Aventuras del Cronopio en Ticolandia - Primera Parte
Hoy tengo acceso por primera vez desde mi tardío arribo ayer a Costa Rica. No tengo ni 24 horas en el país y ya puedo darme idea de muchas cosas. Por ejemplo, me sorprendió enterarme que para cruzar el país de extremo a extremo por su parte más ancha sólo hay que recorrer poco más de 480 kilómetros. Curiosidades geográficas.
El vuelo de ayer no fue el mejor del mundo. No venía lleno, pero la gente hacía tanto ruido que parecía que sí. Otra vez me volvió a tocar esa cena tan particular consistente en \enchiladas\ que son tacos de cochinita pibil con salsa verde. Bastante desagradable. Unos gringos escandalosos venían gritando junto a nos. Un poco terrible.
Llegamos al aeropuerto poco después de las once. El equipaje tardó en bajar. Tanto Martha como yo traíamos sendas maletas, difíciles de cargar. Extranié la cordialidad de los aeropuertos mexicanos, por absurdo que esto sea. Casi me voy con todo y maleta de regreso en la cinta de transportación y nadie me ayudó. Triste.
Salimos y tomamos un taxi con el taxista/guía de turistas que uno nunca sabe si anhelar o huir de él, sobre todo cuando pasan de las doce de la noche. La calle principal (y aparentemente única por donde podíamos pasar) estaba cerrada porque hoy se iba a realizar una especie de maratón musical en favor de la tercera edad. Total que tuvo que tomar una ruta alterna. Horror de ruta alterna.
Ya había sentido yo muy feo cuando llené mi forma migratoria y tuve que firmar debajo de un letrero que dice en mayúsculas que entiendo sobre las graves penas que causa la explotación sexual de menores en Costa Rica. Y de pronto, al ver a 'toda la mercancía' en la calle, se me rompió bastante el corazón. El lugar, además, se veía francamente peligroso. Cuando llegamos al hotel/hostal donde nos estamos quedando estas dos noches, me sentía el doble de cansada por el estrés de pasar por calles que hasta el taxista calificó como 'francamente peligrosas'.
Total nos recibieron a las 12.40 con la noticia de que a las 6.30 de la maniana estarían aquí por nosotros para llevarnos a nuestro tour de rafting. Inmediatemente a las camas limpias, pero no demasiado cómodas (se mueven, vaya). A las 5 ya había salido el sol. A las 6.30 estábamos casi desayunadas, incluso. Llegaron tarde por nosotros, un hombre alto y rubio y un chofer gordito, simpático y con una boca hecha un desastre. Desde el momento en que nos subimos, todo estaba mal para el guía. Eramos demasiado delgadas, no podríamos remar, había que ir por otro tipo que nos ayudara. El tipo no llegó. Se había quedado dormido.
El desayuno que incluía el tour lo hicimos en un parador para camioneros. Tampoco era tan malo. Probamos el tradicional 'Gallo Pinto' [conocido para mí como moros con cristianos] con pollo. Media orden de eso y un vaso de jugo después salimos en camino. 45 minutos de conducir a través de la selva y llegamos a otro sitio para esperar a que nos llevaran la balsa. Llegó la balsa: gris, descolorida y sin otro tripulante. O, nuestro supuesto guía, logró hacerme sentir bien conmigo: nunca había conocido a una persona que se quejara de TODO tanto o más que yo.
Por fin llegamos a la entrada del río. Nos dimos cuenta que llevábamos la ropa menos indicada, pero ni modo. Martha comenzó a ponerse nerviosa cuando nos hicieron firmar un disclaimer de seguridad. En plan 'si te mueres, no es nuestra culpa'. Había otros chicos con dos botes mucho más lindos que iban a llevar un grupo grande. En mi corazón, mientras tomábamos algunas fotografías, deseé que pudiéramos irnos con ellos.
Deseo cumplido. O. nunca pudo inflar nuestra balsa que tenía problemas con una válvula y habló con otro de los guías para irse con nosotros. Nos subimos. Los primeros dos rápidos uno siente mucha angustia. Te dicen que remes para adelante y remas para atrás. Después de acostumbras: a las órdenes, al agua fría que te salpica, al sol que te pega, a los pájaros que vuelan alrededor. A ver lindo mientras remas. Un lugar maravilloso.
Poco más de una hora después, O. decidió que nosotros nos bajábamos ahí. Martha y yo, que habíamos hecho migas con el otro guía, lo miramos con ojos de desamparo. Estuvo de acuerdo en que siguiéramos otra hora más con ellos. Muy feliz.
Después de un rato, paramos en un claro. Sacamos del agua una de las barcas y nos prepararon el almuerzo: fruta tropical, sándwiches y galletas con queso y ate. Fuí tan feliz. Unos monos nos gritaban desde lejos para que les dejáramos los restos. El guía fue implacable: no porque se generar moscas. Si quieren papaya, que bajen una de los árboles. Fair enough.
Ya casi para terminar encontramos un rápido muy crecido. Martha se salió del bote pero la rescatamos pronto. El otro bote se volteó por completo. Tuvimos que trabajar en el salvamento de seis gringos. Intenso. Después, yo me tiré al agua y me llevó la corriente, casi para llegar a nuestro destino. Tuvieron que salvarme. Pero no pasó a mayores.
Nos cambiamos de ropa, nos despedimos de companieros y guía y de vuelta a la camioneta con O. y su carota. Volvimos a parar para comer algo. En la carretera llovió y no pude evitar quedarme dormida. Llegamos y me negué a llenarle su tarjeta de recomendación.
Colofón: son menos de las nueve de la noche y no me quiero mover del hotel. Maniana salimos a las 6.15 a conocer el volcán Poas. Mientras escribo, la máquina se bambolea porque mi equilibrio sigue en el vaivén de los rápidos. Estoy quemada. Mis tenis quedaron hechos un desastre.
Hace tiempo que no me divertía tanto.
[Extranié mucho al Duque. Le hubiera encantado. Tendremos que traerlo otra vez]
Ahora, a dormir. Quizá, si logro vencer mi miedo, saldré a cenar algo.
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