Era esa hora poco después de la medianoche en la que quedan pocos autobuses de los que vienen del aeropuerto. Hace frío y, a pesar de ello, hay dos o tres figuras que se asoman, expectantes, a las ventanas de los autobuses que se acercan. Por alguna razón - quizá por logística - no se asoman a las puertas de vidrio tintado del aeropuerto. Pero esta es la segunda bienvenida, el segundo sitio donde ver a aquellos que vienen de lejos.
Demasiado llena de música, caminé hasta ahí. Decidí camuflarme entre los que esperaban, a ver si - por arte de magia - llegaba algo para mi. Vi cómo un chico rubio abrazó a una pelirroja a la que hizo saltar por los aires. Vi cómo los turistas leían sin entender los letreros que decían que ya no había más autobuses hasta mañana a las seis de la mañana. Vi cómo una chica, en tacones, no se podía soltar de un chico recién bajado del autobús, que a su vez no quitaba la mano (o la vista) de su maleta en el suelo.
Espié, como si no conociera el fenómeno. Como si no estuviese acostumbrada a esa cabalgata de caballos que comienzan en la parte de abajo del estómago y comienzan a subir por el cuerpo y el cuello mientras intentas reconocer una maleta, una postura, una barba, un gorro, un abrigo, un olor.
Los últimos dos autobuses venían repletos de gente harta de esperar. Casi todos los que esperaban - como yo - encontraron a quien abrazar, a quien darle la bienvenida y con quien comenzar a hacer planes. Sólo una chica de abrigo marrón se quedó esperando hasta que bajó el último de los pasajeros. La ví asomarse, esperar, mandar un par de mensajes en su teléfono. La ví cómo se encogía de hombros, se daba la vuelta y comenzaba a caminar hacia las calles iluminadas de navidad. La ví, en fin, irse.
Cuando se perdió en el horizonte, caminé yo también. Al llegar a casa, seguía llena de música. Las esperas a veces se terminan de la forma menos esperada posible.
30.11.13
20.11.13
Acompañada
La maleta me mira desde la cama. No sé si es muy grande - podría serlo. Siempre, siempre, siempre dudo. Incluso después de tantas idas y vueltas. Saqué y metí cosas. Temo al frío, a la lluvia. Saqué dos libros - no los necesito. Sólo uno. Y me siento a escribir cuando lo que debería hacer es irme.
Pero necesito hacer algo: contar que lo que no saco de la maleta es a ella. La llevo conmigo. Hace ocho años - tantos y tan poquitos - por primera vez comencé el primer viaje hacia Venecia pensando que la vería ahí. Nos encontramos y, de su mano, recorrí la Biennale, entendí algunos recovecos del arte moderno y pasee por otros sin querer entenderlos. Me acuerdo de haberme reido mucho, llorado un poco, de haber estado con ella. Me acuerdo que nos prometimos intentar volver siempre, cada dos años.
Hoy, Corinne no viene conmigo. Pero yo me voy por las dos a alcanzar por los pelos la Biennale. Dejo aquí un montón de exámenes por calificar, clases por preparar, páginas de tesis por escribir - sin contar un millón de preguntas sobre quién soy, a dónde voy y esas cosas. Pero por un par de días, eso no importa. Por un par de días, me voy acompañada de mi amiga a ver, explorar, aprender.
No me pasa sólo con Corinne. A veces, cuando muero de ganas de unas patatas bravas y me voy y me siento con un libro en la esquina de Tallers y Valdonzella, sé que Esther está ahí, hablándome suavecito, riéndose conmigo. Dándole la vuelta a un millón de cosas y luego volviendo al centro, al mundo, a este mundo.
Así, todos los días. Así en el súper con mi madre, conectando aparatos electrónicos con mi padre, en los paseos con mis hermanos, en el frente marítimo con esas personas a las que aún quiero. Y todos esos, los que leen, saben que me acompañan. Saben cuándo. Y dónde. Y que les estoy, por esa y todas las compañías, muy agradecida.
Pero necesito hacer algo: contar que lo que no saco de la maleta es a ella. La llevo conmigo. Hace ocho años - tantos y tan poquitos - por primera vez comencé el primer viaje hacia Venecia pensando que la vería ahí. Nos encontramos y, de su mano, recorrí la Biennale, entendí algunos recovecos del arte moderno y pasee por otros sin querer entenderlos. Me acuerdo de haberme reido mucho, llorado un poco, de haber estado con ella. Me acuerdo que nos prometimos intentar volver siempre, cada dos años.
Hoy, Corinne no viene conmigo. Pero yo me voy por las dos a alcanzar por los pelos la Biennale. Dejo aquí un montón de exámenes por calificar, clases por preparar, páginas de tesis por escribir - sin contar un millón de preguntas sobre quién soy, a dónde voy y esas cosas. Pero por un par de días, eso no importa. Por un par de días, me voy acompañada de mi amiga a ver, explorar, aprender.
No me pasa sólo con Corinne. A veces, cuando muero de ganas de unas patatas bravas y me voy y me siento con un libro en la esquina de Tallers y Valdonzella, sé que Esther está ahí, hablándome suavecito, riéndose conmigo. Dándole la vuelta a un millón de cosas y luego volviendo al centro, al mundo, a este mundo.
Así, todos los días. Así en el súper con mi madre, conectando aparatos electrónicos con mi padre, en los paseos con mis hermanos, en el frente marítimo con esas personas a las que aún quiero. Y todos esos, los que leen, saben que me acompañan. Saben cuándo. Y dónde. Y que les estoy, por esa y todas las compañías, muy agradecida.
9.11.13
Crujidos
Hay demasiado ruido en la ciudad. En los bosques, en los lagos, en los aviones, en los viajes, en las idas y los regresos. Hay ruido natural y ruido creado: recuerdo a Manuel contándome con extrañeza de los montañeros que se suben a los picos con música a todo volumen. Hablaba de la gente que pone ruido hasta en los lugares más silenciosos con tal de no escucharse.
Uno piensa de si que no es así: que sí se escucha, que sabe encontrar esos sonidos y consecuencias de si mismo. Uno piensa de si mismo que cuando se ve en el espejo se reconoce. Pero descubre con horror que, cuando le hacen un retrato, le parece otra persona. Que sólo cuando alguien le reclama algo por enésima vez es cuando se da cuenta que sí: que deja las puertas de cocina abierta, que es un desorden arreglando los zapatos en el armario, que a veces cuando está sola hace ruidos al comer y al beber.
Pero un día, con o sin intercesión de terceros, estás ahí y lo escuchas. No es que se haya hecho el suficiente silencio: es que has parado un minuto y has sentido cómo tu pulmón te dice que necesitas descansar. Has sentido cómo todo tu cuerpo te pide que cierres los oídos, cruces la calle y vayas hacia otro lado. Es tu cuerpo el que te grita, ese pulmón. Específicamente el del lado derecho.
Y lo escuchas, lo sientes cómo se llena de aire con dificultad. Lentamente vacíandose. Y mientras lo escuchas, mientras caminas entre la gente, mientras se te escapan unas lágrimas de esfuerzo de escucharte sientes un crujido. A la mitad del pecho, justo ahí donde te golpea el amuleto que tienes para espantar la mala suerte, tu pecho cruje.
Sí. Está roto. Se rompió. Ya estaba resquebrajado desde hace meses y ahora, de golpe, tu cuerpo te dice que basta. Que está roto. Y necesita reparación.
Te repliegas a casa. Te buscas en el espejo: ahí la cicatriz junto a la nariz, las tres canas, las patas de gallo incipientes y las definitivas líneas que tienes en la frente de tanto fruncir el entrecejo. Ahí, los ojos enrojecidos. Las lágrimas que cuelgan con dificultad de las pestañas. Las pestañas que a veces, cuando te tallas los ojos para dormirte, quedan en tu almohada.
Crujiste. Lo sabes. No es que te duela menos - es simplemente que ya sabes que se rompió. No puedes buscar otro - pero quizá puedas recomponerlo. Quizá, sólo quizá, hayas aprendido a escucharte. A no llevar música a las montañas, o a tus duelos. Y ahí está el camino que te regresará al espejo en donde también estás.
Uno piensa de si que no es así: que sí se escucha, que sabe encontrar esos sonidos y consecuencias de si mismo. Uno piensa de si mismo que cuando se ve en el espejo se reconoce. Pero descubre con horror que, cuando le hacen un retrato, le parece otra persona. Que sólo cuando alguien le reclama algo por enésima vez es cuando se da cuenta que sí: que deja las puertas de cocina abierta, que es un desorden arreglando los zapatos en el armario, que a veces cuando está sola hace ruidos al comer y al beber.
Pero un día, con o sin intercesión de terceros, estás ahí y lo escuchas. No es que se haya hecho el suficiente silencio: es que has parado un minuto y has sentido cómo tu pulmón te dice que necesitas descansar. Has sentido cómo todo tu cuerpo te pide que cierres los oídos, cruces la calle y vayas hacia otro lado. Es tu cuerpo el que te grita, ese pulmón. Específicamente el del lado derecho.
Y lo escuchas, lo sientes cómo se llena de aire con dificultad. Lentamente vacíandose. Y mientras lo escuchas, mientras caminas entre la gente, mientras se te escapan unas lágrimas de esfuerzo de escucharte sientes un crujido. A la mitad del pecho, justo ahí donde te golpea el amuleto que tienes para espantar la mala suerte, tu pecho cruje.
Sí. Está roto. Se rompió. Ya estaba resquebrajado desde hace meses y ahora, de golpe, tu cuerpo te dice que basta. Que está roto. Y necesita reparación.
Te repliegas a casa. Te buscas en el espejo: ahí la cicatriz junto a la nariz, las tres canas, las patas de gallo incipientes y las definitivas líneas que tienes en la frente de tanto fruncir el entrecejo. Ahí, los ojos enrojecidos. Las lágrimas que cuelgan con dificultad de las pestañas. Las pestañas que a veces, cuando te tallas los ojos para dormirte, quedan en tu almohada.
Crujiste. Lo sabes. No es que te duela menos - es simplemente que ya sabes que se rompió. No puedes buscar otro - pero quizá puedas recomponerlo. Quizá, sólo quizá, hayas aprendido a escucharte. A no llevar música a las montañas, o a tus duelos. Y ahí está el camino que te regresará al espejo en donde también estás.
7.11.13
Alguien más
Sobre mi escritorio, hay un libro con mi nombre en la portada. No es mío solamente: es una antología de textos sobre la crisis. Pero ahí, en la portada y entre las páginas, está mi nombre completo. Con todas sus letras. Con todos mis apellidos. No sé si quiero verlo - al abrirlo y comenzar a leer me dí cuenta que no sé si me reconozco. O sí, pero no sé si me gusto. De hecho, encuentro el texto poco interesante, mal escrito, soso. Y es, un libro, esa cosa tan definitiva. Tan completa.
Toda la tarde he estado en casa como león enjaulado. Mirando otras páginas, otras webs. Buscando a alguien más. Porque soy yo, sí, pero tampoco soy yo. Porque es jueves pero podría ser lunes. Porque es noviembre pero podría ser mayo. Porque han pasado tantos años y tan pocos.
Hay cosas que te pasas la vida esperando que te pasen: el día que suceden, no sabes cómo vivirlas. El día que suceden, te gustaría celebrarlas pero no te sale. Te sale quejarte en tu bitácora electrónica y callarte la boca en las redes (mentira, porque esto se extiende por ahí). Y luego tienes la tentación de borrar lo que escribes y seguir en tu desazón, escuchando las risas en la calle afuera de casa, mirando los libros desperdigados por el escritorio y la cama. Tanto que leer. Tanto que hacer. Tanto en lo que invertir. Todo eso. Y tú aquí, lloriqueando de todo y de nada.
Miro el libro y ver mi nombre entre un montón de otros no me hace sentir que está acompañado. Sé que no lo está. Y junto con mi nombre, me siento un poco rodeada pero sola. Es injusto: sé que habrá quien lea estas líneas y se preocupará y buscará consolarme. Y también sé que quien yo secretamente deseo que las lea no lo hará... porque la vida es así. Porque algunos humanos a veces insistimos en subirnos en montañas rusas que sabemos que nos causarán mareo y vómitos y daño. Pero volvemos. For the fucking thrill of the ride.
Uno no escribe sólo para uno. Escribe también para los otros. O en realidad es para uno, pensando en ese alguien más que duerme en nuestro lugar en la cama y a veces, sólo a veces, siente que hay algo que no termina de encajar. Como su cara, sus ojos o las lágrimas que suelen cambiar el sabor de las tazas de té. Ese otro yo ahí, con ese abrigo rojo, atrás del aparador.
Toda la tarde he estado en casa como león enjaulado. Mirando otras páginas, otras webs. Buscando a alguien más. Porque soy yo, sí, pero tampoco soy yo. Porque es jueves pero podría ser lunes. Porque es noviembre pero podría ser mayo. Porque han pasado tantos años y tan pocos.
Hay cosas que te pasas la vida esperando que te pasen: el día que suceden, no sabes cómo vivirlas. El día que suceden, te gustaría celebrarlas pero no te sale. Te sale quejarte en tu bitácora electrónica y callarte la boca en las redes (mentira, porque esto se extiende por ahí). Y luego tienes la tentación de borrar lo que escribes y seguir en tu desazón, escuchando las risas en la calle afuera de casa, mirando los libros desperdigados por el escritorio y la cama. Tanto que leer. Tanto que hacer. Tanto en lo que invertir. Todo eso. Y tú aquí, lloriqueando de todo y de nada.
Miro el libro y ver mi nombre entre un montón de otros no me hace sentir que está acompañado. Sé que no lo está. Y junto con mi nombre, me siento un poco rodeada pero sola. Es injusto: sé que habrá quien lea estas líneas y se preocupará y buscará consolarme. Y también sé que quien yo secretamente deseo que las lea no lo hará... porque la vida es así. Porque algunos humanos a veces insistimos en subirnos en montañas rusas que sabemos que nos causarán mareo y vómitos y daño. Pero volvemos. For the fucking thrill of the ride.
Uno no escribe sólo para uno. Escribe también para los otros. O en realidad es para uno, pensando en ese alguien más que duerme en nuestro lugar en la cama y a veces, sólo a veces, siente que hay algo que no termina de encajar. Como su cara, sus ojos o las lágrimas que suelen cambiar el sabor de las tazas de té. Ese otro yo ahí, con ese abrigo rojo, atrás del aparador.
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