10.3.12

Pequeños milagros

Lucas tiene dos-casi-tres años: los ojos grandotes de su mamá y la sonrisa enorme de su padre. Le gusta ir amarrado en la parte de atrás de la bicicleta y, según las fotos, también ir en su propia bicicleta. Sonríe de perpetuidad. Es lo que podríamos llamar un sonrisas.
Es sábado en la mañana y yo voy hacia la biblioteca, a hacer como que trabajo. Camino cabizbaja: voy enredada con los auriculares. Los veo a lo lejos, sobre la bici, afuera de una tiendita. Me acerco a saludar a su padre y Lucas me mira con curiosidad. Mientras "los grandes" hablamos, él tuerce el cuello para verme un poquito más de cerca. Yo también lo observo con el rabillo del ojo: veo como se detiene un minuto en el collar que llevo y quizá también en mis pendientes, demasiado grandes.
Le toco la cara. Su padre le dice que me dé un beso. Es raro, me imagino, que te pidan que des un beso a alguien que quizá habías visto, pero no recuerdas. Pero claro, un beso es un beso. Y después de que yo tronara dos sendos besos en sus mejillas, se desinhibe un poco: me muestra una especie de gobo de iluminación que hizo en clase - aquí sé que no soy mamá - llamo gobo de iluminación a una manopla de papel con un pedazo de plástico de color rojo y verde que permite ver a través de él el mundo en otros colores.
Yo me intereso: me gusta observar la sonrisa blanca de Lucas a través de un filtro rojizo, casi sepia. Se ríe. Como una cascada, se suelta a contarme cosas. A borbotones. Dice que lo hizo en la escuela, que su maestra se llama Martha y su mejor amigo... su mejor amigo ya no me acuerdo. Me lo dijo. Lo sé porque no le entendí y su papá hizo la traducción Lucas-adulto y me contó el nombre el chico.
Ellos se iban de picnic a la playa. Dí más sonoros besos a sus padres para despedirme y luego me acerqué para darle un beso y escuché junto a mi oído, sonoro, el beso que me regaló Lucas a mí. Sin que nadie le pidiera que me besara.
Ese beso, junto con unas tostadas con queso, un vaso de zumo y un café con leche para desayunar de refugiada en una casa querida, y el solecito que ilumina la calle Valldonzella y que puedo ver desde el despacho, son mis pequeñísimos grandes milagros de sábado .

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