El 23 de febrero se conmemora en España un golpe de Estado. Hoy, en pleno domingo de desvelo y resaca, en lugar de tomarme un té y una larga ducha caliente, me quedé pegada al televisor y al Twitter viendo un falso documental (que yo no sabía que era falso) y una catarata de reacciones encontradas en las redes sociales. De gente que siempre se ha sentido engañada y por un momento creyó que la entendían. De gente que creyó que había descubierto algo y sintió que la engañaban. De otros que, muertos de envidia por ver a alguien hacer de Orson Welles, no se les ocurre otra cosa que azorillarlo. De los fans de Orson Welles que se sienten en medio de la Guerra de los Mundos...
Y en medio de la idea de una conspiración que había generado un golpe de estado, me acordé del golpe de estado que yo me dí a mi misma. También en un 23 de febrero. Yo, al igual que los que estaban en el poder en España en 1981, sentía que algo se gestaba. Algo, me parecía, en esa vida que yo estaba intentando imaginar como casi buena no iba tan bien. Y tenté el terreno. Intenté encontrar el momento para descargar mis dudas. Y, envalentonada por un par de gintónics, poco después de las tres de la mañana, solté a bocajarro la pregunta aquella de: "¿tú todavía quieres seguir conmigo?".
Lo entiendo como golpe de estado porque era ponerme a mi misma, a eso que quería, contra las cuerdas. Era enfrentarme a algo que ya me parecía que no iba del todo bien. Era anteponer mi creencia de que, después de un error inicial, las cosas deberían ser claras, transparentes, firmes para ambos. Y sabía que la pregunta, al ser violenta, también podía tener consecuencias nefastas.
Las tuvo. Me recuerdo enzarzada en una discusión mientras volvíamos a casa. Me recuerdo llorando por los rincones. Me recuerdo con un dolor de cabeza volcánico a la mañana siguiente, intentando separar la tristeza de la resaca, todo junto. Me recuerdo intentando pegar mis piezas, que sentía que se me escapaban como arena entre las manos.
Ese fue mi 23-F. Mi propio golpe de estado.
Ahora, si lo pensamos bien, el asunto no pasó el 23-F. Fue el 24-F a eso de las 3:30 de la mañana. Tampoco fue un golpe de estado porque no pensaba yo imponer ningún tipo de gobierno militar. Y la memoria que tengo de esos días dista mucho de ser fotográfica - es más bien nebulosa, confusa. Y si me acuerdo de la fecha es, justamente, porque había nevado y porque se habló - en algún momento de la tarde - de ese golpe militar. Resumen: que este post es también un falso documental. Que no sirve para mucho más que para marcarme un hito - otro aniversario de supervivencia. Cosa por la que, sé, debo estar y estoy agradecida.
23.2.14
8.2.14
Distancia relativa
Cierro los ojos. La crónica hoy viene desde adentro. Es sábado por la noche. Hace frío. Estoy en casa, con un suéter de lana, porque hace más frío adentro que afuera. Es lo que tienen las casas viejas, de techos altos, de suelos de cerámica. Mi cama está cubierta de papeles que me gritan que hace meses que no organizo todas las cosas que guardo para recordar. No he tenido tiempo de organizar los recuerdos - se agolpan, se encabalgan, se tropiezan, como en aquella casa de los cronopios de Cortázar.
Cierro los ojos. Intento concentrarme en mi respiración. Por mi cabeza pasan un montón de pensamientos, de esos de los que no lo dejan a uno concentrarse cuando está intentando esa cosa imposible que se llama meditar. Pero hago lo que me enseñaron - miro al pensamiento, lo abrazo, lo reconozco, lo dejo ir. Algunos regresan y otra vez se ponen en frente de mis ojos cerrados. "Hazme caso, escúchame, déjame que te inquiete, que te angustie, que te rompa, que te vuelva a pegar". Y lo ves frente a ti, como un niño caprichoso. Como uno de esos recuerdos. Y le tocas la cabeza, lo medio despeinas, le dices que sí, que no vaya a tropezarse... lo dejas ir.
Cierro los ojos. Este año ha empezado lento y rápido. Hoy me doy cuenta que es la primera vez que paso a escribir por aquí - he atendido otros aparadores, pero no este. Y hay, tanto, pero tanto que contar.
Cierro los ojos. Y aquí, mientras el frío me abraza, pienso también en todos los que me abrazan sin estar aquí. Algunos en este ciudad, otros en este país, en este continente... y otros lejos, tan lejos, tan lejos que incluso se han ido de este mundo físico. Pero siguen aquí. Y todos de pronto se meten en las fibras de mi suéter de lana y me abrazan, me pasan la mano por la espalda, me revuelven el cabello y me dicen que corra con cuidado, que no vaya a lastimarme.
La distancia es siempre relativa. La felicidad es siempre momentánea. Y a veces hacen falta que se rompa todo y tardar mucho en construirse de nuevo para darse de cuenta que siempre, siempre, siempre habías tenido aquí lo que querías. Cierro los ojos. Y me doy cuenta que eso que yo era sigue ahí.
Cierro los ojos. Observo. Cosas que le pasan a uno por la mente un frío sábado de febrero.
Cierro los ojos. Intento concentrarme en mi respiración. Por mi cabeza pasan un montón de pensamientos, de esos de los que no lo dejan a uno concentrarse cuando está intentando esa cosa imposible que se llama meditar. Pero hago lo que me enseñaron - miro al pensamiento, lo abrazo, lo reconozco, lo dejo ir. Algunos regresan y otra vez se ponen en frente de mis ojos cerrados. "Hazme caso, escúchame, déjame que te inquiete, que te angustie, que te rompa, que te vuelva a pegar". Y lo ves frente a ti, como un niño caprichoso. Como uno de esos recuerdos. Y le tocas la cabeza, lo medio despeinas, le dices que sí, que no vaya a tropezarse... lo dejas ir.
Cierro los ojos. Este año ha empezado lento y rápido. Hoy me doy cuenta que es la primera vez que paso a escribir por aquí - he atendido otros aparadores, pero no este. Y hay, tanto, pero tanto que contar.
Cierro los ojos. Y aquí, mientras el frío me abraza, pienso también en todos los que me abrazan sin estar aquí. Algunos en este ciudad, otros en este país, en este continente... y otros lejos, tan lejos, tan lejos que incluso se han ido de este mundo físico. Pero siguen aquí. Y todos de pronto se meten en las fibras de mi suéter de lana y me abrazan, me pasan la mano por la espalda, me revuelven el cabello y me dicen que corra con cuidado, que no vaya a lastimarme.
La distancia es siempre relativa. La felicidad es siempre momentánea. Y a veces hacen falta que se rompa todo y tardar mucho en construirse de nuevo para darse de cuenta que siempre, siempre, siempre habías tenido aquí lo que querías. Cierro los ojos. Y me doy cuenta que eso que yo era sigue ahí.
Cierro los ojos. Observo. Cosas que le pasan a uno por la mente un frío sábado de febrero.
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