28.3.07

De aquello que perdí

Aviso desde el principio que este post no va a ser agradable. Pero quizá lo he estado postergando durante demasiado tiempo. La vocación de este blog era ser un poco ventana de lo que veo todos los días. A veces veo cosas que me gustan o me disgustan tanto que se quedan en mis ojos el suficiente tiempo como para subir aquí. A veces me encuentro con otras que pueden parecer de inicio interesantes, pero que van perdiendo su fuerza en el día y no llegan. En diciembre del año pasado, por primera vez, me sucedió algo que no he podido olvidar pero no estaba lista para escribir y dejar ir. Creo que llegó el día.

El domingo la revista de El País publicó un reportaje sobre como “las mujeres de hoy” en España están intentando “tomar las riendas” de sus partos. Decidir si serán naturales o por cesárea, con mucha intervención médica o prácticamente con una comadrona en casa; sentada, acostada, consciente, inconsciente. En una de las páginas, la actriz Paz Vega - con hermosa panza de 30 semanas de embarazo - declara: “Sería perfecto que hubiera clínicas específicas de parto. Una embarazada no es una enferma, e ir al hospital a dar vida al lado de gente que está muriendo es una contradicción”.

Yo no llegué a poder preocuparme seriamente sobre cómo podría ser mi parto. El año pasado, sorpresivamente, descubrí que estaba embarazada a finales de octubre. Me dio pánico. Poco a poco fue tomando forma la idea en mi cabeza. Me parecía increíble. Me sentía absolutamente diferente. No sólo porque moría de hambre y de sueño y porque estaba toda hinchada y con dolores en los senos, sino porque sentía que algo había dentro de mí. A pesar del pánico, fue absolutamente festivo. Él, yo, la familia, todos estábamos contentos. Elegí un médico de la mejor manera posible. Me dijo que todo iba bien. Le creí y lo comunicamos. Se lo dijimos a todo el que quiso escucharlo.

De pronto, un día, yo comencé a tener la sensación de que algo estaba mal. Ya no estaba tan contenta, ni me sentía tan “diferente”. Alguien me dijo que era normal, que estaba pasando por muchos cambios. Faltaban un par de semanas para la Navidad e íbamos a ir a México a celebrarlo. En menos de diez días tomaríamos el avión y yo tenía cita para el médico. Algunos días antes me habían hecho un montón de pruebas de sangre para saber si todo estaba bien. Yo seguía sintiendo sueño. Y realmente quería estar contenta.

Esperamos en una de esas salas de espera llenas de mujeres de treinta y cuarenta años con tremendas panzas que hay en Barcelona. Me veía francamente joven entre el promedio. Me parecía bueno, en realidad. Pasamos al consultorio. La consulta anterior había durado 15 minutos en los que me había dado las pautas mínimas de alimentación, unas vitaminas y me había pedido los análisis que tenía en la mano. Dijo que todo estaba bien. Me preguntó que cómo me sentía. Contesté que bien, que había tenido un poco de manchado, pero bien.

Me pidió que me preparara para la ecografía. Yo no quería sentir eso que sentía, esa alarma. Me tumbé en la silla, esperé el aparato y lo sentí que removía en mis entrañas. Estaba buscando algo. Y no lo encontraba. Suspiró. Y comenzó a decir: “Esto no está bien, esto no está bien, esto no está bien”. Saco el brazo del ecógrafo y me pidió que me visitiera. “No te preocupes”, me dijo.

Lo demás lo recuerdo un poco entre nubes. Él y el Duque no hablaban. Cuando salí continuó: “no pasa nada, es más normal de lo que te imaginas. ¿Vas a ir a México, verdad? ¿Tienes un médico allá?” Asentí. “Le voy a mandar una carta. En cuanto llegues, se la entregas. Y no te preocupes… si te pasa algo en el vuelo tampoco es que vayas a sangrar mucho”. Me entregó un sobre que había preparado, con una fotografía del eco y una carta. Cerrada. Nos acompañó a la puerta. “Lo siento. Que te pongan una cita de seguimiento a tu regreso”. Fue lo último que dijo antes de dejarnos afuera y cerrar su puerta.

No sé si no entendí o no quería entender. Cerré la cita con la enfermera. Tomé mi bolsa y mi fólder con los análisis y pasé casi corriendo frente a las otras que estaban esperando. Bajamos y una vez que estábamos a nivel de calle miré al Duque. Él me abrazó. Entonces, sólo entonces, me fue claro. Comencé a llorar.

Le pedí que bajáramos caminando. Estábamos en una clínica muy exclusiva, en la zona alta de Barcelona. En una renombrada maternidad con los supuestos mejores médicos de la ciudad. Nosotros vivimos en el centro. Mientras cruzábamos las calles húmedas de Barcelona, comencé a entender, a repasar cuadro por cuadro lo que había pasado en ese cuartito lleno de diplomas y una máquina. No sé de qué hablé. Recuerdo que no podía dejar de llorar. Que necesitaba que alguien me dijera – alguien que no fuera ninguno de nosotros dos – qué era lo que estaba pasando.

Al llegar a casa nos estaba esperando L, una amiga querida que había pasado por un trago similar. Me abrazó. Pero yo ya no podía llorar. Quería hablar con mi médico. Subí a casa, tomé el teléfono y marqué a la Ciudad de México, al teléfono de quien fue mi ginecólogo allá todo el tiempo. Su secretaria sabía que estaba embarazada – yo se los había dicho en un correo electrónico – y al notar la alarma en mi voz me pasó con Carlos de inmediato. Abrí la carta y se la leí. Me dijo que me tranquilizara cuando empecé a llorar. Me dijo que podía ir a verlo en diez días. Yo le contesté que necesitara que me dijera en palabras simples qué era lo que estaba pasando. “Perdiste al bebé, preciosa. No está ya. No desarrolló como debía. No pasa nada. Hay que hacerte un legrado ahora. Pero trata de tranquilizarte”. Le di las gracias por la honestidad. Le dije que le llamaría en cuanto llegara a México. Colgué. Y ya no pude llorar.

No podía esperarme diez días más. Alguien en la familia que vive en Valencia tiene a su vez familia que son especialistas en obstetricia. Pedí el teléfono de ellos. Al final, pasadas las diez de la noche, pude hablar con Marisa, la doctora. Le expliqué la historia y ella no podía creer que me había dicho el médico. Me dijo que tomara el primer tren, avión o autobús que saliera al otro día hacia Valencia. Y que el Duque viajara conmigo.

En ese momento compré un boleto de avión a las siete de la mañana. Justo después me hablaron mis padres. Sabían que iba a ir al médico. Comencé a llorar otra vez. Dormí poco, mal, angustiada, con la sensación de que estaba asistiendo a un duelo, a un entierro demasiado largo. Llegamos a Valencia temprano. La ciudad estaba caótica, con tráfico, con niebla, con frío. Creo que desde ese día ya no me gusta en lo absoluto. El hospital al que fui, donde Marisa trabaja por las mañanas, es un hospital de una orden religiosa, básicamente una maternidad. Esperé entre abuelos y mujeres muy embarazadas a que ella saliera de la cesárea que estaba atendiendo.

En el primer momento de pausa, me bajó a las salas de dilatación. Ahí llevó un ecógrafo y me hizo la misma prueba que me habían hecho el día anterior. Me enseñó el saco de lo que había sido mi bebé, me mostró cómo no tenía corazón y como, de hecho, no era nada. Era lo que médicamente se llama un “huevo muerto retenido”. Había que hacerme el legrado. Cuanto antes, mejor.

Subimos a la planta de ingresos. Una enfermera me llevó después a una habitación espartana, sólo con un crucifijo. Yo no tenía equipaje, no tenía un camisón ni nada con lo cual tumbarme. En el hospital me buscaron uno y me dieron una bata de color azul, de un tejido artificial, que me picó al ponérmelo. Tenía un moño de listón y unos bordados en la parte del frente, como un babero. Era la mezcla perfecta entre el camisón de abuelita y los más horribles vestidos de embarazo que vi en mi vida. Además, tenía un tacto áspero, de demasiadas lavadas. Como las sábanas en los hoteles o – para el caso – en los hospitales.

Me pusieron un dilatador y me dejaron en la habitación. Pidieron al Duque que se quedara conmigo. No hablábamos mucho. Los dos teníamos sueño, teníamos un libro también. No habíamos desayunado nada. A veces yo lloraba y él me tomaba de la mano. La mayor parte del tiempo estábamos en silencio, escuchando el ruido de la calle, de los autos y de una construcción en la acera de enfrente.

En algún momento, un enfermero llegó por mí. Sacaron mi cama y me bajaron. Me bajaron a la sala de partos. Cuando entré, dos mujeres estaban dando a luz. Y luego entraron otras. Durante toda mi estancia ahí, la música de fondo eran los gritos de las mujeres seguidos de los gritos de niños que nacían. De niños que sí habían crecido. Que no eran un “huevo muerto retenido”.

El equipo de la anestesióloga y la médica me rodearon. Me pusieron una vía en la muñeca. Entonces empecé a llorar otra vez. Y no podía pararme. No había llorado tanto desde que había entendido que todas mis angustias de las últimas semanas, la emoción rara del Predictor en rosa, las llamadas telefónicas y los correos habían sido en vano. No estaba embarazada. No había nada más ahí.

Me sentaron y me pusieron la epidural. Revisaron que estuviera bien anestesiada y comenzó el procedimiento. Estaba atontada, pero no dormida. Recuerdo a la médica y a las enfermeras. Recuerdo que hablaban de otra cosa – de qué tipo de Coca-Cola tenía mejor sabor – para disminuir la tensión. Recuerdo que yo les contesté y fueron a tomarme de la mano. Recuerdo que volví a llorar al terminar y la médica me abrazó. Recuerdo escuchar a otro bebé que nacía.

Cerré los ojos. Me subieron de regreso a la habitación y me quedé medio dormida. La anestesia había hecho efecto completo. Yo sentía las piernas pesadas, calientes, como algo extraño a mí. Pasó por ahí el resto de la familia y me dieron motivos para sentirme mejor de los que no quiero acordarme, porque fueron torpes, inútiles, más dolorosos. Contesté varias veces el teléfono. Le pedí al Duque que fuera a comprar boletos en el último tren de la tarde. Quería dormir en Barcelona.

En cuanto pude ponerme de pie, lo hice. Estaban esperando a que fuera un par de veces al baño para poder darme de alta. El baño era del mismo color del quirófano y volví a llorar. Pero había algo que estaba roto y no podía definirlo bien. Simplemente estaba roto. Me vestí en cuanto pude. Pasaban de las seis de la tarde. Moría de hambre y me llevaron la “merienda” del hospital: un café con leche y unas galletas.

Salimos del hospital por nuestro propio pie. Tomamos el metro, que nos llevó a la estación del tren. Pedí al Duque que camináramos un poco por la ciudad, que fuéramos a la tienda enfrente de Catedral donde venden abanicos para comprar uno. Todavía había que comprar los regalos de Navidad y no había podido buscar ninguno. No me llevó la contraria. Fuimos caminando lentamente: compré los abanicos, unos dulces, los medicamentos que me dieron para que me “recuperara”. Insistieron en el hospital que podía embarazarme rápido. En que debía embarazarme rápido. Yo no quería saber. De nada. Mucho menos de eso.

Pedí que entráramos en un Burger King y me comí una hamburguesa y un refresco. No era un antojo. Era hambre simple y llana. Ya no tenía antojos. Junto a mí, en la fila, una adolescente exhibía su barriga de unos siete meses. No estaba del todo contenta. No le serviría de nada saber por lo que había pasado yo. Ni ella me servía a mí. Estábamos en los extremos de una misma realidad, simplemente.

Tomamos el tren a tiempo. Me arremoliné en el asiento y traté de dormir. No pude. Mandé algunos mensajes para decir que estaba bien, hablé con un par de personas, vi la película mal doblada que pasaron en el trayecto. Seguí leyendo mi libro. Cuando llegamos a Barcelona, eran más de las once de la noche. Al final de todo, tenía la sensación de que simplemente había sido una pesadilla larga, muy larga.

Ya sé que los blogs no son necesariamente para escribir estas cosas. No necesariamente confesionales o peor aún, divanes en público. Pero tenía que contarlo. Sacarlo y dejarlo en un sitio en donde me acuerde de él. Y hacer un poco de mutis por el foro. Doña Paz Vega dice que debería haber hospitales especiales para que los niños nazcan, porque es ilógico que lo hagan donde muere tanta gente. Yo quisiera que hubiera sitios aislados del ruido y no recordar más aquellos azulejos azules, las batas blancas, los gritos de madres e hijos, la sensación de mis piernas dormidas y la certeza de que donde hubo algo, no había nada.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Querida Cinthya: Sé que las palabras no sirven de nada, pero como estás tan lejos por lo menos déjame escribirte que lo siento mucho, que me hubiera gustado estar ahí a tu lado, en silencio... Te mando un gran abrazo con todo mi cariño, Eugenia.

VerdeCronopio dijo...

Besos y abrazos tapatios.

No mando rosas, solo hilos y un poco de pimienta.

Aca estoy.

.Incannus (José Hipólito) dijo...

Querida amiga, recibe mi respetuoso silencio y que te sirva como apoyo, almohada y muro cada vez que lo necesites. También recibe el cariño que siempre te he tenido para cuando quieras andar de nuevo por el mundo.

AC Uribe dijo...

Gracias por estar. Entonces y ahora. Se les quiere un montón.