Estoy leyendo El Universal en línea y me encuentro con una nota en la que dicen que la mamá de Luis Miguel murió ahogada. Entro en la noticia y descubro que el primero párrafo de la noticia - lo que deberíamos llamar lead - dice "Mientras en México, Luis Miguel presume a su hijo Miguel, en España, una presunta tía, de nombre Rosa, declaraba que Marcela Basteri murió ahogada cuando realizaba una práctica sexual a su esposo y otra persona".
Lo primero que yo pienso es: ¿una presunta tía de quién? Sigo leyendo la nota y descubró que la "noticia" salió en un diálogo que se realizó en el programa Aquí Hay Tomate de la cadena española Telecinco. Además del testimonio de la mujer, llamada Rosa, se habla de los otros rumores al respecto y al final, se cita a una lectora de la página web del programa de televisión quien dice: “Me parece muy mal de parte de esta tía. Qué gana con desprestigiar a Marcela y su imagen de madre; haya hecho o no lo que ella dice, ella sigue siendo la madre de Luis Miguel".
Un par de cosas que deberían saber los redactores de El Gráfico de El Universal, que es de donde sale la noticia: una, que el programa Aquí Hay Tomate es una colección de chismes sin sentido que no se los cree nadie, de pésima (o más bien nula) reputación periódisctica. Dos, que no es que la señora que hizo las declaraciones sea Tía de Luis Miguel: cuando la internauta se refiere a ella como "tía" es porque en España uno llama a las personas tío/tía de igual manera que en México los llamarías tipo/tipa o en el peor de los casos "guey". En fin... y por más que busqué la entrevista citada en la página del programa de tele no dí con ella. Qué lástima. Seguro era otra perla del mismo nivel.
29.3.07
28.3.07
De aquello que perdí
Aviso desde el principio que este post no va a ser agradable. Pero quizá lo he estado postergando durante demasiado tiempo. La vocación de este blog era ser un poco ventana de lo que veo todos los días. A veces veo cosas que me gustan o me disgustan tanto que se quedan en mis ojos el suficiente tiempo como para subir aquí. A veces me encuentro con otras que pueden parecer de inicio interesantes, pero que van perdiendo su fuerza en el día y no llegan. En diciembre del año pasado, por primera vez, me sucedió algo que no he podido olvidar pero no estaba lista para escribir y dejar ir. Creo que llegó el día.
El domingo la revista de El País publicó un reportaje sobre como “las mujeres de hoy” en España están intentando “tomar las riendas” de sus partos. Decidir si serán naturales o por cesárea, con mucha intervención médica o prácticamente con una comadrona en casa; sentada, acostada, consciente, inconsciente. En una de las páginas, la actriz Paz Vega - con hermosa panza de 30 semanas de embarazo - declara: “Sería perfecto que hubiera clínicas específicas de parto. Una embarazada no es una enferma, e ir al hospital a dar vida al lado de gente que está muriendo es una contradicción”.
Yo no llegué a poder preocuparme seriamente sobre cómo podría ser mi parto. El año pasado, sorpresivamente, descubrí que estaba embarazada a finales de octubre. Me dio pánico. Poco a poco fue tomando forma la idea en mi cabeza. Me parecía increíble. Me sentía absolutamente diferente. No sólo porque moría de hambre y de sueño y porque estaba toda hinchada y con dolores en los senos, sino porque sentía que algo había dentro de mí. A pesar del pánico, fue absolutamente festivo. Él, yo, la familia, todos estábamos contentos. Elegí un médico de la mejor manera posible. Me dijo que todo iba bien. Le creí y lo comunicamos. Se lo dijimos a todo el que quiso escucharlo.
De pronto, un día, yo comencé a tener la sensación de que algo estaba mal. Ya no estaba tan contenta, ni me sentía tan “diferente”. Alguien me dijo que era normal, que estaba pasando por muchos cambios. Faltaban un par de semanas para la Navidad e íbamos a ir a México a celebrarlo. En menos de diez días tomaríamos el avión y yo tenía cita para el médico. Algunos días antes me habían hecho un montón de pruebas de sangre para saber si todo estaba bien. Yo seguía sintiendo sueño. Y realmente quería estar contenta.
Esperamos en una de esas salas de espera llenas de mujeres de treinta y cuarenta años con tremendas panzas que hay en Barcelona. Me veía francamente joven entre el promedio. Me parecía bueno, en realidad. Pasamos al consultorio. La consulta anterior había durado 15 minutos en los que me había dado las pautas mínimas de alimentación, unas vitaminas y me había pedido los análisis que tenía en la mano. Dijo que todo estaba bien. Me preguntó que cómo me sentía. Contesté que bien, que había tenido un poco de manchado, pero bien.
Me pidió que me preparara para la ecografía. Yo no quería sentir eso que sentía, esa alarma. Me tumbé en la silla, esperé el aparato y lo sentí que removía en mis entrañas. Estaba buscando algo. Y no lo encontraba. Suspiró. Y comenzó a decir: “Esto no está bien, esto no está bien, esto no está bien”. Saco el brazo del ecógrafo y me pidió que me visitiera. “No te preocupes”, me dijo.
Lo demás lo recuerdo un poco entre nubes. Él y el Duque no hablaban. Cuando salí continuó: “no pasa nada, es más normal de lo que te imaginas. ¿Vas a ir a México, verdad? ¿Tienes un médico allá?” Asentí. “Le voy a mandar una carta. En cuanto llegues, se la entregas. Y no te preocupes… si te pasa algo en el vuelo tampoco es que vayas a sangrar mucho”. Me entregó un sobre que había preparado, con una fotografía del eco y una carta. Cerrada. Nos acompañó a la puerta. “Lo siento. Que te pongan una cita de seguimiento a tu regreso”. Fue lo último que dijo antes de dejarnos afuera y cerrar su puerta.
No sé si no entendí o no quería entender. Cerré la cita con la enfermera. Tomé mi bolsa y mi fólder con los análisis y pasé casi corriendo frente a las otras que estaban esperando. Bajamos y una vez que estábamos a nivel de calle miré al Duque. Él me abrazó. Entonces, sólo entonces, me fue claro. Comencé a llorar.
Le pedí que bajáramos caminando. Estábamos en una clínica muy exclusiva, en la zona alta de Barcelona. En una renombrada maternidad con los supuestos mejores médicos de la ciudad. Nosotros vivimos en el centro. Mientras cruzábamos las calles húmedas de Barcelona, comencé a entender, a repasar cuadro por cuadro lo que había pasado en ese cuartito lleno de diplomas y una máquina. No sé de qué hablé. Recuerdo que no podía dejar de llorar. Que necesitaba que alguien me dijera – alguien que no fuera ninguno de nosotros dos – qué era lo que estaba pasando.
Al llegar a casa nos estaba esperando L, una amiga querida que había pasado por un trago similar. Me abrazó. Pero yo ya no podía llorar. Quería hablar con mi médico. Subí a casa, tomé el teléfono y marqué a la Ciudad de México, al teléfono de quien fue mi ginecólogo allá todo el tiempo. Su secretaria sabía que estaba embarazada – yo se los había dicho en un correo electrónico – y al notar la alarma en mi voz me pasó con Carlos de inmediato. Abrí la carta y se la leí. Me dijo que me tranquilizara cuando empecé a llorar. Me dijo que podía ir a verlo en diez días. Yo le contesté que necesitara que me dijera en palabras simples qué era lo que estaba pasando. “Perdiste al bebé, preciosa. No está ya. No desarrolló como debía. No pasa nada. Hay que hacerte un legrado ahora. Pero trata de tranquilizarte”. Le di las gracias por la honestidad. Le dije que le llamaría en cuanto llegara a México. Colgué. Y ya no pude llorar.
No podía esperarme diez días más. Alguien en la familia que vive en Valencia tiene a su vez familia que son especialistas en obstetricia. Pedí el teléfono de ellos. Al final, pasadas las diez de la noche, pude hablar con Marisa, la doctora. Le expliqué la historia y ella no podía creer que me había dicho el médico. Me dijo que tomara el primer tren, avión o autobús que saliera al otro día hacia Valencia. Y que el Duque viajara conmigo.
En ese momento compré un boleto de avión a las siete de la mañana. Justo después me hablaron mis padres. Sabían que iba a ir al médico. Comencé a llorar otra vez. Dormí poco, mal, angustiada, con la sensación de que estaba asistiendo a un duelo, a un entierro demasiado largo. Llegamos a Valencia temprano. La ciudad estaba caótica, con tráfico, con niebla, con frío. Creo que desde ese día ya no me gusta en lo absoluto. El hospital al que fui, donde Marisa trabaja por las mañanas, es un hospital de una orden religiosa, básicamente una maternidad. Esperé entre abuelos y mujeres muy embarazadas a que ella saliera de la cesárea que estaba atendiendo.
En el primer momento de pausa, me bajó a las salas de dilatación. Ahí llevó un ecógrafo y me hizo la misma prueba que me habían hecho el día anterior. Me enseñó el saco de lo que había sido mi bebé, me mostró cómo no tenía corazón y como, de hecho, no era nada. Era lo que médicamente se llama un “huevo muerto retenido”. Había que hacerme el legrado. Cuanto antes, mejor.
Subimos a la planta de ingresos. Una enfermera me llevó después a una habitación espartana, sólo con un crucifijo. Yo no tenía equipaje, no tenía un camisón ni nada con lo cual tumbarme. En el hospital me buscaron uno y me dieron una bata de color azul, de un tejido artificial, que me picó al ponérmelo. Tenía un moño de listón y unos bordados en la parte del frente, como un babero. Era la mezcla perfecta entre el camisón de abuelita y los más horribles vestidos de embarazo que vi en mi vida. Además, tenía un tacto áspero, de demasiadas lavadas. Como las sábanas en los hoteles o – para el caso – en los hospitales.
Me pusieron un dilatador y me dejaron en la habitación. Pidieron al Duque que se quedara conmigo. No hablábamos mucho. Los dos teníamos sueño, teníamos un libro también. No habíamos desayunado nada. A veces yo lloraba y él me tomaba de la mano. La mayor parte del tiempo estábamos en silencio, escuchando el ruido de la calle, de los autos y de una construcción en la acera de enfrente.
En algún momento, un enfermero llegó por mí. Sacaron mi cama y me bajaron. Me bajaron a la sala de partos. Cuando entré, dos mujeres estaban dando a luz. Y luego entraron otras. Durante toda mi estancia ahí, la música de fondo eran los gritos de las mujeres seguidos de los gritos de niños que nacían. De niños que sí habían crecido. Que no eran un “huevo muerto retenido”.
El equipo de la anestesióloga y la médica me rodearon. Me pusieron una vía en la muñeca. Entonces empecé a llorar otra vez. Y no podía pararme. No había llorado tanto desde que había entendido que todas mis angustias de las últimas semanas, la emoción rara del Predictor en rosa, las llamadas telefónicas y los correos habían sido en vano. No estaba embarazada. No había nada más ahí.
Me sentaron y me pusieron la epidural. Revisaron que estuviera bien anestesiada y comenzó el procedimiento. Estaba atontada, pero no dormida. Recuerdo a la médica y a las enfermeras. Recuerdo que hablaban de otra cosa – de qué tipo de Coca-Cola tenía mejor sabor – para disminuir la tensión. Recuerdo que yo les contesté y fueron a tomarme de la mano. Recuerdo que volví a llorar al terminar y la médica me abrazó. Recuerdo escuchar a otro bebé que nacía.
Cerré los ojos. Me subieron de regreso a la habitación y me quedé medio dormida. La anestesia había hecho efecto completo. Yo sentía las piernas pesadas, calientes, como algo extraño a mí. Pasó por ahí el resto de la familia y me dieron motivos para sentirme mejor de los que no quiero acordarme, porque fueron torpes, inútiles, más dolorosos. Contesté varias veces el teléfono. Le pedí al Duque que fuera a comprar boletos en el último tren de la tarde. Quería dormir en Barcelona.
En cuanto pude ponerme de pie, lo hice. Estaban esperando a que fuera un par de veces al baño para poder darme de alta. El baño era del mismo color del quirófano y volví a llorar. Pero había algo que estaba roto y no podía definirlo bien. Simplemente estaba roto. Me vestí en cuanto pude. Pasaban de las seis de la tarde. Moría de hambre y me llevaron la “merienda” del hospital: un café con leche y unas galletas.
Salimos del hospital por nuestro propio pie. Tomamos el metro, que nos llevó a la estación del tren. Pedí al Duque que camináramos un poco por la ciudad, que fuéramos a la tienda enfrente de Catedral donde venden abanicos para comprar uno. Todavía había que comprar los regalos de Navidad y no había podido buscar ninguno. No me llevó la contraria. Fuimos caminando lentamente: compré los abanicos, unos dulces, los medicamentos que me dieron para que me “recuperara”. Insistieron en el hospital que podía embarazarme rápido. En que debía embarazarme rápido. Yo no quería saber. De nada. Mucho menos de eso.
Pedí que entráramos en un Burger King y me comí una hamburguesa y un refresco. No era un antojo. Era hambre simple y llana. Ya no tenía antojos. Junto a mí, en la fila, una adolescente exhibía su barriga de unos siete meses. No estaba del todo contenta. No le serviría de nada saber por lo que había pasado yo. Ni ella me servía a mí. Estábamos en los extremos de una misma realidad, simplemente.
Tomamos el tren a tiempo. Me arremoliné en el asiento y traté de dormir. No pude. Mandé algunos mensajes para decir que estaba bien, hablé con un par de personas, vi la película mal doblada que pasaron en el trayecto. Seguí leyendo mi libro. Cuando llegamos a Barcelona, eran más de las once de la noche. Al final de todo, tenía la sensación de que simplemente había sido una pesadilla larga, muy larga.
Ya sé que los blogs no son necesariamente para escribir estas cosas. No necesariamente confesionales o peor aún, divanes en público. Pero tenía que contarlo. Sacarlo y dejarlo en un sitio en donde me acuerde de él. Y hacer un poco de mutis por el foro. Doña Paz Vega dice que debería haber hospitales especiales para que los niños nazcan, porque es ilógico que lo hagan donde muere tanta gente. Yo quisiera que hubiera sitios aislados del ruido y no recordar más aquellos azulejos azules, las batas blancas, los gritos de madres e hijos, la sensación de mis piernas dormidas y la certeza de que donde hubo algo, no había nada.
El domingo la revista de El País publicó un reportaje sobre como “las mujeres de hoy” en España están intentando “tomar las riendas” de sus partos. Decidir si serán naturales o por cesárea, con mucha intervención médica o prácticamente con una comadrona en casa; sentada, acostada, consciente, inconsciente. En una de las páginas, la actriz Paz Vega - con hermosa panza de 30 semanas de embarazo - declara: “Sería perfecto que hubiera clínicas específicas de parto. Una embarazada no es una enferma, e ir al hospital a dar vida al lado de gente que está muriendo es una contradicción”.
Yo no llegué a poder preocuparme seriamente sobre cómo podría ser mi parto. El año pasado, sorpresivamente, descubrí que estaba embarazada a finales de octubre. Me dio pánico. Poco a poco fue tomando forma la idea en mi cabeza. Me parecía increíble. Me sentía absolutamente diferente. No sólo porque moría de hambre y de sueño y porque estaba toda hinchada y con dolores en los senos, sino porque sentía que algo había dentro de mí. A pesar del pánico, fue absolutamente festivo. Él, yo, la familia, todos estábamos contentos. Elegí un médico de la mejor manera posible. Me dijo que todo iba bien. Le creí y lo comunicamos. Se lo dijimos a todo el que quiso escucharlo.
De pronto, un día, yo comencé a tener la sensación de que algo estaba mal. Ya no estaba tan contenta, ni me sentía tan “diferente”. Alguien me dijo que era normal, que estaba pasando por muchos cambios. Faltaban un par de semanas para la Navidad e íbamos a ir a México a celebrarlo. En menos de diez días tomaríamos el avión y yo tenía cita para el médico. Algunos días antes me habían hecho un montón de pruebas de sangre para saber si todo estaba bien. Yo seguía sintiendo sueño. Y realmente quería estar contenta.
Esperamos en una de esas salas de espera llenas de mujeres de treinta y cuarenta años con tremendas panzas que hay en Barcelona. Me veía francamente joven entre el promedio. Me parecía bueno, en realidad. Pasamos al consultorio. La consulta anterior había durado 15 minutos en los que me había dado las pautas mínimas de alimentación, unas vitaminas y me había pedido los análisis que tenía en la mano. Dijo que todo estaba bien. Me preguntó que cómo me sentía. Contesté que bien, que había tenido un poco de manchado, pero bien.
Me pidió que me preparara para la ecografía. Yo no quería sentir eso que sentía, esa alarma. Me tumbé en la silla, esperé el aparato y lo sentí que removía en mis entrañas. Estaba buscando algo. Y no lo encontraba. Suspiró. Y comenzó a decir: “Esto no está bien, esto no está bien, esto no está bien”. Saco el brazo del ecógrafo y me pidió que me visitiera. “No te preocupes”, me dijo.
Lo demás lo recuerdo un poco entre nubes. Él y el Duque no hablaban. Cuando salí continuó: “no pasa nada, es más normal de lo que te imaginas. ¿Vas a ir a México, verdad? ¿Tienes un médico allá?” Asentí. “Le voy a mandar una carta. En cuanto llegues, se la entregas. Y no te preocupes… si te pasa algo en el vuelo tampoco es que vayas a sangrar mucho”. Me entregó un sobre que había preparado, con una fotografía del eco y una carta. Cerrada. Nos acompañó a la puerta. “Lo siento. Que te pongan una cita de seguimiento a tu regreso”. Fue lo último que dijo antes de dejarnos afuera y cerrar su puerta.
No sé si no entendí o no quería entender. Cerré la cita con la enfermera. Tomé mi bolsa y mi fólder con los análisis y pasé casi corriendo frente a las otras que estaban esperando. Bajamos y una vez que estábamos a nivel de calle miré al Duque. Él me abrazó. Entonces, sólo entonces, me fue claro. Comencé a llorar.
Le pedí que bajáramos caminando. Estábamos en una clínica muy exclusiva, en la zona alta de Barcelona. En una renombrada maternidad con los supuestos mejores médicos de la ciudad. Nosotros vivimos en el centro. Mientras cruzábamos las calles húmedas de Barcelona, comencé a entender, a repasar cuadro por cuadro lo que había pasado en ese cuartito lleno de diplomas y una máquina. No sé de qué hablé. Recuerdo que no podía dejar de llorar. Que necesitaba que alguien me dijera – alguien que no fuera ninguno de nosotros dos – qué era lo que estaba pasando.
Al llegar a casa nos estaba esperando L, una amiga querida que había pasado por un trago similar. Me abrazó. Pero yo ya no podía llorar. Quería hablar con mi médico. Subí a casa, tomé el teléfono y marqué a la Ciudad de México, al teléfono de quien fue mi ginecólogo allá todo el tiempo. Su secretaria sabía que estaba embarazada – yo se los había dicho en un correo electrónico – y al notar la alarma en mi voz me pasó con Carlos de inmediato. Abrí la carta y se la leí. Me dijo que me tranquilizara cuando empecé a llorar. Me dijo que podía ir a verlo en diez días. Yo le contesté que necesitara que me dijera en palabras simples qué era lo que estaba pasando. “Perdiste al bebé, preciosa. No está ya. No desarrolló como debía. No pasa nada. Hay que hacerte un legrado ahora. Pero trata de tranquilizarte”. Le di las gracias por la honestidad. Le dije que le llamaría en cuanto llegara a México. Colgué. Y ya no pude llorar.
No podía esperarme diez días más. Alguien en la familia que vive en Valencia tiene a su vez familia que son especialistas en obstetricia. Pedí el teléfono de ellos. Al final, pasadas las diez de la noche, pude hablar con Marisa, la doctora. Le expliqué la historia y ella no podía creer que me había dicho el médico. Me dijo que tomara el primer tren, avión o autobús que saliera al otro día hacia Valencia. Y que el Duque viajara conmigo.
En ese momento compré un boleto de avión a las siete de la mañana. Justo después me hablaron mis padres. Sabían que iba a ir al médico. Comencé a llorar otra vez. Dormí poco, mal, angustiada, con la sensación de que estaba asistiendo a un duelo, a un entierro demasiado largo. Llegamos a Valencia temprano. La ciudad estaba caótica, con tráfico, con niebla, con frío. Creo que desde ese día ya no me gusta en lo absoluto. El hospital al que fui, donde Marisa trabaja por las mañanas, es un hospital de una orden religiosa, básicamente una maternidad. Esperé entre abuelos y mujeres muy embarazadas a que ella saliera de la cesárea que estaba atendiendo.
En el primer momento de pausa, me bajó a las salas de dilatación. Ahí llevó un ecógrafo y me hizo la misma prueba que me habían hecho el día anterior. Me enseñó el saco de lo que había sido mi bebé, me mostró cómo no tenía corazón y como, de hecho, no era nada. Era lo que médicamente se llama un “huevo muerto retenido”. Había que hacerme el legrado. Cuanto antes, mejor.
Subimos a la planta de ingresos. Una enfermera me llevó después a una habitación espartana, sólo con un crucifijo. Yo no tenía equipaje, no tenía un camisón ni nada con lo cual tumbarme. En el hospital me buscaron uno y me dieron una bata de color azul, de un tejido artificial, que me picó al ponérmelo. Tenía un moño de listón y unos bordados en la parte del frente, como un babero. Era la mezcla perfecta entre el camisón de abuelita y los más horribles vestidos de embarazo que vi en mi vida. Además, tenía un tacto áspero, de demasiadas lavadas. Como las sábanas en los hoteles o – para el caso – en los hospitales.
Me pusieron un dilatador y me dejaron en la habitación. Pidieron al Duque que se quedara conmigo. No hablábamos mucho. Los dos teníamos sueño, teníamos un libro también. No habíamos desayunado nada. A veces yo lloraba y él me tomaba de la mano. La mayor parte del tiempo estábamos en silencio, escuchando el ruido de la calle, de los autos y de una construcción en la acera de enfrente.
En algún momento, un enfermero llegó por mí. Sacaron mi cama y me bajaron. Me bajaron a la sala de partos. Cuando entré, dos mujeres estaban dando a luz. Y luego entraron otras. Durante toda mi estancia ahí, la música de fondo eran los gritos de las mujeres seguidos de los gritos de niños que nacían. De niños que sí habían crecido. Que no eran un “huevo muerto retenido”.
El equipo de la anestesióloga y la médica me rodearon. Me pusieron una vía en la muñeca. Entonces empecé a llorar otra vez. Y no podía pararme. No había llorado tanto desde que había entendido que todas mis angustias de las últimas semanas, la emoción rara del Predictor en rosa, las llamadas telefónicas y los correos habían sido en vano. No estaba embarazada. No había nada más ahí.
Me sentaron y me pusieron la epidural. Revisaron que estuviera bien anestesiada y comenzó el procedimiento. Estaba atontada, pero no dormida. Recuerdo a la médica y a las enfermeras. Recuerdo que hablaban de otra cosa – de qué tipo de Coca-Cola tenía mejor sabor – para disminuir la tensión. Recuerdo que yo les contesté y fueron a tomarme de la mano. Recuerdo que volví a llorar al terminar y la médica me abrazó. Recuerdo escuchar a otro bebé que nacía.
Cerré los ojos. Me subieron de regreso a la habitación y me quedé medio dormida. La anestesia había hecho efecto completo. Yo sentía las piernas pesadas, calientes, como algo extraño a mí. Pasó por ahí el resto de la familia y me dieron motivos para sentirme mejor de los que no quiero acordarme, porque fueron torpes, inútiles, más dolorosos. Contesté varias veces el teléfono. Le pedí al Duque que fuera a comprar boletos en el último tren de la tarde. Quería dormir en Barcelona.
En cuanto pude ponerme de pie, lo hice. Estaban esperando a que fuera un par de veces al baño para poder darme de alta. El baño era del mismo color del quirófano y volví a llorar. Pero había algo que estaba roto y no podía definirlo bien. Simplemente estaba roto. Me vestí en cuanto pude. Pasaban de las seis de la tarde. Moría de hambre y me llevaron la “merienda” del hospital: un café con leche y unas galletas.
Salimos del hospital por nuestro propio pie. Tomamos el metro, que nos llevó a la estación del tren. Pedí al Duque que camináramos un poco por la ciudad, que fuéramos a la tienda enfrente de Catedral donde venden abanicos para comprar uno. Todavía había que comprar los regalos de Navidad y no había podido buscar ninguno. No me llevó la contraria. Fuimos caminando lentamente: compré los abanicos, unos dulces, los medicamentos que me dieron para que me “recuperara”. Insistieron en el hospital que podía embarazarme rápido. En que debía embarazarme rápido. Yo no quería saber. De nada. Mucho menos de eso.
Pedí que entráramos en un Burger King y me comí una hamburguesa y un refresco. No era un antojo. Era hambre simple y llana. Ya no tenía antojos. Junto a mí, en la fila, una adolescente exhibía su barriga de unos siete meses. No estaba del todo contenta. No le serviría de nada saber por lo que había pasado yo. Ni ella me servía a mí. Estábamos en los extremos de una misma realidad, simplemente.
Tomamos el tren a tiempo. Me arremoliné en el asiento y traté de dormir. No pude. Mandé algunos mensajes para decir que estaba bien, hablé con un par de personas, vi la película mal doblada que pasaron en el trayecto. Seguí leyendo mi libro. Cuando llegamos a Barcelona, eran más de las once de la noche. Al final de todo, tenía la sensación de que simplemente había sido una pesadilla larga, muy larga.
Ya sé que los blogs no son necesariamente para escribir estas cosas. No necesariamente confesionales o peor aún, divanes en público. Pero tenía que contarlo. Sacarlo y dejarlo en un sitio en donde me acuerde de él. Y hacer un poco de mutis por el foro. Doña Paz Vega dice que debería haber hospitales especiales para que los niños nazcan, porque es ilógico que lo hagan donde muere tanta gente. Yo quisiera que hubiera sitios aislados del ruido y no recordar más aquellos azulejos azules, las batas blancas, los gritos de madres e hijos, la sensación de mis piernas dormidas y la certeza de que donde hubo algo, no había nada.
26.3.07
Mudanzas, cumpleaños, crisis de invisibilidad
Mi adorado Bef, que está estrenando estado civil junto a la hermosa Rebeca, se ha mudado. La nueva dirección del blog es esta. Es uno de los blogs que más me gustan, seguro. Porque además, tiende a ser constante. Y seguro también porque soy una cursi.
Recibí en uno de mis ochocientos blogs la visita de Violeta. Fuí a ver su blog y también me gustó. ¿Será que mejor me mudo también al centro histórico de la ciudad de México en lugar de vivir en el centro histórico de Barcelona? Vamos, suena al mismo nivel de diversión. Sólo que allá el Ministerio de Educación no me perseguiría con cartas en las que avisa que la documentación para la homologación de mi título está incompleta. Ya me decían a mí que esto de ser licenciado en ciencias de la comunicación (¿en qué?) no podía dejar nada bueno. En fin. También... ¿para qué quiero hacer un doctorado, caraio?
Este fin de semana cumplieron años por diestra y siniestra gente a la que quiero. Hasta el blog de JHarmodio cumplió años. Y no fuí a ninguna fiesta porque todo el mundo está desperdigado por los rinconcitos del ídem. Bueno, hicimos ceviche y camarones al mojo de ajo para Marco en casa ayer, pero realmente yo estaba en un estado de muerto viviente que no era agradable. Al punto que caminé hasta el cine y me regresé porque no había nada que ver. Me dolía la cara del aire de invierno tardío que recorre Barcelona. Duré casi una hora bañándome (¿y el cambio climático, princesa?) pero no lograba despertarme, ni dormirme ni relajar los hombros. Terror. Y el sábado ví en la tele una película de Rocío Dúrcal en sus años franquistas ante la mirada reprobatoria del Duque. Y lloré. Definitivamente yo no debería organizar congresos. Me convierto en una lechuga con mucha facilidad.
Lo de la crisis de invisibilidad... bueno, ya. Creo que la tengo. Si alguien me encuentra por la calle, me avisa. Me gustaría verme de vez en cuando.
Eso.
Recibí en uno de mis ochocientos blogs la visita de Violeta. Fuí a ver su blog y también me gustó. ¿Será que mejor me mudo también al centro histórico de la ciudad de México en lugar de vivir en el centro histórico de Barcelona? Vamos, suena al mismo nivel de diversión. Sólo que allá el Ministerio de Educación no me perseguiría con cartas en las que avisa que la documentación para la homologación de mi título está incompleta. Ya me decían a mí que esto de ser licenciado en ciencias de la comunicación (¿en qué?) no podía dejar nada bueno. En fin. También... ¿para qué quiero hacer un doctorado, caraio?
Este fin de semana cumplieron años por diestra y siniestra gente a la que quiero. Hasta el blog de JHarmodio cumplió años. Y no fuí a ninguna fiesta porque todo el mundo está desperdigado por los rinconcitos del ídem. Bueno, hicimos ceviche y camarones al mojo de ajo para Marco en casa ayer, pero realmente yo estaba en un estado de muerto viviente que no era agradable. Al punto que caminé hasta el cine y me regresé porque no había nada que ver. Me dolía la cara del aire de invierno tardío que recorre Barcelona. Duré casi una hora bañándome (¿y el cambio climático, princesa?) pero no lograba despertarme, ni dormirme ni relajar los hombros. Terror. Y el sábado ví en la tele una película de Rocío Dúrcal en sus años franquistas ante la mirada reprobatoria del Duque. Y lloré. Definitivamente yo no debería organizar congresos. Me convierto en una lechuga con mucha facilidad.
Lo de la crisis de invisibilidad... bueno, ya. Creo que la tengo. Si alguien me encuentra por la calle, me avisa. Me gustaría verme de vez en cuando.
Eso.
21.3.07
Curiosidades varias
No escribo porque tengo el cerebro un poco seco de organizar conferencia. El fin de semana por fin se acaba el asunto. Lo más terrible de organizar un Congreso es que justo los dos días antes te encuentras absolutamente tensa pero ya no hay nada más que puedas hacer: lo que tendrá que salir mal, saldrá mal. Y podríamos agregarle también corolario de Murphy, pero no me apetece hacerle a la valiente justo hoy.
Yo no estoy segura de haber tenido un McJob - quizá porque tuve varios. Lo cierto es que la expresión siempre me pareció muy correcta para definir un trabajo sin futuro, mal pagado y con todas las características para morirse. Es curioso porque en México al principio, muy al principio, ser dependiente de McDonald's sólo demostraba una cosa: que uno era un niño bien educado al american way. Era como parte de la experiencia de compra que te atendiera un niño fresa. Lo mismo pasa consecuentemente con todas las franquicias. No sé con Krispy Kreme porque nunca llegué a ir, pero con Starbucks sucedía antes de irme. No era como aquí un trabajo para inmigrantes sobrecalificados... era un trabajo para niños bonitos. También funcionó un tiempo con Zara. Pero con el paso de los meses o los años el asunto se devalúa y acaban trabajando en esas tiendas la gente que describió con amargura lo que es el McJob - un trabajo sin futuro, mal pagado y para morirse diseñado para gente con pocas posibilidades.
Hoy leí un artículo del Financial Times en el que exponen las razones que tiene McDonalds para buscar un cambio en el diccionario y esperar que los McJobs dejen de llamarse así. Hum. Difícil cuestión. Es como si Mattel pidiera que dejáramos de llamar Barbies a las mujeres rubias, obsesas con su cuerpo y con la cabeza llena de aire.
La otra fue que, mirando entre los anuncios chiquititos y en blanco y negro de la prensa gratuita, encontré el siguiente anuncio: "Se buscan espíritus hedonistas para rendir culto al placer". No sé que es mejor: que esté justo sobre otro anuncio en donde dice "Trabaja como técnico de educacion infantil - mínimos requisitos - alta demanda de personal"; que tenga una página de web (www.cultoalplacer.com) o que la misma página web sea como la encarnación en esta ciudad la sociedad secreta de Eyes Wide Shut. Además utilizan la palabra ataraxia. ¿A que es bonita? Es la verdadera palabra dominguera....
[Dice la RAE que significa "impertubabilidad, serenidad". Digo, tampoco es cuestión de quedarse con la duda]
7.3.07
Dice Don Maloshumos que...
Yo conozco a alguien que quizá sea una de las personas más malhumoradas del mundo. Pero también es bastante divertido - en gran parte, ahora que lo pienso, se debe a lo mismo. Este malhumorado, que aparentemente quiere permanecer medioanónimo (se firma EB) acaba de abrir un blog. Y lo incluyo hoy en mis links.
Al desnudo
No hablo de cuestiones amorosas. Ni siquiera - bueno sería - sexuales. Hablo de revisiones en los aeropuertos. En Phoenix, Arizona, el mes pasado pusieron a prueba unas nuevas máquinas de rayos X para revisar a los ¡oh, ilusos! viajeros que pretendan volar de un sitio a otro de la Unión Americana. El asunto con los rayos X de marras es que dejan a los interpelados al desnudo: se ve a través de la ropa para garantizar que no llevan ningún tipo de arma pegada a ninguna parte del cuerpo.
Ante la obvia discusión sobre tan flagrante violación a la intimidad, para disculparse las H.H autoridades han optado por utilizar esta máquina sólo en aquellos pasajeros que "suenen" en el arco magnético. Además, éstos "raros" - algo así como el 70 por ciento de la población según mis experiencias recientes - que suenan en el arco, pueden elegir entre esa revisión o la clásica a manita. La última es que afirman que no lo están utilizando a su "máxima capacidad" - para evitar que sea invasión de la privacidad.
El problema es que un especialista entrevistado por AP en una nota citada por Wired, dice que si la máquina no se utiliza a su máxima capacidad tampoco es que realmente sea del todo útil. Por otro lado, si se utiliza ES una flagrante invasión a la privacidad. Y bueno... pensar que todo comenzó con pedirte que llegaras tres horas antes a los aeropuertos y voltear las entrañas de tu maleta.
Me imagino un vuelo en el futuro: ya no llevas equipaje (no se puede) y al llegar a la puerta de salida, es como un quirófano. Te dan una bolsa para que pongas tu ropa - misma que después es revisada - y luego una batita azulosa de esas de hospital (con el trasero de fuera y todo) (las aerolíneas ya no gastarán en comida sino en higienización). Una vez así, podrás abordar el avión. Los sobrecargos llamarán a los pasajeros con una lista y les escanearán el iris del ojo para confirmar su identidad, porque se ha comprobado que el papel es un arma peligrosísima. Una vez a bordo, mientras los sobrecargos explican las medidas de seguridad y tienen la máscara puesta, se emite un gas adormilante para que nadie moleste. Al bajar del avión te regresan tu bolsita con tu ropa y puedes regresar a tu vida "normal". Ya no hay tiendas de dutyfree: solamente una larguísima hilera de cambiadores para que te vistas después del viaje y no hagas conflictivo el paso por inmigración.
Ante la obvia discusión sobre tan flagrante violación a la intimidad, para disculparse las H.H autoridades han optado por utilizar esta máquina sólo en aquellos pasajeros que "suenen" en el arco magnético. Además, éstos "raros" - algo así como el 70 por ciento de la población según mis experiencias recientes - que suenan en el arco, pueden elegir entre esa revisión o la clásica a manita. La última es que afirman que no lo están utilizando a su "máxima capacidad" - para evitar que sea invasión de la privacidad.
El problema es que un especialista entrevistado por AP en una nota citada por Wired, dice que si la máquina no se utiliza a su máxima capacidad tampoco es que realmente sea del todo útil. Por otro lado, si se utiliza ES una flagrante invasión a la privacidad. Y bueno... pensar que todo comenzó con pedirte que llegaras tres horas antes a los aeropuertos y voltear las entrañas de tu maleta.
Me imagino un vuelo en el futuro: ya no llevas equipaje (no se puede) y al llegar a la puerta de salida, es como un quirófano. Te dan una bolsa para que pongas tu ropa - misma que después es revisada - y luego una batita azulosa de esas de hospital (con el trasero de fuera y todo) (las aerolíneas ya no gastarán en comida sino en higienización). Una vez así, podrás abordar el avión. Los sobrecargos llamarán a los pasajeros con una lista y les escanearán el iris del ojo para confirmar su identidad, porque se ha comprobado que el papel es un arma peligrosísima. Una vez a bordo, mientras los sobrecargos explican las medidas de seguridad y tienen la máscara puesta, se emite un gas adormilante para que nadie moleste. Al bajar del avión te regresan tu bolsita con tu ropa y puedes regresar a tu vida "normal". Ya no hay tiendas de dutyfree: solamente una larguísima hilera de cambiadores para que te vistas después del viaje y no hagas conflictivo el paso por inmigración.
2.3.07
Él, que es todopoderoso...
... le había dado a Kevin Russell un cheque por 50.000 dólares. Y los americanos, específicamente los que viven en Hobart, Indiana (EEUU) no le creyeron aquello del "Dios Proveerá". Ahora Kevin está en la cárcel por haber intentado cobrar dicho cheque firmado por "Rey Salvador, Rey de Reyes, Dios de Dios, Siervo".
Decía Kevin que el cheque se lo había dado "su padre". El punto es que parece que se puso violento al querer cobrarlo y tenía más cheques firmados por el mismísimo. Según La Vanguardia, el quid de la cuestión se reduce a lo que comentó Jeff White, jefe de policía del pueblo: "Había oído que Dios daba la vida eterna, pero es la primera vez que oigo que también da efectivo".
Por cierto... ¿Saben qué es la web www.diosproveera.com? Fácil... una guía para los proveedores de Internet en España. Qué diversión.
Decía Kevin que el cheque se lo había dado "su padre". El punto es que parece que se puso violento al querer cobrarlo y tenía más cheques firmados por el mismísimo. Según La Vanguardia, el quid de la cuestión se reduce a lo que comentó Jeff White, jefe de policía del pueblo: "Había oído que Dios daba la vida eterna, pero es la primera vez que oigo que también da efectivo".
Por cierto... ¿Saben qué es la web www.diosproveera.com? Fácil... una guía para los proveedores de Internet en España. Qué diversión.
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