Reconozco que mi casa está llena de pequeños errores, pequeños problemas que no puedo (o me doy el tiempo) de arreglar. El reloj perenne del horno de la cocina que es como el soundtrack de una escena de película de terror. La puerta de la estantería donde está el aceite, media descolgada porque no he corregido los tornillos - igual que la puerta del armario donde tengo la ropa larga. La luz del pasillo de entrada, fundida desde hace semanas. Y lo mejor: la manija de la puerta de salida, que no va, desde hace meses.
Ayer, entre el caos de la salida temprana hacia el aeropuerto, sucedió lo que estaba cantado: dí un portazo con un juego de llaves puesto por dentro, lo que me imposibilitó por completo abrir. Después de trabajar un rato en la facultad, hablé a un cerrajero que llegó a casa en su moto, impecable. Vestido de negro, con un casco brillante y una bolsa de herramientas que más parecía un portafolios o un estuche de ordenador. Subimos en el ascensor. Me preguntó cómo había cerrado. Rebuscó en su bolso y sacó, literalmente, un alambre y una tarjeta de algo. Metió el alambre, luego hizo palanca en la puerta con la tarjeta, sacudió dos veces y listo - magia según la cual mi puerta estaba abierta.
La tontería me costó cien euros y me dejó pensando, de nuevo, varias cosas: que creo que elegí mal la profesión y que, en el fondo, mi casa es mucho más frágil de lo que me gustaría pensar.
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