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Desde el tren, vimos los campos de verduras cercanos al Prat, los bañistas en la playa, el mar que todavía sigue vestido de verano a ratos. Hablábamos sin tregua de las sorpresas, de la necesidad de movimiento, de la inminencia de los retornos. A veces me sorprende con la Cómplice que, cuando le digo las cosas - cuando las acomodo en mi cabeza para explicárselas - es cuando las entiendo. Y entonces se me llenan los ojos un poquito de agua, y desbordan. Ella entiende porque también le pasa. Y no paramos, no logramos, parar de hablar.
Le conté cómo me servían esas horas de tren hace años para encontrarme - el tránsito diario, que acabó agotándome, también fue lo que me ayudó a entender quién era, en dónde estaba. Tantos meses yendo y viniendo que me dejé un pedazo del cuerpo ahí... y al llegar al pueblo descubrí que ahí estaba, esperándome. Recorrimos las calles que había visto tantas veces, vimos los bares aquellos, la orilla de aquel mar. Pedimos un café en una terraza llena de modernos, con sus hijos modernitos. Y nos quedamos nosotros también, moderneando. Vimos la película con cientos de personas que también la habían visto en casa, en un video. Nos horrorizamos un poco con las escenas que recordábamos y otro tanto con las que no.
Salimos después al pueblo y seguía siendo aquel sitio donde estuve - aunque hubiese cambiado en la forma, permanecía el fondo. Después de dos bares de tapas y una larga plática con mi gran amigo local, regresamos. Y otra vez, mientras mirábamos el mar, no podíamos dejar de hablar - de arreglar, futurear, esperar. Fuimos y volvimos de sol, del verano que se resiste a irse, del futuro que nos mira, aburrido, mientras nosotros decidimos cuándo entrar a él.
(Esta crónica es para la Cómplice, que le gusta ser cronicada. Y para el futuro, que necesita alguien que lo cuente, y hoy me parece un poco más cercano de lo que parecía esta mañana.)
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