Lo saben los sabios (incluso el que vive en mi casa): ir el lunes a hacer trámites a las oficinas de gobierno te garantiza mucho más espera que cualquier otro día. Supongo que es porque el fin de semana nos persiguen los fantasmas de esas cosas tan pendientes que no hemos hecho - o porque el lunes siempre parece un buen día para comenzar una buena vida.
Después de pasar mis cuatro horas de rigor en el consuladodeunpaísalquenecesitovisaparaviajar y ver cómo se quedaban mi pasaporte de interno durante una semana, decidí que podía ir a la única oficina de Registro Civil que existe en Barcelona (sí, sólo hay una) para pedir una cita que tengo pendiente. Llegué al sitio sobre las 10:55 y la fila ya me pareció de mal gusto. La rubia de información miró con desconfianza los papeles que llevaba (siempre miran con desconfianza) y me dió un papelito que decía que había 29 personas esperando antes de mí. Eso, en burócrata de Registro Civil, quiere decir cualquier cosa entre 30 minutos y cuatro horas.
Me fuí a sentar a la sala de espera número 3 que para más señas es la que está enfrente de la sala donde se celebran las bodas. Dado que en Barcelona este el único Registro Civil, la lista para casarse es, por decir lo menos, larga. Creo que la última vez que alguien de mis amigos preguntó les daban una espera de seis meses. Y mientras yo esperaba, comenzaron a llegar los novios del día. Me dí cuenta porque algunas llevaban un ramito de flores, o unos zapatos lindos, un sonrisa. Ni siquiera saqué el libro de la bolsa. Me quedé ahí, observando.
Se suponía que las bodas tenían que comenzar a las once pero fue hasta las once y cuarto cuando una secretaria del juzgado sacó y publicó la lista de los "matrimonios to-be". Les pidió a todos los que estaban sus documentos. Después de un rato, me acerqué: 15 matrimonios, a razón de cinco minutos cada uno. Se suponía que aquello tenía que estar despejado antes de la una de la tarde - buen momento para irse a celebrar.
La estadística: de los quince matrimonios, siete mostraban nombres "extranjeros" (o por la longitud de los nombres propios o por los apellidos en otro idioma), tres eran parejas homosexuales: los dos primeros entre varones y uno entre mujeres. Yo, de pronto, me dí cuenta que estaba sentada junto a ellas. No había nada que las distinguiera especialmente. No llevaban ropa especial, ni flores. Pensé cuál sería la razón para casarse - y también en lo aburrido que era hacer el trámite en lunes.
Más lejos, una de la pareja de hombres. Guapos, en sus tempranos cincuenta, se miraban constantemente y se acomodaban alternativamente la solapa de la chaqueta, el rizo que caía sobre la frente, la corbata... Más allá varios grupos de latinos. Todas ellas con vestidos perfectos, de colores varios, medias. Altos tacones. Ellos de traje. Una pareja que hablaba catalán entre ellos: de 50 y muchos años y acompañados por los que parecían sus hijos - de los dos, no de ambos. Unos eran claramente parecidos a ella y otros a él. Y sonreían.
Había un hombre latino de cabello entrecano, moreno, con camisa a cuadros y una chaqueta beige de poliester que esperaba. Y esperaba. Y esperaba. Hablaba por teléfono. Y esperaba. Finalmente, se acercó a unos chicos que estaban sentados junto a mí y les dijo que se fueran: "dice que no va a venir". Después se acercó a la Secretaría del juzgado y le dijo, un poco en tono de disculpa: "parece que tendré que intentarlo en otra ocasión". Y se fue, solo, como había llegado.
La novia de mañana fue, claramente, una rubia de un metro setentaycinco con un minivestido rojo y una chaqueta blanca. Era imposible no verla. Con su maquillaje perfecto - con el vestido que contrastaba con su piel muy blanca y sus tacones altísimos, negros. Por su tatuaje en el pie derecho. Todos mirábamos, sin mirar. Después llegó un grupo de "modernos" vestidos al estilo años cincuenta: eran monos, pero resultaba imposible quitarle el protagonismo a la Marilyn de formas rotundas que se casaba con un moreno de pelo muy ensortijado, que había llevado hasta a los abuelos. Para ellos daba lo mismo que fuera lunes - era el día de la boda.
Justo cuando a ellos los llamaron a sus cinco minutos con el juez, salió mi número. No ví más de las bodas, ni de las flores, ni de las fotos que se tomaban en las escalinatas de ese edificio ascéptico. No importaba que pareciera la sala de espera de un hospital: era el lugar de la boda.
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