Atrapados en el piso 52
"Acabamos de estar en el sueño húmedo de todo hombre", dijeron Fer y Cassandra, muertas de risa. "Encerradas en un baño, con diez edecanes en calzones - y calzones chiquitos -, atoradas en el piso 52. Fantasía sexual plena". Esta es la historia de una fiesta muy bonita, llena de gente bonita, con un final un poco chistoso.
Nueve de la noche. Después de disfrutar mucho la inauguración de "Moda Italiana" en el Museo Franz Mayer, emprendimos la graciosa huida Marce, Flavio y yo con una invitación solamente para ir a una fiesta en el piso 52 de la Torre Mayor, la presentación de un producto de alta tecnología. A mí lo que más me emocionaba era la perspectiva de subirme al último piso del edificio más alto de la ciudad, la posibilidad de ver en vivo una vez más a Lost Acapulco (son el soundtrack de noches muy divertidas) y sí, porqué no, irme de fiesta en jueves.
El edificio es imponente por su dimensión y su clima. Como que busca ser - con disculpas a mi francés - absolutamente mamón. Tiendas muy pretenciosas, gente muy pretenciosa y una fiesta llena de gente VIP o VIPs wannabes (as us, maybe). El ruido era un poco ensordecedor. La vista, inmejorable. Cuando ví a los tres enmascarados y al Warpig a punto de comenzar a tocar, me dió la emoción absoluta. La hora (aprox.) de concierto privada fue divertidísima. Yo no podía evitar brincar y bailar a pesar de que los zapatos y el atuendo españolizado que traía no me permitían desplazarme mucho. Lo cierto es que a mi alrededor, muchos yuppies en traje sólo sonreían incómodos ante las letras (el encore de "Cojamos ya", por ejemplo) y no sabían si reírse o no de los que decidimos reir y bailar. Mucho y muy feliz.
Después comimos sushi, escuchamos las mezclas impecables de Fat Naked Lady, etc. En resumen, el evento era un éxito. A eso de las once, mientras platicábamos el Duque, Edmundo, Shorsh y yo, vimos correr a unos policías detrás de nosotros. Entra entonces en acción la teoría del rumor: "Es que un tipo se salió a la terraza y está asomado". Bueno, dijimos. Pobre intentona de suicidio. "No, es que se están madreando allá atrás", dijo otro. Todos volteamos a buscar a alguien afecto a los ojos morados y, cuando lo vimos cerca, nos tranquilizamos. Pero no. En realidad lo que había pasado es que alguien o algo había descompuesto los elevadores.
52 pisos. Eran 52 pisos los que nos separaban del suelo. Angustiada, la coordinadora del evento nos pidió que no nos fuéramos, que dejáramos de arremolinarnos frente a los elevadores como las decenas de finísimos VIPs que se aventaban con más fruición que trabajadores de la SEDESOL a las 9:10 de la mañana en los elevadores de este sacrosanto recinto en el que trabajo. "¡Me estás retiendo contra mi voluntad!", gritaba enloquecido uno de los representantes de lo más fino de la sociedad. Mientras veía a N. tratar de contenerlo, no pude evitar pensar lo bueno que sería invitarlo a que se bajara en caída libre - y sin paracaídas ni soporte - desde la terraza.
Total. "Decidimos" quedarnos y seguir muertos de risa en lo que se arreglaba el percance. Y pasó una hora. Y dos. Y tres. Era divertido, pero dejó de serlo cuando nos comenzaron a lastimar mucho los zapatos (claro, hablo por mí), se acabó el alcohol y el sushi y la música bajó su beat. A eso de la una de la mañana, decidimos que ya era momento de bajar. En grupo, caminamos hacia los elevadores que subían con una lentitud proverbial. Demasiado lento. Demasiado encierro. Demasiado.
La perspectiva era sencilla: te esperas y te bajas en un elevador con la posibilidad de quedarte atorado durante horas o respiras profundo y comienzas a bajar los 52 pisos que te separan de la bendita tierra. Déjamos que se fuera un primer contingente. Mis pies adoloridos le causaban demasiados remordimientos al Duque. Finalmente lo convencí después de hacer un cálculo rápido ("mmm... 20 escalones por 50 pisos... pues como mil escalones", dije. "Yo hacía mil escalones en la escaladora", dijo él. Correcto. Con lo que no contamos es que eso sucedía hace más de tres años...) Comenzamos a bajar.
No solamente es cruel que todos los letreros en cada piso digan "LXX, Faltan XX pisos para llegar a Planta Baja" (substituya la X con el número correspondiente). Algún sádico decidió poner letreritos de escalones, más o menos de cien en cien. El primero rezaba "1260".
Bajábamos. A nuestro ritmo. Despacio. Vimos cómo muchos habían dejado su trago en el camino y otros más, quizá desesperados o francamente borrachos, habían decidido romper las cajas de las mangueras de emergencia en caso de incendios. Vidrios en el suelo. Manchas deslavadas de sangre en las paredes (dedos cortados, aparentemente). Policías con Walkie Talkies. Uno de ellos muy amable. Tan amable que nos dió información que no sé si queríamos saber: "Buenas noches. Por favor, tengan cuidado cuando pasen frente a las mangueras. Las abrieron y todavía queda un poco de presión de agua, así que podrían agitarse y lanzar pedazos de vidrio". Qué bonito. Además de estar bajando con la sensación de claustrofobia que nos recordaba inmediatamente al asunto aquel de las torres gemelas, ya teníamos también un peligro real al cual huirle.
A eso del piso 20 nos empezaron a temblar las piernas. Pero firmes. Seguimos al mismo ritmo. Cuando llegamos al piso 10 me dije: "Paciencia. Es como si estuviéramos bajando las escaleras de la oficina". Fueron los 10 pisos más largos de la historia, incluyendo laberintos incomprensibles que podrían ser peligrosos en una verdadera situación de emergencia. Aunque el auto estaba en el piso 2, hubo que bajar hasta el nivel de calle para pagar el boleto de estacionamiento. El horror.
Cuando llegamos a abordar la imparable Alien, estábamos tan acalorados que abrimos las ventanas. Salimos del edificio esquivando a algunos borrachos y llegamos a casa de la misma manera. Ya ahí, (eran pasadas las tres de la mañana), no podíamos dormirnos entre la adrenalina del descenso y las bebidas energéticas.
Y esa es la historia de subir a una fiesta en el último piso de la torre más alta de la Ciudad de México. Por si no tuviéramos suficientes historias bizarras.
30.4.04
23.4.04
Remodelación
Pregunta: ¿Alguien me puede decir donde encontrar más templates gratuitos para los blogs? No me gustan los que están.
Saliendo del letargo
Después de nuestro encuentro con Maruja pasaron docemilquinientas cosas. Entre ellas que yo no me pude recuperar de llegar de Europa y dejé de escribir por placer para enrolarme en un divertidísimo caos de reportes, planeaciones y emergencias de comunicación. Cosas de por sí tristes.
Como cientos de miles de personas, ahora vivo en una ciudad tomada. Abajo de edificio hoy no hay campesinos, pero sí máquinas que perforan, destrozan, rompen, arman pisos sin cesar. Reforma es una sucursal de la guerra. ¿Se acuerdan de aquella película buenísima Wag The Dog con Dustin Hoffman? Pues así. Es como si el Peje de Gobierno hubiera decidido crearse un surrealista escenario de caos para denunciar - cual soberano en decadencia - que hay un complot en contra suya.
(Y aquí el único comentario válido es el que haría mi querido James: Se busca desesperadamente a alguien a quien le importe)
Hay algo en la confusión cotidiana que acaba por volverse aburrido. Durante la mañana una idea me parece brillante y conforme pasa la tarde va perdiendo todo color. Incluso pierde las ganas de ser discutida o planteada. Más cuando se lo cuentas a alguien y te dice: "Ah. Eso. Pues no estás descubriendo el hilo negro. Además, no funciona".
Lentitud. Lentitud. Lentitud. Ah, Kundera, Kundera donde estás que no te ¿vea?.
(Definitivamente en el ácido. Tantas horas de masticar chicle deben haber afectado alguna de mis neuronas)
Hoy tuvieron que hacerle un tratamiento intensivo a mi computadora por virus y borraron todas mis ligas de favoritos. Habrá que recuperarlas.
Mañana es Día del Libro. Y tú... ¿qué le vas a regalar?
Después de nuestro encuentro con Maruja pasaron docemilquinientas cosas. Entre ellas que yo no me pude recuperar de llegar de Europa y dejé de escribir por placer para enrolarme en un divertidísimo caos de reportes, planeaciones y emergencias de comunicación. Cosas de por sí tristes.
Como cientos de miles de personas, ahora vivo en una ciudad tomada. Abajo de edificio hoy no hay campesinos, pero sí máquinas que perforan, destrozan, rompen, arman pisos sin cesar. Reforma es una sucursal de la guerra. ¿Se acuerdan de aquella película buenísima Wag The Dog con Dustin Hoffman? Pues así. Es como si el Peje de Gobierno hubiera decidido crearse un surrealista escenario de caos para denunciar - cual soberano en decadencia - que hay un complot en contra suya.
(Y aquí el único comentario válido es el que haría mi querido James: Se busca desesperadamente a alguien a quien le importe)
Hay algo en la confusión cotidiana que acaba por volverse aburrido. Durante la mañana una idea me parece brillante y conforme pasa la tarde va perdiendo todo color. Incluso pierde las ganas de ser discutida o planteada. Más cuando se lo cuentas a alguien y te dice: "Ah. Eso. Pues no estás descubriendo el hilo negro. Además, no funciona".
Lentitud. Lentitud. Lentitud. Ah, Kundera, Kundera donde estás que no te ¿vea?.
(Definitivamente en el ácido. Tantas horas de masticar chicle deben haber afectado alguna de mis neuronas)
Hoy tuvieron que hacerle un tratamiento intensivo a mi computadora por virus y borraron todas mis ligas de favoritos. Habrá que recuperarlas.
Mañana es Día del Libro. Y tú... ¿qué le vas a regalar?
1.4.04
Primera noche en Madrid - El Metro
Tarde, 13 de marzo. Recorrimos Barajas asombrados por la falta absoluta de controles: nadie nos pidió los boletos que identificaban a nuestras maletas, ni identificación, ni nada. Supongo que la fila enorme que hicimos en el Charles De Gaulle y la mala cara del oficial de migración en París habían pagado algo. Llegamos al metro, compramos un boleto por diez viajes y saqué la hoja donde había impreso los datos de la reserva (así se dice allá, porque "reservación" - me explicaron - es un anglicismo tomado de "reservation") del hotel. Según los datos, teníamos que bajar en la estación Parque de las Avenidas.
Primero subimos a la pulcrísima estación Aeropuerto en la línea 8. Una de las recomendaciones más constantes que escuché desde México fue: "tengan mucho cuidado en el metro de Madrid". Demás está decir que subimos paranoicos, acompañados de decenas de madrileños paranoicos por las recientes explosiones. Después de dos cambios de línea, llegamos. Parque de las Avenidas resultó ser mucho más sucia que la estación Barajas. Salimos del metro y nos dimos cuenta que en el mapa de barrio (que, por cierto, sólo estaba por fuera) no aparecía ninguna de las calles referenciadas sobre el hotel. Miedo.
Preguntamos en la taquilla y nos dijeron que entráramos una vez más, que en realidad nuestra parada era la próxima. Otro paseo en el metro de 1.10 euros. Mucho más corto. En la siguiente estación quisimos revisar antes que estuviéramos cerca, pero resultó que el mapa de nuevo estaba a afuera. Preguntamos a algunos transeúntes. Entonces se acercó Maruja.
Maruja era una española bajita, de andar y hablar afectado, casi andaluz. Tomó con su mano regordeta mi mapa y comenzó a darme instrucciones que se concatenaban mientras agitaba violentamente su melena rubia. El Duque la miraba con horror. Yo, con respeto. La mujer era sumamente amable y conocía el barrio, pero estaba tan nerviosa que sólo acertaba a darme una referencia sobre otra. Medio le entendí.
Al final, me preguntó que de dónde veníamos. Le dijimos que de México. Comenzó entonces a hablar de su hermana, que se llama Guadalupe y que celebra mejor con los mexicanos que con los españoles. El Duque ya estaba nervioso. Yo le agradecí y salimos caminando. Era casi imposible recordar, pero me fui siguiendo sus menciones de marcas. "Y cuando llegues a la esquina, te acuerdas, me dijo Maruja que la esquina cruzara". Y cruzamos. Caminamos hasta el tanatorio - ahora sé que así se llaman las capillas de velación en España. Enfrente, estaba el hotel. Agradecí tanto a Maruja que casi deseé regresar a abrazarla.
Tarde, 13 de marzo. Recorrimos Barajas asombrados por la falta absoluta de controles: nadie nos pidió los boletos que identificaban a nuestras maletas, ni identificación, ni nada. Supongo que la fila enorme que hicimos en el Charles De Gaulle y la mala cara del oficial de migración en París habían pagado algo. Llegamos al metro, compramos un boleto por diez viajes y saqué la hoja donde había impreso los datos de la reserva (así se dice allá, porque "reservación" - me explicaron - es un anglicismo tomado de "reservation") del hotel. Según los datos, teníamos que bajar en la estación Parque de las Avenidas.
Primero subimos a la pulcrísima estación Aeropuerto en la línea 8. Una de las recomendaciones más constantes que escuché desde México fue: "tengan mucho cuidado en el metro de Madrid". Demás está decir que subimos paranoicos, acompañados de decenas de madrileños paranoicos por las recientes explosiones. Después de dos cambios de línea, llegamos. Parque de las Avenidas resultó ser mucho más sucia que la estación Barajas. Salimos del metro y nos dimos cuenta que en el mapa de barrio (que, por cierto, sólo estaba por fuera) no aparecía ninguna de las calles referenciadas sobre el hotel. Miedo.
Preguntamos en la taquilla y nos dijeron que entráramos una vez más, que en realidad nuestra parada era la próxima. Otro paseo en el metro de 1.10 euros. Mucho más corto. En la siguiente estación quisimos revisar antes que estuviéramos cerca, pero resultó que el mapa de nuevo estaba a afuera. Preguntamos a algunos transeúntes. Entonces se acercó Maruja.
Maruja era una española bajita, de andar y hablar afectado, casi andaluz. Tomó con su mano regordeta mi mapa y comenzó a darme instrucciones que se concatenaban mientras agitaba violentamente su melena rubia. El Duque la miraba con horror. Yo, con respeto. La mujer era sumamente amable y conocía el barrio, pero estaba tan nerviosa que sólo acertaba a darme una referencia sobre otra. Medio le entendí.
Al final, me preguntó que de dónde veníamos. Le dijimos que de México. Comenzó entonces a hablar de su hermana, que se llama Guadalupe y que celebra mejor con los mexicanos que con los españoles. El Duque ya estaba nervioso. Yo le agradecí y salimos caminando. Era casi imposible recordar, pero me fui siguiendo sus menciones de marcas. "Y cuando llegues a la esquina, te acuerdas, me dijo Maruja que la esquina cruzara". Y cruzamos. Caminamos hasta el tanatorio - ahora sé que así se llaman las capillas de velación en España. Enfrente, estaba el hotel. Agradecí tanto a Maruja que casi deseé regresar a abrazarla.
Noche sobre un avión
Viernes 12 de marzo. Cuando comencé a estudiar francés como tercer idioma, mucha gente me decía que los franceses eran personas difíciles. Es cierto que Claire, mi primera instructora, no era precisamente una perita en dulce, pero presumí que se trataba a su desagrado perpetuo por estar en México. Bueno pues no. Sí tienen cara de fuchi permanente. Por lo menos, los sobrecargos que trabajan en la aerolínea más importante de ese país.
Viajamos hacia Europa en un Boeing 747. El avión es tan grande, que me tocó la plaza 47. Enorme. Yo, la verdad, esperaba que fuera mucho, mucho más bonito. Es grande, sí, pero el pitch – nombre fresa para el espacio entre asientos – es menor que el de un ADO. Un poco incómodo para hacer viajes de más de doce horas.
El primer problema fue el abordaje. Entre una cierta desorganización del personal, las fallas de energía eléctrica del aeropuerto del DF y los viajeros que quieren-pasar-primero a como dé lugar, la sala 27 estaba convertida en el reino del caos. Sentada en un sillón, intenté destrabar mi cámara que no recorría el carrete. Estaba molesta, porque a medio día en lugar de ir a comer fui a comprar baterías y media docena de rollos de película. En el momento es que anunciaron que mi fila podía abordar, cedió el carrete. Completamente. Lo había roto.
Antes de subir al túnel de abordaje, me hicieron abrir de nuevo mi mochila. Un policía malencarado me hizo dejarle un fijador que ya me habían dicho que sí podía pasar en dos filtros anteriores. Me enojé, mucho.
Durante el vuelo, los sobrecargos no me permitieron intentar comunicarme en mi francés mocho. Simplemente, no tenían ganas de esforzarse. Preferían hablarme en su inglés extraño. Me sentí mal, y entonces el Duque me dijo algo que me curó de todos los males: “¿Ves a la sobrecargo rubia? Tiene la cara prototípica de la francesa: perdonándote la vida, condescendiente por tu falta de cultura y belleza. Así, convencida de que el mundo le debe reverencia”.
Fue un buen diagnóstico. Todos los franceses que conocí en el vuelo fueron exactamente iguales. Pude preguntar algo en francés y me entendieron, y con eso tuve suficiente. Bajamos en el aeropuerto Charles de Gaulle y corrimos de un lado al otro para pasar por migración y alcanzar nuestra conexión a Madrid. Seguimos durmiendo. Sentí un enorme alivio al dejar atrás el avión francés y saber que, hasta por lo menos una semana más, no tendría que tratar con más franceses.
Viernes 12 de marzo. Cuando comencé a estudiar francés como tercer idioma, mucha gente me decía que los franceses eran personas difíciles. Es cierto que Claire, mi primera instructora, no era precisamente una perita en dulce, pero presumí que se trataba a su desagrado perpetuo por estar en México. Bueno pues no. Sí tienen cara de fuchi permanente. Por lo menos, los sobrecargos que trabajan en la aerolínea más importante de ese país.
Viajamos hacia Europa en un Boeing 747. El avión es tan grande, que me tocó la plaza 47. Enorme. Yo, la verdad, esperaba que fuera mucho, mucho más bonito. Es grande, sí, pero el pitch – nombre fresa para el espacio entre asientos – es menor que el de un ADO. Un poco incómodo para hacer viajes de más de doce horas.
El primer problema fue el abordaje. Entre una cierta desorganización del personal, las fallas de energía eléctrica del aeropuerto del DF y los viajeros que quieren-pasar-primero a como dé lugar, la sala 27 estaba convertida en el reino del caos. Sentada en un sillón, intenté destrabar mi cámara que no recorría el carrete. Estaba molesta, porque a medio día en lugar de ir a comer fui a comprar baterías y media docena de rollos de película. En el momento es que anunciaron que mi fila podía abordar, cedió el carrete. Completamente. Lo había roto.
Antes de subir al túnel de abordaje, me hicieron abrir de nuevo mi mochila. Un policía malencarado me hizo dejarle un fijador que ya me habían dicho que sí podía pasar en dos filtros anteriores. Me enojé, mucho.
Durante el vuelo, los sobrecargos no me permitieron intentar comunicarme en mi francés mocho. Simplemente, no tenían ganas de esforzarse. Preferían hablarme en su inglés extraño. Me sentí mal, y entonces el Duque me dijo algo que me curó de todos los males: “¿Ves a la sobrecargo rubia? Tiene la cara prototípica de la francesa: perdonándote la vida, condescendiente por tu falta de cultura y belleza. Así, convencida de que el mundo le debe reverencia”.
Fue un buen diagnóstico. Todos los franceses que conocí en el vuelo fueron exactamente iguales. Pude preguntar algo en francés y me entendieron, y con eso tuve suficiente. Bajamos en el aeropuerto Charles de Gaulle y corrimos de un lado al otro para pasar por migración y alcanzar nuestra conexión a Madrid. Seguimos durmiendo. Sentí un enorme alivio al dejar atrás el avión francés y saber que, hasta por lo menos una semana más, no tendría que tratar con más franceses.
Poquito a poco
Siempre que me pongo a hacer narraciones mínimas de mis viajes, acabo debiéndole a mucha gente. Al llegar a la oficina, por supuesto, me recibieron dos semanas de retraso en correos electrónicos, reportes y demás. Cansado.
Sin embargo, prometo que poquito a poco se verán las narraciones. Hasta ahora, el primer día y medio, para que no se nos olvide.
Siempre que me pongo a hacer narraciones mínimas de mis viajes, acabo debiéndole a mucha gente. Al llegar a la oficina, por supuesto, me recibieron dos semanas de retraso en correos electrónicos, reportes y demás. Cansado.
Sin embargo, prometo que poquito a poco se verán las narraciones. Hasta ahora, el primer día y medio, para que no se nos olvide.
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