Debo confesar que quizá sea un poco mi culpa. Tantas ganas de buen tiempo, de verano, tanto invocarlo... y el verano mío, el primigenio, el verdadero es un verano lluvioso. El que me obligaba a leer, a quedarme dentro, a hacerme fanática de los juegos de mesa y de las novelas de Corín Tellado al final del Vanidades, esas que leía a escondidas de mi mamá.
Esta tardanza del sol totalitario es quizá, entonces, un poco responsabilidad de esa niña tapatía que se acostumbró a ver llover en vacaciones.
Y como soy muy solidaria con el cielo, he estado llorando yo también. Durante días y noches. Por historias reales y ficticias, por futuros y pasados, por pesadillas y realidades de bloque de vecinos. Me da esta curiosa solidaridad y de pronto se me escurren unos lagrimones por las mejillas. Ni siquiera puedo a culpar a las hormonas o a nadie. Sé que soy yo. La de ahora y la de entonces, la de 31 y 15 y 12, y 7 y 4. Todas ellas, todas las que lloran.
Me busco razones para dejar de llover. Limpio la casa. Me sumo en mi tesis. Limito la extensión de mis recuerdos y de los sueños que no están (perdidos no sé, escondidos seguro). Salgo de la casa a comprar una cocacola y a que me dé el aire. Y de pronto, en la intimidad del videoclub, suena algo. Es una canción que no conozco, pero es como si alguien me abrazara por la espalda, me volteara y me tuviera sostenida. Firmemente abrazada. Siento su respiración en mi frente y comienzo a llover otra vez. No sé si de alivio o de compañía o de impaciencia o de qué.
Quizá sea una cosa similar lo que le pasa al cielo de Barcelona. O simplemente es que yo no lo sabía aún pero así se siente verdaderamente la primavera.
(Soundtrack cortesía del videoclub: Ash Wednesday / Elvis Perkins)