Desde un par de calles abajo, se escuchaba la fiesta. Las risas. El rumor de los pies bailando. De pronto, en aquella esquina, fuera del bar, la gente se apretujaba enfrente del pequeño escenario. Nada como un concierto en vivo que es para los doscientos mortales que alcanzan a rodear el escenario, que se comparten amablemente un pedacito de suelo para bailar, con vueltas y todo.
"Ella... ella es un regalo que me dejó X...". Así fui presentada. En realidad, ella - quien me presentaba a mí - es un regalo que me dejó alguien más. Cuestiones extrañas - el tener parejas con idiomas que me eran extraños me ha llevado a las escuelas de idiomas y a encontrar en mis profesoras amigas entrañables.
Este año, las dos se despiden de la ciudad. Me dejan un poco huérfana. Pero no era día de pensar en eso sino de reirse, de bailar un poco con la fiesta. Es verano: la gente vamos guapa de verano. Sudamos, llevamos la peor ropa del mundo, el maquillaje (si hubiera) se correría... pero no importa. Lo que nos hace guapos son las ganas de bailar, de reirnos, de conocer gente, de palmear y gritar frente a los acordes de unos músicos quienes - también muertos de calor - se suman a la fiesta y la incitan, como dueños del lugar.
Mientras bailábamos, nos reíamos, viví aquello de los primeros tiempos. De ser considerada de pronto amiga en un grupo grande. "Si vienes con ella, vienes con nosotros". Verme de pronto con un vaso de cerveza fría en la mano que pasa, de mano en mano, porque lo suyo es que no se caliente ni se derrame. Y otro. Y en algún momento salir yo por la ronda, por las que me caben en la mano. Regresar a seguir bailando.
De pronto, en el escenario, alguien conocido. En esta ciudad, Manu Chao es una institución. La última vez que lo ví fue justo con ella, en este bar, pero se había terminado el concierto cuando llegué. Antes de eso una vez, en un concierto masivo, donde alcanzaba a verlo a duras penas entre miles de personas. Y así, como regalo del verano, se subió y estuvo 40 minutos tocando con toda su banda.
Era como si fuera mi cumpleaños - la vi y entendí de nuevo que a veces somos cortos en evaluar las herencias de lo que se acaba. Ella era también mi regalo. Y sus amigos con los que bailé y me reí y me sentí en casa. Y el calor, el sudor que bajaba con mi espalda y me hacía sentir viva. Las risas. Las miradas que se cruzaban. La caminata en calma hasta casa. La lluvia que cayó incesantemente hasta dormirme...
Esta mañana me sentía agradecida. Y por eso, por todo, lo cuento.
18.7.13
15.7.13
Cosorristas
Durante los meses de verano, uno comienza a protegerse de cosas diferentes de lo que se protege usualmente. Son preocupación el sol, las altas concentraciones de mercurio en ciertos pescados, la celulitis, la barriga que es inconfundible en bañador, las resacas a mitad de semana, las olas demasiado altas o los comportamientos de "riesgo" dentro del mar que puedan ahogarte...
Era sábado, inicios de julio, en Sant Pol de Mar. En la playa junto al parque, a las seis de la tarde, una familia se bañaba y tomaba el sol. Madre, padre, hija de siete/ocho, hijo de cuatro/cinco. Yo intentaba concentrarme en la lectura de un cuento bajo el sol de la tarde y el viento fresco. Los niños hablaban fuerte. Primero ella: "¡Anda, mamá!... Tú nunca quieres meterte al agua... ¿Alguna vez te metías al agua? ¿Cuando eras niña? ¿Y no querías que tu mamá se metiera contigo, ¿ver?". Escuché el chantaje, pero no la respuesta. Los decibeles de la madre eran mucho más bajos que los de la hija, que después de un rato se cansó y se fue a nadar en el agua transparente.
A veinte metros detrás, los socorristas de la Cruz Roja recogían los bártulos después del día de trabajo. Se escuchaban carcajadas mezcladas con el agua que lavaba el suelo de su chiringuito. El cuento del hombre que pensó que estaba en una playa naturista y fue invitado, correctamente, a ponerse los calzoncillos o a regresarse a su casa. Más risas. Más trajín.
El niño los estuvo mirando. Volvía a su juego de arena y luego los miraba. Se fue a bañar con su hermana y después, cuando los de la Cruz Roja se habían ido, preguntó a su papá - a voz en cuello: "Papá... y ahora que se han ido los cosorristas, ¿qué pasará si a alguien le pasa algo?".
Había duda genuina, pero no preocupación. Al final y al cabo, él estaba con su papá, que todo lo sabe. El hombre contestó, pero tampoco oí la respuesta. Seguí sintiendo el sol de tarde en mi espalda y reímos, pensando en los "cosorristas". En verano, en la vida, a veces, los cosorristas desaparecen. O uno se esconde de ellos: ya sea la ciudad, el móvil, el equipaje que puedes traer a los treintaitantos años. Y es a veces en ese escape cuando te acuerdas de quien eras. Cuando dejas de protegerte, te toca el sol, la brisa, llegan las lágrimas, las risas, el deseo, el olvido. Todo llega, como las olas. Y se va, como las olas.
Y sonríes en lugar de tener miedo.
Era sábado, inicios de julio, en Sant Pol de Mar. En la playa junto al parque, a las seis de la tarde, una familia se bañaba y tomaba el sol. Madre, padre, hija de siete/ocho, hijo de cuatro/cinco. Yo intentaba concentrarme en la lectura de un cuento bajo el sol de la tarde y el viento fresco. Los niños hablaban fuerte. Primero ella: "¡Anda, mamá!... Tú nunca quieres meterte al agua... ¿Alguna vez te metías al agua? ¿Cuando eras niña? ¿Y no querías que tu mamá se metiera contigo, ¿ver?". Escuché el chantaje, pero no la respuesta. Los decibeles de la madre eran mucho más bajos que los de la hija, que después de un rato se cansó y se fue a nadar en el agua transparente.
A veinte metros detrás, los socorristas de la Cruz Roja recogían los bártulos después del día de trabajo. Se escuchaban carcajadas mezcladas con el agua que lavaba el suelo de su chiringuito. El cuento del hombre que pensó que estaba en una playa naturista y fue invitado, correctamente, a ponerse los calzoncillos o a regresarse a su casa. Más risas. Más trajín.
El niño los estuvo mirando. Volvía a su juego de arena y luego los miraba. Se fue a bañar con su hermana y después, cuando los de la Cruz Roja se habían ido, preguntó a su papá - a voz en cuello: "Papá... y ahora que se han ido los cosorristas, ¿qué pasará si a alguien le pasa algo?".
Había duda genuina, pero no preocupación. Al final y al cabo, él estaba con su papá, que todo lo sabe. El hombre contestó, pero tampoco oí la respuesta. Seguí sintiendo el sol de tarde en mi espalda y reímos, pensando en los "cosorristas". En verano, en la vida, a veces, los cosorristas desaparecen. O uno se esconde de ellos: ya sea la ciudad, el móvil, el equipaje que puedes traer a los treintaitantos años. Y es a veces en ese escape cuando te acuerdas de quien eras. Cuando dejas de protegerte, te toca el sol, la brisa, llegan las lágrimas, las risas, el deseo, el olvido. Todo llega, como las olas. Y se va, como las olas.
Y sonríes en lugar de tener miedo.
10.7.13
Beatriz
"Mamá... pero si yo me quiero quedar en mi casa...". Y Beatriz iba y venía, subida en un tren, desde un pueblo del interior de Jalisco hasta Colima, a estudiar. Porque su madre no iba a dejarla en su casa, sin aprender, sin crecer, sin mejorar. La quería en movimiento. Y así la enviaba a estudiar, a recorrer los campos en compañía de sus hermanos y subida a un caballo - cosa que a Beatriz no le gustaba nada.
Pero ella iba. Por obediente, porque le tocaba. Porque sabía de los momentos del tiempo, de las obligaciones, de lo que cambia. Poco a poco se le fueron acabando sus años de niñez. Se casó a los 19 y comenzó a criar hijos. Y de esos hijos, salieron algunos nietos que, a diferencia de ella, no quisimos quedarnos en casa.
Ahora, cada que voy a su casa, me rodea con su abrazo de árbol. Un abrazo que protege contra los vientos. Con el paso de los años, me parece, me mira con otros ojos - que cada vez yo también entiendo más. Y está ahí, siempre, siempre. Diciéndome que tenga fé, que tenga paciencia, que me esfuerce. Que no me olvide de dónde vengo. Que no deje mi tierra (la de los pies, la de mis padres). Que busque aquí, pero regrese a allá, siempre. A ese lugar donde nunca, nunca dejarán de abrazarme.
Cumple 93 años y son un regalo. Siempre es un regalo tenerla, con su sonrisa tímida, con su amor que se demuestra en una cascada de oraciones sobre tu cabeza y un millón de cosas que comer. De ahí aprendí que el amor surge en los fogones: que no hay mejor manera de calentar un corazón aletargado que un té de canela o de limón con miel... y quizá un chorrito de tequila.
Me duele no estar para abrazarla pero llevo su abrazo tatuado. Y sus ojos, vigilantes, que confían en mis pasos. Y que entienden que, aunque físicamente no me haya querido quedar en casa, sigo ahí, siempre, junto a ella.
Pero ella iba. Por obediente, porque le tocaba. Porque sabía de los momentos del tiempo, de las obligaciones, de lo que cambia. Poco a poco se le fueron acabando sus años de niñez. Se casó a los 19 y comenzó a criar hijos. Y de esos hijos, salieron algunos nietos que, a diferencia de ella, no quisimos quedarnos en casa.
Ahora, cada que voy a su casa, me rodea con su abrazo de árbol. Un abrazo que protege contra los vientos. Con el paso de los años, me parece, me mira con otros ojos - que cada vez yo también entiendo más. Y está ahí, siempre, siempre. Diciéndome que tenga fé, que tenga paciencia, que me esfuerce. Que no me olvide de dónde vengo. Que no deje mi tierra (la de los pies, la de mis padres). Que busque aquí, pero regrese a allá, siempre. A ese lugar donde nunca, nunca dejarán de abrazarme.
Cumple 93 años y son un regalo. Siempre es un regalo tenerla, con su sonrisa tímida, con su amor que se demuestra en una cascada de oraciones sobre tu cabeza y un millón de cosas que comer. De ahí aprendí que el amor surge en los fogones: que no hay mejor manera de calentar un corazón aletargado que un té de canela o de limón con miel... y quizá un chorrito de tequila.
Me duele no estar para abrazarla pero llevo su abrazo tatuado. Y sus ojos, vigilantes, que confían en mis pasos. Y que entienden que, aunque físicamente no me haya querido quedar en casa, sigo ahí, siempre, junto a ella.
9.7.13
Nostalgias (Verano, bis)
Al despertar, en el teléfono, ve la fecha. Y se imagina hace un año, corriendo por los pasillos de su casa recién alquilada, con las cosas aún en cajas, nada bien acomodado. Todavía no era su casa. No había tenido tiempo de hacerla suya - ni falta que hacía. Ya regresarían y la harían de los dos.
Caminando después por las calles casi ahogadas de calor, pero aún era muy temprano. Con dos maletas llenas de cosas, de esperanzas. Y las esperanzas - resulta, y lo sabe ahora - pesan. Más de lo que parece.
Y aeropuerto, y avión, y noodles y películas con sonido malo. Y otro océano, aunque parezca el mismo. Y otro hemisferio. Y llegar y verlo, con su sonrisa media torcida, sus flores acaloradas en la mano. Y acomodar la cabeza en ese hueco de su abrazo.
Fue un verano de esos de los que no se puede contar mucho: se acaba diciendo que estaba feliz. Que leía, dormía, reía, comía, abrazaba, miraba las estrellas. Con esperanzas, de esas que enrarecen el ambiente sin que nadie, aparentemente, se dé cuenta.
Pero ha pasado un año. Y está en otra casa, que tampoco es suya, pero no tiene necesidad de hacer suya. Es un préstamo, un sitio en donde nada molesta, nada recuerda. Sólo el calendario. Pero hoy no le espera un vuelo: le espera una página ya no en blanco, pero aún muy vacía de cosas por escribir. Un sillón para acomodarse. Un día completo para llenar de cifras, de estadísticas, de otra cosa que no sea la nostalgia.
Y se sonríe, a medias. La nostalgia nos dice que ya hemos pasado cosas buenas. Intuimos que podremos leer, dormir, reir, comer, abrazar, mirar las estrellas. Disfrutar de todas esas cosas que pasarán, otra vez, como el tiempo y los veranos.
Caminando después por las calles casi ahogadas de calor, pero aún era muy temprano. Con dos maletas llenas de cosas, de esperanzas. Y las esperanzas - resulta, y lo sabe ahora - pesan. Más de lo que parece.
Y aeropuerto, y avión, y noodles y películas con sonido malo. Y otro océano, aunque parezca el mismo. Y otro hemisferio. Y llegar y verlo, con su sonrisa media torcida, sus flores acaloradas en la mano. Y acomodar la cabeza en ese hueco de su abrazo.
Fue un verano de esos de los que no se puede contar mucho: se acaba diciendo que estaba feliz. Que leía, dormía, reía, comía, abrazaba, miraba las estrellas. Con esperanzas, de esas que enrarecen el ambiente sin que nadie, aparentemente, se dé cuenta.
Pero ha pasado un año. Y está en otra casa, que tampoco es suya, pero no tiene necesidad de hacer suya. Es un préstamo, un sitio en donde nada molesta, nada recuerda. Sólo el calendario. Pero hoy no le espera un vuelo: le espera una página ya no en blanco, pero aún muy vacía de cosas por escribir. Un sillón para acomodarse. Un día completo para llenar de cifras, de estadísticas, de otra cosa que no sea la nostalgia.
Y se sonríe, a medias. La nostalgia nos dice que ya hemos pasado cosas buenas. Intuimos que podremos leer, dormir, reir, comer, abrazar, mirar las estrellas. Disfrutar de todas esas cosas que pasarán, otra vez, como el tiempo y los veranos.
6.7.13
Interruptor
Entró a consulta con los hombros casi rozándole las orejas. El pecho hacia delante. Arrastraba un poco los pies. Si la hubiesen puesto contra una pared, ella hubiera notado cómo su cuerpo estaba chueco, lastimado; su espalda con los músculos enmarañados. "¿Qué tal, cómo va todo?", dijo la terapeuta. "Bien. Todo bien... sólo el dolor de espalda y cuello".
Conforme continuaron las preguntas, intentando responderlas con sinceridad, se dió cuenta que no, que las cosas no iban bien. Que no era sólo el dolor de espalda y cuello. El estómago, la boca, el sueño, la vigilia, la comida, el ayuno... todo acumulaba. Su lengua estaba erizada y sucia. Los ojos ahí, en el confort de la oficina del terapeuta, se arrasaban de agua de vez en cuando.
Después del diagnóstico, se subió a la camilla. Sintió las manos de la terapeuta como algo extraño a su cuerpo, que la tocaba, que le transmitía calor. La falta de contacto humano, podía ser. Poco a poco los músculos de su espalda y sus hombros comenzaron a ceder, a regañadientes.
"Date la vuelta".
Con los ojos cerrados, sintió las manos de la terapeuta encontrando puntos en su cabeza. Escuchó el tintineo de las agujas. Un sudor frío recorrío una parte de su espalda. Otra vez el miedo. No pensar en las agujas. No pensar.
Y de pronto el pequeñísimo pulso en el centro de la cabeza. Luego, otros más a los lados. Otro pincho en pecho, abajo del cuello. En el vientre, tres. En los costados. Entre el índice y el pulgar de cada mano. A los lados de las rodillas. En el pie, después del dedo gordo. Auch. Ese siempre, siempre duele. Sobre los pinchos - que no se sienten, pero se sabe que existen - en calor y el olor de moxa. La habitación entera oliendo a incienso. "¿Te duele alguno? Respira y vengo en un momento".
Había pasado demasiado tiempo desde la última vez, y el cuerpo estaba, aún, demasiado en tensión. Y de pronto, de la aguja de la cabeza, una sensación de apertura: un torrente de agua escurriéndole por los ojos cerrados, por las mejillas... Hasta que una de las gotas cae en la oreja, se desliza. Con temor, se mueve para que el agua no entre del todo a sus oídos - teme al dolor. A ese dolor. Nada pasa: gira y la lágrima sale del conducto auditivo, se queda por ahi, secándose.
No duerme. No abre los ojos. Está. Escucha los sonidos del pasillo, otros pacientes llegando y saliendo. El murmullo de la ciudad detrás de las puertas. La música en el altavoz, tranquilizadora. Respira una vez. Todo el aire adentro del cuerpo, hacia las costillas, a llegar al plexo. Y afuera. Otra vez adentro: como una luz que llena el pecho, baja los hombros, libera las costillas. Fuera.
No sabe en dónde localizarlo exactamente, pero en su costado derecho, se cambia de lugar un interruptor. La sensación es similar a si ella fuera una muñeca de baterías, de cuerda. El interruptor cambia el modo de su cuerpo. De apagado a encendido. De dormido a despierto. De ahí a acá.
Intenta dormir pero no lo consigue. Cuando regresa la terapeuta, tiene los ojos abiertos, aunque no ve ninguna de las agujas. Vuelve a cerrarlos y escucha el tintineo de las agujas al caer en un vaso de cristal. "Lista. Tómate tu tiempo".
Sale de ahí con el cuerpo, el cabello oliendo a incienso. Se mira - tiene este hábito - en el aparador de una tienda. Es la misma. Pareciera que no hay nada diferente.
Y aún así, ella sabe que alguien cambió el interruptor. Y se pregunta qué querrá decir.
Conforme continuaron las preguntas, intentando responderlas con sinceridad, se dió cuenta que no, que las cosas no iban bien. Que no era sólo el dolor de espalda y cuello. El estómago, la boca, el sueño, la vigilia, la comida, el ayuno... todo acumulaba. Su lengua estaba erizada y sucia. Los ojos ahí, en el confort de la oficina del terapeuta, se arrasaban de agua de vez en cuando.
Después del diagnóstico, se subió a la camilla. Sintió las manos de la terapeuta como algo extraño a su cuerpo, que la tocaba, que le transmitía calor. La falta de contacto humano, podía ser. Poco a poco los músculos de su espalda y sus hombros comenzaron a ceder, a regañadientes.
"Date la vuelta".
Con los ojos cerrados, sintió las manos de la terapeuta encontrando puntos en su cabeza. Escuchó el tintineo de las agujas. Un sudor frío recorrío una parte de su espalda. Otra vez el miedo. No pensar en las agujas. No pensar.
Y de pronto el pequeñísimo pulso en el centro de la cabeza. Luego, otros más a los lados. Otro pincho en pecho, abajo del cuello. En el vientre, tres. En los costados. Entre el índice y el pulgar de cada mano. A los lados de las rodillas. En el pie, después del dedo gordo. Auch. Ese siempre, siempre duele. Sobre los pinchos - que no se sienten, pero se sabe que existen - en calor y el olor de moxa. La habitación entera oliendo a incienso. "¿Te duele alguno? Respira y vengo en un momento".
Había pasado demasiado tiempo desde la última vez, y el cuerpo estaba, aún, demasiado en tensión. Y de pronto, de la aguja de la cabeza, una sensación de apertura: un torrente de agua escurriéndole por los ojos cerrados, por las mejillas... Hasta que una de las gotas cae en la oreja, se desliza. Con temor, se mueve para que el agua no entre del todo a sus oídos - teme al dolor. A ese dolor. Nada pasa: gira y la lágrima sale del conducto auditivo, se queda por ahi, secándose.
No duerme. No abre los ojos. Está. Escucha los sonidos del pasillo, otros pacientes llegando y saliendo. El murmullo de la ciudad detrás de las puertas. La música en el altavoz, tranquilizadora. Respira una vez. Todo el aire adentro del cuerpo, hacia las costillas, a llegar al plexo. Y afuera. Otra vez adentro: como una luz que llena el pecho, baja los hombros, libera las costillas. Fuera.
No sabe en dónde localizarlo exactamente, pero en su costado derecho, se cambia de lugar un interruptor. La sensación es similar a si ella fuera una muñeca de baterías, de cuerda. El interruptor cambia el modo de su cuerpo. De apagado a encendido. De dormido a despierto. De ahí a acá.
Intenta dormir pero no lo consigue. Cuando regresa la terapeuta, tiene los ojos abiertos, aunque no ve ninguna de las agujas. Vuelve a cerrarlos y escucha el tintineo de las agujas al caer en un vaso de cristal. "Lista. Tómate tu tiempo".
Sale de ahí con el cuerpo, el cabello oliendo a incienso. Se mira - tiene este hábito - en el aparador de una tienda. Es la misma. Pareciera que no hay nada diferente.
Y aún así, ella sabe que alguien cambió el interruptor. Y se pregunta qué querrá decir.
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