Es verdad que es una relación difícil. Todo el tiempo funcionamos mutuamente como modelos, como retos, como lo que quieres ser y no. Por lo tanto, al pasar de los años se vuelve condenadamente difícil. Y luego un día, mágicamente, deja de serlo. Ves una fotografía y descubres que es cierto, que te paras igual que ella y que hay algo en la esquina de tu sonrisa que no niega nada la suya. Te miras al espejo y descubres todos los parecidos que los parientes vaticinaban el día de tu nacimiento. Por una vez, por una sola, no te quejas. Y hasta derramas una lágrima. Porque cómo te gustaría que estuviera ahí: que viera a través de tus ojos, que caminara las calles que tus pies han recorrido tantas veces.
Sales a la calle. El cielo tiene un plomizo particular: ¿será lluvia, o sólo que al recordarla tu sola te nublas, te pones a llover?
Nunca nos han gustado los mismos colores ni los mismos libros. Y sin embargo, cuando nos abrazamos, el mundo se tranquiliza. La paz huele como a ella; la imagen de la sofisticación son los tacones que se ponía cuando tú tenías cinco años. Unos tacones color rojo, violeta, casi como el suéter que llevo puesto hoy.
Al final, cada año, cada vez que te acuerdas, las cosas se mezclan. No sabes si pedir perdón o exigirlo, si retirarte en silencio o cantar a voz en cuello lo que hay, lo que hubo, lo que habrá. Sigue estando ahí, en tu espejo. Eres su espejo. No te lo puedes explicar pero lo agradeces tanto como la lluvia, como el agua que refresca en mayo.
Feliz cumpleaños, mi Negri. Te mando todas las estrellas que se ven en Barcelona y las que se salen a veces de mis lagrimales.
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