Es algo así como "avienta la piedra y esconde la mano". Nunca como en el mes de las elecciones hay que ser políticamente correcto o tener una tendencia especial a la concordia. A no querer hacer enojar a nadie. A que las cosas que hicimos, que rebotaron a algunos, desaparezcan. A ver si se olvidan.
Salí de Barcelona pocos días antes de que llegara el Papa y regresé el día después de que se marchara. Por buena suerte o casi por error, alcancé a ver los cientos de banderolas que pendían dándole a Benet XVI la bienvenida a Cataluña y a Barcelona. En el último mes había vivido las discusiones sobre si era o no bienvenido el señor jefe de estado del Vaticano. Y había sido tema de debate político.
El lunes, a las 20h30, me topé con una cuadrilla de chicos que en diez minutos dejaron Plaza Urquinaona vacía de banderolas blanco-amarillas. Sonreí, porque a su lado había otras banderolas más viejas, de eventos que habían terminado hacia un par de semanas y eran objetivamente más necesarias de remover pero políticamente menos peligrosas. Pensé, mientras veía a un chico correr de un lado a otro de la calle con las famosas banderolas, que todos necesitamos un pequeño empujón para limpiar la casa con rapidez.
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