Sonó el despertador a las ocho de la mañana y lo apagué de un golpe. Es sábado. Volví a dormir y a soñar y, en algún momento del sueño, una persona que no conocía se volvió a mirarme y me dijo: "¡levántate ya, que vas a llegar tarde!".
Me desperté angustiada y entonces me acordé que tenía que estar en el salón de belleza para que me cortaran el cabello en media hora. Me vestí y salí corriendo. Al llegar, casi sin aire, me dí cuenta que no estaba el chico que usualmente (cada seis meses, aproximadamente) me quita las puntas abiertas, me lava el cabello bien lavado y me peina para salir linda a la calle.
Sus compañeras insistieron en que todos usaban el mismo método - yo no me estaba quejando. La verdad es que mientras que no me cortaran demasiado el cabello o me dejaran una forma que no puedo controlar, me da un poco menos lo mismo.
Me estuve mirando en el espejo: mientras me lavaban, me secaban, me cortaban las puntas - parecían largas, esas puntas -, y luego le daban a mi cabello una textura y una imagen que naturalmente no tienen y que a mí me cuesta mucho transformar.
Cuando salí, fui caminando hacia la biblioteca. En las esquinas de las calles, me reflejaba en los espejos. A veces me parecía que esa, la bien peinada, no era yo. Para nada. Y varias veces me acerqué a verme los ojos - sólo para asegurarme que no me hubiesen cortado algo más y, de pronto, no fuera yo más la que suelo ser.
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