24.3.06

De vuelta - Primera parte

Introducción: Pasé una semana en México. Para no variar, todo pasó como un relámpago y ahora el recuerdo más bien se me diluye. Veamos qué tan bien me acuerdo de lo que pasó.

Día 1 - El jueves más largo del mundo (9 de marzo)

Me desperté como cualquier día. El avión salía casi a las diez, lo que me permitía estar en el aeropuerto a las 8 de la mañana. La noche anterior estuve haciendo maletas - más llenas de regalos, libros y encargos ajenos que de ropa. De hecho, la ropa hubiese cabido perfectamente en mi backpack. Pero era parte del show llevarlo todo. Ir cargada como húngara, que dicen.

En el aeropuerto, continué con el shopping spree que me consumió las últimas tardes antes de salir. La necesidad de llevar regalos siempre es un reflejo de la ansiedad con la que yo esperaba cualquier cosa cuando era una niña: el exotismo de un chocolate o un lápiz traídos de otro sitio del mundo. Justo antes de salir, al recordar que Iberia ya no sirve ni un triste café en los vuelos nacionales, decidí desayunar algo. Me comí media galleta y un café con leche, que me quisieron cobrar 20 céntimos más caro. La mujer que me atendía me obsequió con una mirada de absoluto desprecio cuando se los reclamé: la verdad es que yo estaba pensando que 20 céntimos de euro son casi 3 pesos... un dulce o un refresco, perfectamente.

Salí de casa sin abrigo. Sabía por las noticias e Internet que la temperatura promedio al mediodía en Guadalajara rondaba los 30 grados centígrados. Pero llevaba un suéter y el poncho. Barcelona amaneció soleadísimo. Mientras el avión se elevaba, pensé que era algún tipo de despedida o anticipación.

Llegué a Madrid y tuve mi dosis de Terminal 4. La verdad es que pienso que es menos caótica de lo que se ha quejado todo el mundo: simplemente es larga. Parece un proceso ISO 9001 - tiene un montón de pasos que uno no sabe para qué son pero hay que seguirlos forzosamente. Larga, bonita, engorrosa. Exactamente como una certificación.

Siempre me maravilla, por otro lado, la incapacidad de la gente para aceptar los cumplidos. En una de las puertas de seguridad, la guardia tenía puestas unas extensiones color rosa que se le veían francamente bien. Cuando se lo comenté, me miró a los ojos y ni siquiera sonrió. Sólo insinúo un ajá. Ya en la puerta para abordar el viaje a México, inicié una conversación con un chico de Tampico que trabaja para Siemens. También él iba por su visa de trabajo. Era imposible no notar en nuestras voces un dejo de satisfacción, de presunción: teníamos la visa. Pero los dos también teníamos algo claro: lo que más emoción nos daba era regresar -aunque fuera por unos días- a casa.

Si tuviera que resumir lo más suscintamente posible el vuelo a México tendría que resaltar dos características esenciales: el problema en la configuración del avión que hacia que cada vez que pasábamos por una zona de turbulencia todo hiciera ruido casi como en escena de Lost y la internacionalidad y ecumenidad de los viajeros. Digamos que, a pesar de los ruidos y del movimiento de la pantalla de televisión, yo tenía fé en que Dios no podía prescindir de un solo golpe de los más de 20 sacerdotes católicos y otros tantos judíos ortodoxos - con todo y familias - que estaban subidos en el mismo vuelo que yo. Hubiera sido un fuertísimo golpe para las religiones occidentales.

En el aeropuerto de Barcelona, donde me dieron mis pases de abordar, le caí muy en gracia a la chica del mostrador porque yo era de Guadalajara. La noche anterior había estado en un concierto que Alejandro Fernández dió en el Palau Sant Jordi y sólo por empatía - o locura inducida, quien lo sabe - me dejó sola en un espacio de dos asientos. Quién me diría que puedo agradecerle a la familia Fernández algunas cuantas horas de sueño.

Por primera vez en mi vida, tuve miedo arriba de un avión. Creo en realidad que era que yo iba demasiado nerviosa, pero el exceso de movimientos de la cabina tampoco ayudaba. Cuando ya llevábamos 10 horas de vuelo comencé a sentirme realmente loca... necesitaba llegar ya. Me refugié en Tom Wolfe y su Hoguera de las Vanidades, porque la actuación de Richard Gere en una película seudo religiosa nada más no tenía ninguna atracción (... todavía fuera Chicago...). Sorpresivamente, cuando ya estaba tranquila, sentí el inicio del descenso. Para mí era tarde en la noche, pero cambié mi reloj cuando el piloto dió la hora. 6 de la tarde.

Mi avión a Guadalajara salía a las siete. Y la guapa de Iberia Barcelona, a pesar de darme dos sitios, no me dió pase de abordar para el último tramo, operado por Mexicana. Llegamos a la puerta 33 del Aeropuerto Internacional Benito Juárez - quien lo conozca sabe perfectamente que se merece el calificativo de Boa Constrictor (largo y apretujado) - y mi embarque hacia Tapatilandia era en la puerta nueve. Corrí. Descubrí a la mitad de los pasillos que tenía que pasar migración (¡horror!) y que después de quince horas de viaje quizá había olvidado el desodorante y olía a... europeo, en el peor sentido de la palabra. Intenté pasar como un suspiro por migración, pero justo enfrente de mí estaba un paisano muy mayor, que ya tenía ciudadanía americana y quería entrar a México como mexicano. Ahí después me explican la diferencia. No sabía escribir y la chica de Migración estuvo a punto de tratarlo mal. Creo que el resto de la gente de la fila la miramos tan feo que decidió tratarlo bien.

Finalmente salí del paso. Y corrí, corrí, corrí, me paré a preguntar y seguí corriendo ("nooooo, señoriiiita... pues vaya directamente a la puerta del vuelo a ver si la dejan subir alláaaaaa..."). Llegue a la puerta del vuelo y... otra cola. Nadie había subido aún. Después de la fila, me miraron con desprecio - o eso creía yo, con mi olor a europeo - y me dieron mi pase de abordar. Cuando me había sentado, comenzó a sonar el abordaje. Como tenía el sitio 5, pude entrar al baño y cambiarme la blusa... ya sabía yo que al llegar a Guadalajara todo serían abrazos.

En el descenso del último vuelo, comencé a pensar con horror en que me tocaba llegar a la aduana, que llevaba conmigo un montón de libros y dvds, que qué feos son los oficiales de aduana... casi todo, menos uno, intensamente rubio, que me encontré por ahí. Como es mi familia, sabe que estoy en Barcelona y que no tenía planes de regresar, se acercó palidísimo y asustado a preguntarme si había pasado algo con la familia. Pero no, no eran malas noticias. Me celebró la visa burlándose de mí porque mis maletas se quedaron en el DF - otros cincuenta minutos de espera -. Después de esa última espera salí por fin, sin ataduras, sin recuerdos, otra vez, a mi Guadalajara adolescente, al olor de los 25 grados de temperatura y la polvareda, al tacto del perfume de mi tía Martha y al abrazo chamagoso de Israel que se quedó dormido sobre mis maletas.

Dejamos a mi abuela en la casa, a Israel en la suya y Martha y yo nos fuimos a comer unos tacos. Por un momento, entre el sueño y el cansancio, el sabor a verdadero limón y verdadera salsa, quise quedarme ahí, por siempre. Por más días. Y quedaban 9.

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