En mi viaje de fin de año a México, tuve dos breves paréntesis texanos. En el primero sólo "disfruté" del aeropuerto Intercontinental de Houston durante cuatro horas y en el segundo estuve 23 horas en Houston. Algunas postales.
1.
En la fila para pasar migración, unas veinte personas antes que yo, estaban unos chicos de rasgos medio-orientales. Bueno, él, porque ella llevaba niqab: la cabeza y la cara completamente cubierta. Él la trataba bien y, aunque no demostraban muy obviamente su afecto, había una especie de comunicación no verbal que decía que se llevaban bien.
Pero había una pregunta en el ambiente: ¿qué pasaría al llegar al puesto de revisión? Obviamente le harían descubrirse la cara. Pero... ¿podría pedir que la revisara una chica? ¿la llevarían a un sitio aparte? Después de discutir decidimos que no, porque no sería "justo" ni tan "random" como se supone que este tipo de revisiones tienen que ser.
No me quedé con la duda - me pusieron en la línea final justo a su lado. Pudimos observarla durante los últimos quince minutos y ver de cerca cómo respondía su esposo a todas las preguntas del oficial de inmigración, le entregaba pasaportes y más información que traía en su portafolio, hablaba con él, se quitaba los lentes para que le tomaran la foto reglamentaria... Yo quería mirar y no - supongo que como todos los que estábamos ahí. Todos mirábamos. Y ella sabía que la mirábamos.
Por fin el oficial le pidió que se descubriera la cara. Y se la descubrió. Yo la ví durante esos pocos segudos, a lo lejos. Intenté buscar algo en su cara que me diera una clave, que me dijera algo sobre ella. No ví, no recuerdo haber visto nada. Sólo una nariz y unos labios delgados, unos ojos negros, una cara sin maquillaje. Unos ojos negros que se perdían más que cuando el resto de la cara estaba cubierto.
2.
"En realidad, nunca nos hemos ido de México", me dijo él mientras íbamos en el autobús 65 que conectaba el Sam Parkway Houston (donde estaba nuestro hotel de aeropuerto) con el centro de la ciudad. Durante 40 minutos vimos letreros de tortillerías, panaderías, washaterías, centros de negocios llamados "Arandas", taquerías en camionetas en el camino. Y vimos subir y bajar personas que se sentían más cómodas hablando en español con acento mexicano que en cualquier clase de inglés.
Ví chicas de apenas 20 años subirse con su madre, su carrito de última generación y su hijo. Hombres que trabajan en construcción - lo dicen sus manos, la postura de su cuerpo - subir de dos en dos, con las bolsas de la compra para la semana. "Menos mal que había panela y todo. Ahora llegamos a la casa y nos hacemos un lonche de verdad, con aguacate y todo". No podía evitar mirar su ropa, sus zapatos llenos de tierra, escuchar sus palabras llenas de añoranza - como a veces suenan las mías.
"¿Tú crees que de verdad vivan mejor aquí que en México?", pregunté, mientras caminábamos por el desierto centro de Houston, sin atractivo, sin movimiento - lleno de estacionamientos y sitios de comida rápida. "Supongo que ahora no... pero deben de estar pensando en una vida mejor en los próximos veinte años".
Regresamos hacia el hotel. Un espectacular de Tequila Herradura competía desde la ventana con los rascacielos de los bancos. Me sentí más lejos de México que nunca.
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