13.10.08

Dada

Zurich es una de esas ciudades en el mundo que no me había planteado firmemente visitar. Pero un día - resultados de ese trabajo que todo el mundo quiere - me encontré en el aeropuerto de Barcelona con la maleta lista haciendo una cola infinita para documentar en un vuelo sobrevendido de Swiss. Horas después, tras haber pasado varios controles migratorios (para salir de la UE, para entrar en Suiza), haberme perdido en una estación de tren y descifrar apenas el sistema de tranvías, estaba aquí. Caminando, tengo unos 20 minutos hasta el centro histórico. La semana, como suele suceder en este tipo de trabajos, no promete muchos días libres, así que decidí utilizar al máximo mis cuatro horas de libertad.

Como ya lo había experimentado en Ginebra, no entiendo prácticamente nada. El alemán me es ajeno, aquí hablan menos italiano y el inglés no es tan omnipresente como uno pensaría en el país neutral. Para evitarme bochornos, fui a comprar mi comida a un súper mercado. Salí con un té verde con menta, patatas con paprika y un sandwich de salmón con wasabe. Absolutamente suizo. El sol caía sobre las calles como si fuera mayo - empeñado en quedarse. Sin embargo, el cambio de paleta es evidente. Hay una calidez triste en las hojas que caen y anuncian la llegada definitiva del otoño.

Comí sentada a orilla del río Limmat. Me observaban un par de cisnes quienes supongo tenían la esperanza de que "accidentalmente" dejara caer la mitad de mi sandwich. Pero nada. Caminé entre los suizos y los turistas por el casco antiguo. Había una cosa que quería ver: el Cabaret Voltaire, el sitio aquel donde nació el Dadaísmo. Pero dejé el hotel sin un mapa ni direcciones.

Quienes han viajado conmigo, sin embargo, saben que tengo una especie de brújula integrada. Por una extraña razón, encuentro las cosas, tropiezo con ellas. Y algo así me sucedió con el Cabaret Voltaire, dando la vuelta a una calle. Estaba tan contenta que pude haber empezado a brincar de gusto pero, justo en frente, había alguien que estaba más contenta que yo. Al otro lado de la calle del Cabaret Voltaire hay una tienda de jabones. Los empleados, para promocionar el sitio, habían diluido un bloque de jabón rosa en un montón de agua y metían sus manos, hacian un círculo con el índice y el pulgar y soplaban a través de ellos, dejando caer enormes burbujas de jabón a la calle. Una niña había conseguido permiso de sus padres para meter la mano en el agua jabonosa y los tres hacian burbujas casi con una sincronización de orquesta.

Afuera, burbujas. Adentro, el Cabaret Voltaire. Observé a los burbujarios un rato más y luego me metí al edificio, convertido en una especie de tienda-sala de exhibiciones en la planta baja y un café-teatro en la parte de arriba. Eran las cuatro de la tarde, así que no había espectáculo. Unas seis personas tomando café. Un barman rubísimo. Y un montón de bocinas que tocaban, de toda la música del mundo, "Falta Amor" de Maná. Y luego el resto de las canciones de ese disco.

Le tomé una foto al busto de Voltaire, a las paredes, y luego interrogué al barman sobre la selección musical. Resulta que, según me dijo, tiene un amigo que le manda mp3 de todo el mundo y estuvo en México durante muchos años. Supongo que era el mismo amigo que había puesto a la venta en la tiendita unas máscaras de luchador.

Lamento decir que el espacio no me dijo mucho más. Había unas piezas de una colección de relojes de edición limitada que había hecho Swatch del cual compré uno para alguien hace años. Había una instalación que decía muchas cosas en alemán. Había un montón de objetos inútiles y carísimos para ser comprados. Había una ventana y a través de la ventana se podía ver a dos vendedores de jabón haciendo burbujas en la calle.

Me salí del Cabaret Voltaire y le tomé una foto. Y luego le tomé una foto a los burbujaires. Toda la mezcla de recuerdos, odios, dolores, sonidos e inconsciencias serán, supongo, a partir de ahora, mi dada particular.

1 comentario:

Álvaro dijo...

muy buena la crónica burbujeante, serán mejores las fotos?

á.