No creo que crean en el amor como en una lámpara de inagotable aceite (Sabines dixit). Creo que han creído en él como un proyecto a largo plazo donde muchas cosas podrán ir mal, o bien, o regular - pero irán si ambos quieren que vayan. Pero siempre han encontrado la manera de tomar la vida de forma en las que todos los involucrados salgamos lo mejor parados. Me encanta cuando se aman. Me ponen de nervios cuando se discuten. Me ilusionan cuando, en conjunto, se ilusionan con algo. Me sorprenden cuando cambian. Me maravillan con la manera que tienen de amarnos.
Ella me contó que cuando recién había conocido al ingeniero se fue de vacaciones con una amiga. En algún lugar, le ofrecieron leerle la suerte con su cigarro. Guardó la ceniza y la mujer le dijo que se casaría ese año, con alguien que trabajaba en comunicación, que ella no esperaba. Como respuesta, ella soltó una carcajada. Casarse. Ese año. Y después tener una hija.
Resulta que las artes adivinatorias eran ciertas. Y en el penúltimo día del mes de octubre de hace 38 años, dos muchachitosimberbes que se gastaron todos sus ahorros en hacer una fiesta - "para eso se casa uno, para tener una fiesta" - se prometieron que estarían juntos siempre. Y siguen.
Me fascina, me encanta, me enamora verlos sonreír. No creo que todo haya sido fácil - ni que lo sea ahora, ni que lo será en el futuro. Pero existen esos momentos, como estos de la fotografía, que me recuerdan o me hacen imaginar cómo pudo haber sido ese primer momento. Y saber que se siguen riendo juntos, aunque sea de vez en cuando, me da fé. Fé que estar juntos siempre es una cosa que pasa y a veces incluso está escrito en las estrellas.
30.10.14
29.10.14
De cómo los Pitufos quieren a sus jefes (un cumpleaños)
Entré por primera vez en mi vida a una redacción en un lluviosísimo agosto de 1997. Yo sabía que era una redacción, pero el sitio parecía una zona de guerra porque el diario estaba al borde del cierre. Algunos de mis compañeros de la preparatoria - habíamos terminado unos meses atrás - corrían de un lado para otro intentando resolver problemas técnicos de una serie de ordenadores mientras algunos pocos reporteros de toda la vida trabajaban, intensivamente, para sacar el diario del día siguiente. Yo me debatía entre la sorpresa y la felicidad de estar en una redacción y el desconcierto de sentir esa redacción en peligro. Un par de minutos después, alguien me dejó enfrente de un escritorio donde dos hombres fumaban intensivamente. Muy intensivamente. Mientras hablaba con ellos, me di cuenta que encendían un cigarro con el otro. Yo pregunté qué podía hacer... ellos removían papeles y me preguntaron que cuánto tiempo tenía. "Bueno... se supone que tengo clase ahora y necesito ir al Teatro Experimental para ver el montaje que ganó el Premio Nacional". A uno de ellos, entre el cigarro, los papeles y la pantalla, se le iluminó la cara. "¡Muy bien! ¿Sabes hacer una entrevista?".
Yo acababa de salir de la preparatoria. De hecho, ese lunes (era jueves) había comenzado la elegante licenciatura en ciencias de la comunicación. Sabía hacer una entrevista, sí. Pero no tenía grabadora ni mucho menos. Como un mago, David produjo de entre su montón de papeles una libreta y una pluma. "Vete a ver a la obra de teatro y, al terminar, hazle una entrevista al director y a los actores. Si te preguntan, diles que eres reportera de cultura de este diario".
Salí con las rodillas de gelatina. Afuera, comenzaba a caer una de esas tormentas que suelen cerrar del todo las tardes del final del verano en Guadalajara. Una entrevista. Llegué al teatro y busqué toda la información: los programas de mano, leí las entrevistas que estaban por ahí sobre el premio. En una página de mi libreta, comencé a anotarme las preguntas que me parecían que podrían ser inteligentes. Conforme bajaron las luces y comenzó la función, otra función también iniciaba en mi cabeza: si me dejarían entrar tras bambalinas o no, si podría hacerlo, si tendría el valor.
Para mi ventaja, estábamos en un teatro donde yo había hecho de "actriz" años atrás, así que conocía bien el ambiente. No me sentí rara cuando, finalmente, pude pasar tras bambalinas. Casi era como volver a casa. Mientras los actores y el director hablaban, yo tomaba nota medio en palabras claves y medio en taquigrafía. Volví a la redacción del diario con la libreta junto a mi estómago, para proteger las palabras.
Me senté y escribí la entrevista. Mi ahora Señor Editor la miró y sonrío - quizá dándose cuenta de que no había - por lo menos - demasiadas faltas ortográficas. Hizo unas correcciones y me las explicó, sobre la pantalla. "Listo. Aparece mañana. ¿Tienes más tiempo? ¿Puedes capturar una columna que llega de México?".
Enfrente de la Mac Classic, mientras mis dedos seguían tecleando, sentí un poco de vértigo. Quería decir que al día siguiente, por primera vez, iba a ver algo publicado con mi nombre en un diario de verdad. Gracias a ese Señor Editor que había creído en mi y, sin demasiadas dudas - luego entendería que no había tiempo para la duda -, me había puesto a trabajar.
A partir de ese día me llamé la Pitufa. E iba de un lado a otro de la redacción haciendo cualquier cantidad de cosas. El sueño de aquel diario nos duró poco más de año y medio pero ahí aprendí a escribir, a editar, a planificar, a pelearme. Y sabía que siempre, siempre, en el fondo de la redacción - con o sin cigarro - estaría David para explicarme qué estaba haciendo bien o qué estaba haciendo mal. Todavía a veces, cuando siento que no puedo escribir más, me encuentro con un comentario, una nota, un tweet... porque el Jefe Pitufo todavía me lee y pienso que si mis crónicas aún le gustan - a pesar de no necesitarlas desesperadamente para un cierre - es que quizá algo estoy haciendo bien.
Yo acababa de salir de la preparatoria. De hecho, ese lunes (era jueves) había comenzado la elegante licenciatura en ciencias de la comunicación. Sabía hacer una entrevista, sí. Pero no tenía grabadora ni mucho menos. Como un mago, David produjo de entre su montón de papeles una libreta y una pluma. "Vete a ver a la obra de teatro y, al terminar, hazle una entrevista al director y a los actores. Si te preguntan, diles que eres reportera de cultura de este diario".
Salí con las rodillas de gelatina. Afuera, comenzaba a caer una de esas tormentas que suelen cerrar del todo las tardes del final del verano en Guadalajara. Una entrevista. Llegué al teatro y busqué toda la información: los programas de mano, leí las entrevistas que estaban por ahí sobre el premio. En una página de mi libreta, comencé a anotarme las preguntas que me parecían que podrían ser inteligentes. Conforme bajaron las luces y comenzó la función, otra función también iniciaba en mi cabeza: si me dejarían entrar tras bambalinas o no, si podría hacerlo, si tendría el valor.
Para mi ventaja, estábamos en un teatro donde yo había hecho de "actriz" años atrás, así que conocía bien el ambiente. No me sentí rara cuando, finalmente, pude pasar tras bambalinas. Casi era como volver a casa. Mientras los actores y el director hablaban, yo tomaba nota medio en palabras claves y medio en taquigrafía. Volví a la redacción del diario con la libreta junto a mi estómago, para proteger las palabras.
Me senté y escribí la entrevista. Mi ahora Señor Editor la miró y sonrío - quizá dándose cuenta de que no había - por lo menos - demasiadas faltas ortográficas. Hizo unas correcciones y me las explicó, sobre la pantalla. "Listo. Aparece mañana. ¿Tienes más tiempo? ¿Puedes capturar una columna que llega de México?".
Enfrente de la Mac Classic, mientras mis dedos seguían tecleando, sentí un poco de vértigo. Quería decir que al día siguiente, por primera vez, iba a ver algo publicado con mi nombre en un diario de verdad. Gracias a ese Señor Editor que había creído en mi y, sin demasiadas dudas - luego entendería que no había tiempo para la duda -, me había puesto a trabajar.
A partir de ese día me llamé la Pitufa. E iba de un lado a otro de la redacción haciendo cualquier cantidad de cosas. El sueño de aquel diario nos duró poco más de año y medio pero ahí aprendí a escribir, a editar, a planificar, a pelearme. Y sabía que siempre, siempre, en el fondo de la redacción - con o sin cigarro - estaría David para explicarme qué estaba haciendo bien o qué estaba haciendo mal. Todavía a veces, cuando siento que no puedo escribir más, me encuentro con un comentario, una nota, un tweet... porque el Jefe Pitufo todavía me lee y pienso que si mis crónicas aún le gustan - a pesar de no necesitarlas desesperadamente para un cierre - es que quizá algo estoy haciendo bien.
28.10.14
Pequeñísimas victorias
Imagino que ella también me vio. Al llegar a la plaza donde había quedado de verme hoy con una amiga para intentar ponernos al día de todo lo que ha pasado en los últimos meses (su panza de embarazo ya es grande y clara, como un pequeño planeta), comencé a recorrer los rincones con la vista. Como siempre, pensé, quizá se me haya hecho tarde. Pero no: mi amiga aún no estaba ahí y yo comencé a mandar mensajes en el teléfono mientras buscaba donde sentarme. Mientras doblaba mis rodillas para dejar el resto de mi cuerpo caer en un banco al rayo de sol, la vi. Sentada del otro lado de la plaza, aquella jefa hijadeputa a la que pude temer tanto, tantísimo.
Me quedé de piedra. Incluso, creo que mi cuerpo estuvo un poco en suspensión - la instructora de danza estaría tan orgullosa de mi, con mi centro tan apretado y mi culo y mi pecho conteniendo la respiración. Supongo que abrí mucho los ojos y ese momento en el que todo parecía parar era sólo una impresión. Así que dejé mi cuerpo caer y la miré. Me estaba mirando. O por lo menos eso creí. Bajé la mirada hacia dentro de mi bolsa y calculé mis opciones: podía levantarme e irme de ahí, hacia otro banco. O podría cambiar el sitio de la cita y llamar desde ahí a mi amiga contando alguna excusa. O podría no hacer nada. O podría levantarme, caminar con paso firme la distancia que me separaba de ella y saludarla muy cordialmente.
Levantarme. Sacudirme el susto que todavía llevaba en el cuerpo. Dar la orden a la pierna derecha para que se estirara y recibiera el peso de mi cuerpo y lo sostuviera balanceando mientras la pierna izquierda se estiraba por enfrente de ella, acomodándose para recibir el peso de nuevo. Una pierna tras otra. Con el sol lagañoso en la cara. Quizá me cruzaría con una de las palomas de la plaza y la asustaría con mis pasos. O podía ser que comenzara de pronto, sin aviso, a caer una lluvia fina que la hiciera correr a ella de su terraza y a mi de mi cámara lenta. O que simplemente pudiese cruzar sin interrupciones, sin que nadie viese en mí el pánico y llegara ahí, sonriendo.
Todo eso pensé desde mi trinchera: la banca. No fui a ningún sitio. La miré desayunar con sus amigos en un día laboral, cerca del mediodía, con la calma. La vi fruncir la boca, la frente, agitar las manos, sacudir el cabello y el gesto perenne de desprecio. Me di la opción del niño que ve a la bruja y, en lugar de gritar, huir o correr hacia ella la mira, como quien mira a una figura de cera.
Mi amiga llegó y me levanté a abrazarla. Nos sentamos en otra terraza, al otro lado de la plaza, desde donde también la veía pero, en cuanto llegó el caféconleche, me olvidé de su presencia y me concentré en la cadencia de la voz querida enfrente de mi. Cuando menos acordé, había desaparecido. Ni siquiera me había quedado una nube con olor azufre para darme cuenta de su salida - se fue y punto.
Y me pareció una victoria cuando mis hombros comenzaron a alejarse de mis orejas y mi postura física comenzó a parecer la de una persona normal. Y cuando me di cuenta que, a pesar del miedo, no me había ido: porque esa plaza, como todas, también es un poco mía.
Me quedé de piedra. Incluso, creo que mi cuerpo estuvo un poco en suspensión - la instructora de danza estaría tan orgullosa de mi, con mi centro tan apretado y mi culo y mi pecho conteniendo la respiración. Supongo que abrí mucho los ojos y ese momento en el que todo parecía parar era sólo una impresión. Así que dejé mi cuerpo caer y la miré. Me estaba mirando. O por lo menos eso creí. Bajé la mirada hacia dentro de mi bolsa y calculé mis opciones: podía levantarme e irme de ahí, hacia otro banco. O podría cambiar el sitio de la cita y llamar desde ahí a mi amiga contando alguna excusa. O podría no hacer nada. O podría levantarme, caminar con paso firme la distancia que me separaba de ella y saludarla muy cordialmente.
Levantarme. Sacudirme el susto que todavía llevaba en el cuerpo. Dar la orden a la pierna derecha para que se estirara y recibiera el peso de mi cuerpo y lo sostuviera balanceando mientras la pierna izquierda se estiraba por enfrente de ella, acomodándose para recibir el peso de nuevo. Una pierna tras otra. Con el sol lagañoso en la cara. Quizá me cruzaría con una de las palomas de la plaza y la asustaría con mis pasos. O podía ser que comenzara de pronto, sin aviso, a caer una lluvia fina que la hiciera correr a ella de su terraza y a mi de mi cámara lenta. O que simplemente pudiese cruzar sin interrupciones, sin que nadie viese en mí el pánico y llegara ahí, sonriendo.
Todo eso pensé desde mi trinchera: la banca. No fui a ningún sitio. La miré desayunar con sus amigos en un día laboral, cerca del mediodía, con la calma. La vi fruncir la boca, la frente, agitar las manos, sacudir el cabello y el gesto perenne de desprecio. Me di la opción del niño que ve a la bruja y, en lugar de gritar, huir o correr hacia ella la mira, como quien mira a una figura de cera.
Mi amiga llegó y me levanté a abrazarla. Nos sentamos en otra terraza, al otro lado de la plaza, desde donde también la veía pero, en cuanto llegó el caféconleche, me olvidé de su presencia y me concentré en la cadencia de la voz querida enfrente de mi. Cuando menos acordé, había desaparecido. Ni siquiera me había quedado una nube con olor azufre para darme cuenta de su salida - se fue y punto.
Y me pareció una victoria cuando mis hombros comenzaron a alejarse de mis orejas y mi postura física comenzó a parecer la de una persona normal. Y cuando me di cuenta que, a pesar del miedo, no me había ido: porque esa plaza, como todas, también es un poco mía.
17.10.14
10 años (primer inventario)
3650 días. Una súper fiesta programada para hoy. Algunos amigos invitados. Muchos que faltan. Venir de una familia grande y saber que, aunque no tienes marido ni hijos, has hecho una familia aún más grande. Muchos días de viaje. Muchos días en casa. Dos Másters. Casi un Doctorado. La putatesisdeloscojones. Un postgrado (en Coolhunting... whatever that means). Tres universidades. Cientos (literalmente) de alumnos. Tres hombresdemivida. Una vidaparamimisma. Cuatro compañeros de piso. Decenas de estancias de turistas. Muchos jeans rotos en la entrepierna por caminar. Y tenis. Y zapatos normales. Cientos de libros leídos. Un par de libros escritos (que no publicados). Media docena de blogs (unos públicos, otros no). Un embarazo. Un aborto. Dos cirugías. Media docena de pruebas de HIV. Una nariz inútil. Un psiquiatra. Una psicóloga. Una psicoterapeuta. Dos ginecólogos. Tres otorrinos. Un amoroso cardiólogo. Un padre putativo. Una madre putativa. La ilusión de una casa. La desilusión de una casa. La tranquilidad de volver caminando a las cuatro de la mañana. El karma de dar clases en la Universidad. Quedarse encerrada una vez en la biblioteca, un sábado. Muchos, muchos, muchos aviones. Un permiso de conducir. Un montón de kilómetros en auto. Un cruce trasatlántico en barco. Unos besos robados enfrente de un hotel en calle Fontanella. Una estampida de mariposas en el estómago después de un beso erróneo en la Plaça de Sant Pere. Muchos amantes incovenientes. Muchos amigos de adultez. Dos urbanistas serbios. Un montón de visitantes. Una consulta para la independencia. Una decena de juegos del Barça en el Camp Nou. Aprender a andar en bicicleta. Enamorarme de mi instructor para aprender a andar en bicicleta. Ir con él al cine. Desenamorarme. Una hermana holandesa. Una hermana argentina pero uruguaya pero catalana. Una hermana que fue. Una cómplice local. Los éxitos de los otros - ese trabajo nuevo, esa nominación al Grammy Latino, ese anillo de compromiso, esos cuatro embarazos al tiempo. Otros tantos divorcios (de todos nosotros). Una jefa hijadeputa. Un jefe hijodeputa. Un montón de trabajos exóticos. Aprender a cocinar. Enamorar con la cocina. Hacer tinga, mole, carnenesujugo, birria, ceviche, tamales... Entender que amo comer. Bajar cinco kilos. Subir siete. Bajar diez. Subir cinco. Bajar quince. Subir siete. Aprender que el peso se mide por lo feliz que te ves en las fotos. Decidirme a viajar por viajar. Un tatuaje que me hace regresar. Un bar de casa. Desarrollar la habilidad de echar una bronca. Extrañar el tequila y el mezcal (y las tortillas y la cerveza Indio). El cabello más largo de la vida. Mechas rosas. Mechas azules. Mechas verdes. El pelo liso y no saber cómo verme en el espejo. La ilusión de irme. Las ganas de quedarme. La noción de volver.
Un último piropo (en inglés, por correo): "You have a smile that I will always remember, it makes me feel that everything is right in the world as long as you smile and believe."
Pura, absoluta, total fe y gratitud que hacen que después de diez años sepa que soy, de hecho, de aquí. En el fondo, sé que amo a esta ciudad porque cada día hago el esfuerzo de volver a enamorarme de ella - la dejo que sea como es (no puedo cambiarla) pero sé que nos hemos hecho, de alguna manera, a la forma de la otra durante este tiempo.
Y de tanto amor, uno solamente puede estar agradecido.
Un último piropo (en inglés, por correo): "You have a smile that I will always remember, it makes me feel that everything is right in the world as long as you smile and believe."
Pura, absoluta, total fe y gratitud que hacen que después de diez años sepa que soy, de hecho, de aquí. En el fondo, sé que amo a esta ciudad porque cada día hago el esfuerzo de volver a enamorarme de ella - la dejo que sea como es (no puedo cambiarla) pero sé que nos hemos hecho, de alguna manera, a la forma de la otra durante este tiempo.
Y de tanto amor, uno solamente puede estar agradecido.
14.10.14
Otro día
El comercio barcelonés hace años que no está cerrado a cal y canto los domingos, pero hay cosas que todavía hay que comprar los sábados o cualquier día con más movimiento. Conociendo bien el barrio en el que vives, en el último minuto te puedes montar cualquier tipo de fiesta o banquete sin grandes problemas, pero son los ingredientes de especialidad los que se convierten en un reto.
El domingo, con el reto impuesto de cocinar un Pho, me desperté para darme cuenta que no sólo me faltaba la carne, sino también jengibre, limas y pimiento picante. Había pequeños detalles que en mis excursiones de días anteriores no había logrado incluido. Así que salí a las calles, a los rincones donde ya sé que encontraré las cosas, a comprar la carne, las limas, el jengibre... pero el pimiento picante perdido.
Ya hecha a la idea de que tendría que utilizar algo que se estaba muriendo en el fondo de mi nevera, regresé sobre mis pasos a una tienda a la que hace meses y meses no me acercaba. Y me encontré a mi antiguo tendero, un señor pakistaní con el que me sonreía todos los días durante años - porque era el único que habría esa tienda en Rec Comtal. Antes de entrar a la tienda ya había visto una caja con los pimientos de marras: tomé cuatro y entré como una exhalación a la tienda, con ellos en la mano.
Sus ojos se abrieron en sorpresa. "Bon día!", me dijo, en esa forma que tenemos los adoptados de Catalunya de saludarnos en catalán porque es nuestro idioma de encuentro. "Bon día", contesté, sonriendo, mientras él organizaba las cosas de otra señora que iba a pagar. "¿Qué llevas? ¿Sólo eso?". Extendí la mano y le mostré los cuatro pimientos mientras asentía con la cabeza. "Déjalo... ya me pagas otro día", me dijo, mientras hacia la seña de que me fuera. Seguramente me veía la prisa. "Y bon día!", otra vez, antes de salir.
Me sonreí yo y la gente que estaba en la tienda. Regresé a casa rápida, haciendo la lista mental de las cosas que tenía que poner en la olla con el jengibre y en los platos con el pimiento. Mientras abría la puerta de casa, pensé en las solicitudes de empleo que ahora envío a un lado y otro del océano. Uno es del lugar que reconoce como suyo por la forma en que detecta incluso las heridas de la calle sin mirarlas. Donde sabes cuál es la forma más rápida de moverte de un sitio a otro, a dónde puedes ir a comprar qué en un día festivo y si hay realmente alguna opción para aquello que se te olvidó. Sabes que eres de ahí porque los demás te lo recuerdan. Sabes que eres de ahí porque aunque te vayas - aunque pasen meses sin ver esas calles, esas tiendas, esas personas - ellos saben que pertenecías (alguna vez) a ese sitio.
El domingo, con el reto impuesto de cocinar un Pho, me desperté para darme cuenta que no sólo me faltaba la carne, sino también jengibre, limas y pimiento picante. Había pequeños detalles que en mis excursiones de días anteriores no había logrado incluido. Así que salí a las calles, a los rincones donde ya sé que encontraré las cosas, a comprar la carne, las limas, el jengibre... pero el pimiento picante perdido.
Ya hecha a la idea de que tendría que utilizar algo que se estaba muriendo en el fondo de mi nevera, regresé sobre mis pasos a una tienda a la que hace meses y meses no me acercaba. Y me encontré a mi antiguo tendero, un señor pakistaní con el que me sonreía todos los días durante años - porque era el único que habría esa tienda en Rec Comtal. Antes de entrar a la tienda ya había visto una caja con los pimientos de marras: tomé cuatro y entré como una exhalación a la tienda, con ellos en la mano.
Sus ojos se abrieron en sorpresa. "Bon día!", me dijo, en esa forma que tenemos los adoptados de Catalunya de saludarnos en catalán porque es nuestro idioma de encuentro. "Bon día", contesté, sonriendo, mientras él organizaba las cosas de otra señora que iba a pagar. "¿Qué llevas? ¿Sólo eso?". Extendí la mano y le mostré los cuatro pimientos mientras asentía con la cabeza. "Déjalo... ya me pagas otro día", me dijo, mientras hacia la seña de que me fuera. Seguramente me veía la prisa. "Y bon día!", otra vez, antes de salir.
Me sonreí yo y la gente que estaba en la tienda. Regresé a casa rápida, haciendo la lista mental de las cosas que tenía que poner en la olla con el jengibre y en los platos con el pimiento. Mientras abría la puerta de casa, pensé en las solicitudes de empleo que ahora envío a un lado y otro del océano. Uno es del lugar que reconoce como suyo por la forma en que detecta incluso las heridas de la calle sin mirarlas. Donde sabes cuál es la forma más rápida de moverte de un sitio a otro, a dónde puedes ir a comprar qué en un día festivo y si hay realmente alguna opción para aquello que se te olvidó. Sabes que eres de ahí porque los demás te lo recuerdan. Sabes que eres de ahí porque aunque te vayas - aunque pasen meses sin ver esas calles, esas tiendas, esas personas - ellos saben que pertenecías (alguna vez) a ese sitio.
11.10.14
Excursión
Anoche, a las dos y pico de la mañana, sabiendo que se me venía encima una especie de gran resaca moral, le mandé un mensaje a la Cómplice. "¿Me acompañas mañana a Sitges?". En pleno festival de cine fantástico, pasaban una versión remasterizada de los Gremlins. Hacía poco más de una semana que me había enterado y, en un arranque de optimismo, compré dos entradas de esas que uno compra esperanzado, ilusionado. Hace un par de días había hablado con la cómplice del plan y le pareció una idea magnífica... Pero yo, que luego hago las cosas demasiado de último momento, no le dije nada hasta anoche. Lo bueno es que la Cómplice es como yo - en tantas y tantas cosas - y no dudó un minuto.
Nos vimos temprano para tomar el tren - la ciudad todavía no estaba inundada de gente mientras caminábamos a la estación. Y fue en la estación donde comenzaron los recuerdos: todos esos meses yendo a Sitges, todos los días, a trabajar. Los años que han pasado desde entonces. La otra persona que iba y venía y que ahora no sé si reconozco aún cuando me miro al espejo.
Desde el tren, vimos los campos de verduras cercanos al Prat, los bañistas en la playa, el mar que todavía sigue vestido de verano a ratos. Hablábamos sin tregua de las sorpresas, de la necesidad de movimiento, de la inminencia de los retornos. A veces me sorprende con la Cómplice que, cuando le digo las cosas - cuando las acomodo en mi cabeza para explicárselas - es cuando las entiendo. Y entonces se me llenan los ojos un poquito de agua, y desbordan. Ella entiende porque también le pasa. Y no paramos, no logramos, parar de hablar.
Le conté cómo me servían esas horas de tren hace años para encontrarme - el tránsito diario, que acabó agotándome, también fue lo que me ayudó a entender quién era, en dónde estaba. Tantos meses yendo y viniendo que me dejé un pedazo del cuerpo ahí... y al llegar al pueblo descubrí que ahí estaba, esperándome. Recorrimos las calles que había visto tantas veces, vimos los bares aquellos, la orilla de aquel mar. Pedimos un café en una terraza llena de modernos, con sus hijos modernitos. Y nos quedamos nosotros también, moderneando. Vimos la película con cientos de personas que también la habían visto en casa, en un video. Nos horrorizamos un poco con las escenas que recordábamos y otro tanto con las que no.
Salimos después al pueblo y seguía siendo aquel sitio donde estuve - aunque hubiese cambiado en la forma, permanecía el fondo. Después de dos bares de tapas y una larga plática con mi gran amigo local, regresamos. Y otra vez, mientras mirábamos el mar, no podíamos dejar de hablar - de arreglar, futurear, esperar. Fuimos y volvimos de sol, del verano que se resiste a irse, del futuro que nos mira, aburrido, mientras nosotros decidimos cuándo entrar a él.
(Esta crónica es para la Cómplice, que le gusta ser cronicada. Y para el futuro, que necesita alguien que lo cuente, y hoy me parece un poco más cercano de lo que parecía esta mañana.)
Nos vimos temprano para tomar el tren - la ciudad todavía no estaba inundada de gente mientras caminábamos a la estación. Y fue en la estación donde comenzaron los recuerdos: todos esos meses yendo a Sitges, todos los días, a trabajar. Los años que han pasado desde entonces. La otra persona que iba y venía y que ahora no sé si reconozco aún cuando me miro al espejo.
Desde el tren, vimos los campos de verduras cercanos al Prat, los bañistas en la playa, el mar que todavía sigue vestido de verano a ratos. Hablábamos sin tregua de las sorpresas, de la necesidad de movimiento, de la inminencia de los retornos. A veces me sorprende con la Cómplice que, cuando le digo las cosas - cuando las acomodo en mi cabeza para explicárselas - es cuando las entiendo. Y entonces se me llenan los ojos un poquito de agua, y desbordan. Ella entiende porque también le pasa. Y no paramos, no logramos, parar de hablar.
Le conté cómo me servían esas horas de tren hace años para encontrarme - el tránsito diario, que acabó agotándome, también fue lo que me ayudó a entender quién era, en dónde estaba. Tantos meses yendo y viniendo que me dejé un pedazo del cuerpo ahí... y al llegar al pueblo descubrí que ahí estaba, esperándome. Recorrimos las calles que había visto tantas veces, vimos los bares aquellos, la orilla de aquel mar. Pedimos un café en una terraza llena de modernos, con sus hijos modernitos. Y nos quedamos nosotros también, moderneando. Vimos la película con cientos de personas que también la habían visto en casa, en un video. Nos horrorizamos un poco con las escenas que recordábamos y otro tanto con las que no.
Salimos después al pueblo y seguía siendo aquel sitio donde estuve - aunque hubiese cambiado en la forma, permanecía el fondo. Después de dos bares de tapas y una larga plática con mi gran amigo local, regresamos. Y otra vez, mientras mirábamos el mar, no podíamos dejar de hablar - de arreglar, futurear, esperar. Fuimos y volvimos de sol, del verano que se resiste a irse, del futuro que nos mira, aburrido, mientras nosotros decidimos cuándo entrar a él.
(Esta crónica es para la Cómplice, que le gusta ser cronicada. Y para el futuro, que necesita alguien que lo cuente, y hoy me parece un poco más cercano de lo que parecía esta mañana.)
2.10.14
Una cita
La primera vez que lo hicimos, yo no sabía muy bien qué esperar pero estaba confusa casi por todo y agradecía de buen grado cualquier guía. Ella me había ofrecido hacer eso por mi después de una reunión de trabajo a la que, creo, llegué con los ojos hinchados de llorar. Días después, sentadas en el café de un hotel, M. sacó una serie de papeles y comenzó a leerme mi carta astral. Sol en Capricornio, luna en Leo y luego un montón de cosas más que no dejaban de sorprenderme y de las que, la verdad, no puedo acordarme. Guiada por una serie de trazos, me explicó mi relación conmigo misma, con mis padres, con mis parejas, con mis trabajos, la situación en la que estaba, lo que me deparaban los siguientes años. Entonces comenzamos un diálogo - ella me preguntaba cosas y yo encajaba los detalles. Yo preguntaba algo y ella me daba la explicación. A partir de ahí hablamos de un millón de cosas más... y la consulta se extendió toda la tarde y me hizo creer, de otra manera, en el universo.
Durante muchos años antes de ese día yo le tuve miedo a los horóscopos y a la astrología en general porque eso de adivinar el futuro es pecado. Pero conforme fui creciendo y descubriendo que muchas de las cosas que son pecado también son muy divertidas, aflojé mi postura (mi luna en Leo, seguramente, obrando en mi favor). No se trataba de ser necia ni desobediente: descubrí que lo de mirar las estrellas así era otra manera de buscar preguntas... y por supuesto respuestas. Me divertía, pero sabía poco. Me dediqué a leer sobre ello. En algún momento de crisis en la redacción de un periódico, armada de un almanaque lunar, escribí los horóscopos un par de semanas hasta que contratamos a un astrólogo de verdad. Luego recibimos cartas pidiendo los míos: parece que mis "predicciones" eran tremendamente optimistas y eso, bueno, gustaba. Pero lo mío era totalmente amateur: M. sabe, de verdad, con seriedad. Y es magnífico ver en sus ojos lo que descubre.
Hace unos días nos volvimos a ver, corriendo. Habíamos dejado pasar un par de años entre la última consulta y esta vez, por primera vez, no llegué hasta ahí con una angustia. Iba en realidad a verla, a darle un abrazo, a pedirle un contacto de trabajo, a tomarme una taza de café, a hablar de todo lo que ha cambiado desde la última vez que salí de esta ciudad con un plan de viaje de dos meses y pico, a buscar algo que (ahora empiezo a verlo) en realidad llevaba en los bolsillos del pantalón. "Vas a buscar preguntas", dijo mi terapeuta. Y volví con las preguntas, con algunas respuestas, y con unas ganas locas de buscar más preguntas - because that's the name of the game, baby. Según hablábamos, M. me contaba de las cosas que están bien aspectadas y no en los próximos meses: de cómo mi personalidad dual se va a encontrar discutiendo cosas básicas. De cómo ahí mismo también aparece que mi madre estará muy bien y en el futuro, habrá cambios. Muchos cambios. "Lo único que puedo decirte es que veo movimiento... nada fijo, nada estático. Más movimiento. Ya luego tendrás años de calma pero ahora te toca moverte... y reconciliar lo que necesitan tu sol y tu luna".
Como siempre, acabamos riéndonos. "Tú tienes un rollo o un noviete por ahí". "Que no". "Que sí, que aquí hay algo". "Pues es que no". "En tu viaje". "Ah... en el viaje...". Entonces le conté una cosa que fue divertida y probablemente lo menos pensado/reflexionado que he hecho en mi vida - con lo que me reí y disfruté como nunca. "Ves... tu luna en Leo. Eso tiene pinta de lo pasaste muy bien. Y con cosas como esa, con algo así, te lo vas a seguir pasando muy bien". Me sonreí y aún me sonrío al escribirlo. Esté escrita en las estrellas o no, una predicción como esa no puede más que emocionarme.
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