3.1.10

Sin poner los pies en el suelo

El avión tenía retraso. Lo sabíamos desde siempre. Pero me dí cuenta que era grave cuando estaban cerrando la única tienda abierta - que tenía que cerrar a las 22h30 - y nosotros seguíamos sin abordar. Me acerqué a la puerta, sólo para intentar confirmar de que mi asiento no era ese que no se reclina. "No te preocupes", me dijo la chica que iba a abordar, "el avión va casi vacío, así que te podrás acomodar donde quieras".

60 pasajeros en un vuelo que debía ser, por lo menos, para 170. El panorama podría ser desolador, pero no. Subí, acomodé mis cosas y estaba muy conforme con quedarme con dos asientos cuando un chico me pidió pasar a la ventana a un lado de mí. Humpf. Me puse de pie. Me dí cuenta que éramos muchos los que estábamos esperando que cerraran las puertas para lanzarnos a la casa del hueco más adecuado para dormir. Entonces me acordé que habían dicho que éramos 60. Me dí cuenta que estaban pasando gente a primera clase. Hice cuentas rápidas: todos podíamos tener un banco completo si lo queríamos.

En cuando afirmaron que las puertas estaban cerradas me despedí del chico y me fui unos asientos más atrás. Me iba a sentar en uno de los de ventana (dos asientos), pero pensando en que era un vuelo de noche y todo decidí mejor tomar uno de centro, con los tres asientos.

Despegamos. A través de la ventana, las interminables lucecitas de la ciudad de México. Supongo que eran ya casi las once. No lo sé - eran mis vacaciones, así que no traje reloj todo el viaje. Me quedé viendo unas revistas y después saqué mi libro de vacaciones - un ladrillo de esos de 800 páginas para los que conviene tener una mesita. Ya estabilizado el avión, abrí la mesa de servicio y comencé a leer. Ví que comenzaba una película y me puse los audífonos. El sonido era poco claro. Pero, por alguna razón que se me escapa, no me los quité. Audífonos puestos y ojos fijos en la novela. Llegó la cena. Pedí pasta, agua con gas y vino blanco. Abrí la mesita de al lado y puse ahí mi libro. Seguí cenando. A la mitad del plato, el capitán interrumpió la película. "Estimados pasajeros, sólo queríamos avisarles que en un minuto será 2010". Continuó con un brindis más bien soso. Quisiera decir que estaba esperando la copa de champagne, pero la verdad es que no quitaba los ojos de la novela. Al terminar su mensaje el capitán, la jefa de sobrecargos hizo una cuenta hacia atrás y dijeron feliz año nuevo. Se escucharon aplausos adelante. Seguramente en Primera, donde sí les dieron champagne, pensé.

Ni siquiera besé a un desconocido: no había euforia y todos habíamos evitado la promiscuidad usual del avión poniendo pasillos de por medio. El chico que iba en el 19A - ajá, como el casi terrorista - levantó su vaso hacia mí y dijo, sin hablar, feliz año. Yo tenía la boca llena, así que levanté también mi vaso y sonreí.

Así empezó 2010. Lo mejor, como dijo Kike, fue empezarlo sin poner los pies en el suelo. Quizá quiera decir que el próximo año podré pasarlo de viaje o sin hacer ningún sentido. Ya veremos.

1 comentario:

denke dijo...

Pues me parece una entrada de año interesante. La mía fue mucho más sosa…