Nos sentamos a comer en un restaurante caro. Lo que nunca hubiéramos hecho hace diez años. Yo quería abrazarlo, pero no sabía si era correcto o no. Algo decía que habíamos cambiado - quizá las canas en su sien, quizá el acné que puebla mi cara y que no existía cuando éramos adolescentes. Él ha regresado de su exilio voluntario. Yo no. Y hablábamos de esa sensación de no estar, de no sentirse parte, de creer que todo ha cambiado pero al mismo tiempo - paradoja estúpida - sigue un poco igual.
En las bocinas del restaurante, resonó una canción de Soda Stereo. De aquellos tiempos.
Supimos que nos habíamos querido mucho. Y lo que era más importante, que seguíamos queriéndonos. Eso y sólo eso es por lo que vale la pena volver.
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