Vino Juan Carlos, compañero de clase de la universidad del Duque. Como él tenía clase hasta tarde, JC y yo nos fuimos a caminar por el Centro de la ciudad en lo que se liberaba. "Esta ciudad me da buena suerte", me dijo mientras caminábamos distraídos por La Rambla. "Aquí llegué por primera vez a Europa en el 2000 y desde entonces he venido cada año".
Ahora vive en Bavaria, trabajando para la industria automotriz. Toda la tarde estuvo haciéndome bromas cuando pasaba un grupo de morenos africanos. "Mira, mis primos". Lo peor es que yo caí una y otra vez, muerta de risa. A diferencia de Bavaria, donde él es raro, único y seguido por todas las chicas, en Barcelona nadie lo pela.
Caminábamos por el "peligroso" Raval cuando decidimos dar una vuelta inesperada y nos encontramos ante un montón de chicas, vestidas y maquilladas con excepcional fuerza. "Ah, las azafatas", dijo Juan Carlos. No puedo evitarlo, las zonas rojas me causan una mezcla chistosa de curiosidad y horror, sobre todo cuando no me siento segura aún. ¿Lo que más recuerdo? Dos viejos, ya entrados en años, la imagen prototípica del viejito simpático español, que regateaban en voz altísima con chicas que difícilmente habían cumplido los 18 años.
Unas cuadras después, el Mercado de la Boquería. Mientras JC hacía fotografías como turista japonés, yo hacía berrinche porque no podía quedarme con todos los olores del mercado. Escondido, pero encontré de todo: había hasta chiles habaneros. ¿Lo que más felices nos hizo? Un par de preciosos aguacates y otros tantos limones (conocidos aquí como limas). Lo único que me faltó - berrinche y antojo absurdo, pero bueno - fue un botellín de Salsa Valentina para comerme unas carísimas papitas. Pero en fin.
En el Centro del Mercado, está la sección de pescados y mariscos. Hay langostas de hasta 35 centímetros de largo... ¡y están vivas! Venta de crustáceos vivos... eso puede ser divertido.
Después de encontrarnos con el Duque, fuimos a un bar de chupitos (hecho para ponerse estúpido con poco dinero y buen licor). Alrededor de las 12.45 salimos a buscar un antro para bailar. Nos atrapó un cazador de grupos que nos llevó a un sitio gay en sus primeras horas de operación. Yo, divertidísima, bailé hasta las 4.30 de la mañana. Caminamos a casa y llegamos a las frescas cinco, cansados, apestando a cigarro pero agradeciendo la tranquilidad de la noche catalana.
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