17.3.12

Noches de sábado

No necesitaba ahí para verlo: me bastó la manera en que él me lo contó para estar ahí. Para acordarme de lo que ya había vivido yo. De lo que es otro síntoma de por qué las cosas van mal.
Crecí en una ciudad grande, no en una capital. En una ciudad en la que, como en la mayoría de las grandes ciudades latinoamericanas, las apariencias importan mucho. Es lo que suele suceder frente a los abismos sociales - me interesa ver cómo te ves, quién eres. Generamos una especie de sistema de castas tan cruel como el indio: la diferencia es que puedes estar en uno y luego saltar a otro. Es una cuestión de dinero, de apariencias, de influencias.
Él me llamó y me contó que la semana pasada había salido con otros amigos a un bar. Costó convencer a nuestra madre - todavía estaba asustada por los "narcobloqueos" que habían ocasionado una riada de portadas violentas en todo el mundo - no solo en nuestro país. Pero su razonamiento al final fue el mismo que nos mantiene a todos vivos, en la calle, en la vida normal: "no podemos dejar de vivir por miedo". Y lo dejó ir. Y él - lo conozco - se arregló, se puso "a la altura". Al llegar al bar, sus amigas todavía no habían llegado y no lo dejaron entrar porque la reservación no estaba a su nombre. Diez minutos después, llegó el resto de la gente. La chica que invitaba lo saludó y pidió que los dejaran pasar. Se hizo un momento de duda en la puerta.
La chica de la entrada, con su sonrisa colgate, respondió: "sí, tu mesa está lista. Pueden pasar. Pero ese muchacho no".
Mi hermano fue el muchacho al que no dejaron entrar a la fiesta. Y me acordé de las veces que yo era la de los zapatos demasiado deportivos, o la bolsa no lo suficientemente de fiesta, o que nadie sabía si yo tenía o no una americanexpress con suficiente crédito y me dejaron fuera.
"Por eso no me gusta ir a esos sitios. Por eso me quiero ir contigo", me decía él por teléfono, con una rabia mal disimulada. Yo también sentí rabia. Tanta, que hasta ahora no había podido escribirla.
Me hace gracia que nos preguntamos por qué hay violencia, por qué la gente no respeta la vida de los otros. La gente en mi país, parece ser, no respeta a los otros. Bastaba con ver a la hija de un hoy candidato a la presidencia de la república decir que "la prole" era la que se burlaba de su padre porque no sabía leer. Basta con ver cómo el "se reserva el derecho de admisión" parece una vía libre para hacer de la discriminación una forma de negocio.
Me da una rabia - una rabia sorda. Y algo me dice que mientras no seamos capaces de acabar con esos "cadeneros" tampoco acabaremos con otras desigualdades que nos rondan.

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