Esta noche, Barcelona vive hundida en el fuego. Desde las habitaciones de esta que es mi casa en cuenta atrás, escucho los fuegos artificiales que escupen ruido - hacia el mar y hacia la montaña. Algunos incluso demasiado cerca... con el silbido indistinto de la detonación cercana.
Me gusta esta esquizofrenia. Durante la cena, en la terraza de alguien más, hablábamos de la crisis. ¿Cuál crisis si el cielo se cruza de estrellas fugaces de colores? ¿Cuál cuando la gente sigue teniendo energía de felicitarse, de esperar a uno y otro lado de la calle y gritar buenos augurios?
Antes de que se haga más tarde, debo levantarme y encender una vela. De eso se trata la noche de San Juan: de encender fuegos que quemen antiguas cargas, que cautericen las viejas heridas. Por lo menos eso dicen las hogueras a lo largo de todo el litoral mediterráneo.
En cuanto a mí, sigo en mi estado común: agradecida. Imposible saber qué viene. Imposible, también, imaginarlo como algo malo. Hoy, esta noche, nada es malo. Todo bajo fuego, todo consumido, todo en esperanza de un mundo, una vida, un trabajo, un beso, un orgasmo, un suspiro, una comida, un viaje, una certeza mejor.
El mejor augurio es este: un cielo estrellado compartido a pesar de la distancia.
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