la juventud sea las ganas de estar vivo. Otra vez.
Finalmente, quizá hoy es un buen día para celebrar el paso del tiempo: el que nos ve crecer, nos acompaña de gente querida, nos rompe los esquemas, nos hace sufrir derrotas y traiciones. Pero continúa, siempre. Y en ese tiempo, también continúa la esencia básica de la libertad y la revolución - la posibilidad de algo. Siempre. Ahí.
7.9.13
Lluvia de Santa Rosa
Habías dicho que no lo harías más: que tus decisiones a partir de ahora estarían marcadas por eso que querías hacer, que estaba en tu corazón. Y una vez que tenías el siguiente mes arreglado, listo, llega la tentación. La oferta como canto de sirenas. La posibilidad de una isla. La lluvia en medio de las vacaciones. La certeza de un pequeño rescate. La burbuja de oxígeno que, aunque no te salvaría de ahogarte, te haría pensar que hiciste mejor.
Te miras al espejo. Le preguntas a las seis personas que se reflejan ante ti qué habría que hacer. Conferencian entre ellas. No lo tienes claro. Y tú te plantas y les dices que habían decidido que tendrían unos meses de calma, de tesis, de viajes, de incertidumbre para aprendizaje. Que es lo que hay. Que tienen que asumirlo. Ellas y los otros.
Afuera, escuchas los truenos. Esta noche viste la tormenta eléctrica. Esta tarde, mientras te bamboleaba una balsa, pensabas en los peligros de tomar una decisión que no es política ni lógicamente correcta.
Pero ahora se te dibuja una sonrisa en la cara. Piensas en las posibilidades que se te abren una vez que has decidido que tus decisiones estarán marcadas por lo que quieres hacer, por lo que está en tu corazón. La sonrisa tímida se queda.
Tienes miedo. Lo sientes en el fondo del estómago. Pero estás orgullosa, también, de que el universo conspire a tu favor y te regale, entre otras cosas, un poquito de paz. La certeza de que puedes caminar dándole pocas miradas al mapa. De que lo que sientes, lo que dices, lo que vives, es para ti y en este momento, lo más correcto. Recuerdas la carta escrita, no mandada, pero contada a trozos. Crees que es así de simple y de complejo: que la vida vuelve a ti para que tú vuelvas a ella.
Afuera ya llueve. Quizá es la tormenta de Santa Rosa, de la que te habló esta tarde una chica en el autobús 130. Quizá es solo la confirmación de que necesitas descansar. Quizá es la magia de estar en el lugar adecuado en el momento correcto.
Y, llena de esperanza, te vas a dormir.
Te miras al espejo. Le preguntas a las seis personas que se reflejan ante ti qué habría que hacer. Conferencian entre ellas. No lo tienes claro. Y tú te plantas y les dices que habían decidido que tendrían unos meses de calma, de tesis, de viajes, de incertidumbre para aprendizaje. Que es lo que hay. Que tienen que asumirlo. Ellas y los otros.
Afuera, escuchas los truenos. Esta noche viste la tormenta eléctrica. Esta tarde, mientras te bamboleaba una balsa, pensabas en los peligros de tomar una decisión que no es política ni lógicamente correcta.
Pero ahora se te dibuja una sonrisa en la cara. Piensas en las posibilidades que se te abren una vez que has decidido que tus decisiones estarán marcadas por lo que quieres hacer, por lo que está en tu corazón. La sonrisa tímida se queda.
Tienes miedo. Lo sientes en el fondo del estómago. Pero estás orgullosa, también, de que el universo conspire a tu favor y te regale, entre otras cosas, un poquito de paz. La certeza de que puedes caminar dándole pocas miradas al mapa. De que lo que sientes, lo que dices, lo que vives, es para ti y en este momento, lo más correcto. Recuerdas la carta escrita, no mandada, pero contada a trozos. Crees que es así de simple y de complejo: que la vida vuelve a ti para que tú vuelvas a ella.
Afuera ya llueve. Quizá es la tormenta de Santa Rosa, de la que te habló esta tarde una chica en el autobús 130. Quizá es solo la confirmación de que necesitas descansar. Quizá es la magia de estar en el lugar adecuado en el momento correcto.
Y, llena de esperanza, te vas a dormir.
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