Las últimas semanas se pasaron rápidas, en una vorágine de reuniones, comidas, visitas al doctor, aeropuertos, carreteras, encuentros, desencuentros. Las flores que me regalaron el día que dejé la oficina están muertas, pero siguen en mi sala.
Mi departamento está más cerca del cielo que otros lugares del Distrito Federal. Todos y cada uno de los escalones que subo para llegar al cuarto piso me dan la certidumbre de la luz, de una visión panorámica y rica, sobre todo de noche. A través de la ventana que está junto a mi lado de la cama, se ven las lucecitas de las colonias cercanas, como un bordado de falsas estrellas.
Ahora, desde donde estoy sentada, pareciera que toda mi casa está pintada de blanco. Lo cierto es que hay muros verdes, azules, amarillos, muchos cuadros, más plantas aún, libros - la mayoría de ellos ya metidos en gigantes tinas herméticas de plástico -, discos, un cierto aroma familiar.
El Duque está sentado en el estudio, arreglando algunos papeles. Yo ni siquiera he hecho mi maleta. No puedo. Tengo los pies de alguien sobre mi pecho y unas ganas enormes de llorar. Quiero irme, pero no quiero dejar mi casita, el castillo de Chuchurumbel que tanto tiempo nos llevó dejar habitable. Vaya, finalmente, es mi casa.
Seguiré escribiendo desde un lugar muy, pero muy lejano, como dicen los cuentos. Sé que el Castillo se queda en buenas manos y que el Tímpano - uno de mis casi primos - lo cuidará como lo hacía con sus acetatos de los Beatles y Janis Joplin cuando estábamos en la preparatoria. También sé que cuando regrese estarán ahí mis libros, mis fotografías, mis recuerdos y quizá algunos bichos como el Stich de peluche que está sentado junto a mí. Lo sé. Pero no puedo evitar estar llena de nostalgia.
Millones de gracias a todos los que nos despidieron en Toluca, Vallarta, Guadalajara y la Ciudad de México - en todas nuestras pequeñas patrias. Gracias. Ahora es momento de armarse de valor y seguir, que esto era - dijimos - lo que estábamos buscando.
Barcelona, ahí vamos.
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