5.11.04

Ciudades con Soundtrack en Vivo

No me sorprenden los músicos callejeros por si mismos. En Guadalajara y sobre todo en la Ciudad de México, me acostumbré a los conciertos inesperados y desiguales de artistas de todas clases que se subían al camión, al metro, que paseaban por las calles, etc.

Sin embargo, estos artistas callejeros tenían un error de marketing: no sabían buscar exactamente a su público objetivo. O bueno, más bien me retracto porque quizá su público objetivo eran los cientos de traseúntes hartos de todo que les iban a tirar una moneda más por compasión con sus propios oídos que por otra cosa. En fin. La gran diferencia con los músicos callejeros de Barcelona es que saben buscar el momento y - sobre todo - el lugar perfecto para encontrarse con sus escuchas.

Hoy, mientras caminaba por las calles de atrás de la catedral, donde los restos de la muralla romana se funden con los edificios más tardíos y huele como a viejo, los volví a encontrar. Primero, en una zona donde no hay entradas a las iglesias y lo único que se ve son enormes murallas, dos músicos aparentemente hindús, con sus instrumentos autóctonos dan insólitos conciertos para los mirones, mismos que sirven como perfecta música de fondo para que los vendedores pakistaníes extiendan por las estrechas callejuelas decenas de pashminas de colores destinadas a encantar los ojos de las turistas.

Apenas unos pasos más adelante, en la placita que está frente a la salida lateral de la catedral, la música comienza a mezclarse con acordes tocados en violín y chelo. Cincuenta metros más y la confusión termina del todo. La calle, por un extraño sentido de la coincidencia - o del marketing - es el Callejón de la Piedad. Los músicos, en sus tempranos treinta, vestidos con pantalones de mezclilla, camisa de vestir y suéter y omnipresentes lentes de pasta, interpretan con imposible correción el Canon de Pachebel. En los estuches de sus instrumentos brillan algunas monedas y también algunos discos compactos de sus propias grabaciones, que podrían o no ser caseras. El público varía, pero siempre hay por lo menos cinco personas absortas escuchándolos. Los otros, seguimos caminando pero no ignoramos del sonido: dejamos que los acordes nos acompañen por las calles amuralladas, entre tiendas de velas, dulces, pan y trampas para turistas, hasta salir a la iluminada plaza de Jaume I, el conquistador.

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