Lo saben prácticamente todos mis amigos porque es una historia que, por muchos motivos, me gusta contar. De pequeña, por un problema de dirección de las piernas (ya ellas pintaban que me gustaría dar pasitos en falso), durante algunos años tuve unos aparatos que se parecían a los de la película de Forrest Gump. Cuando iba a entrar a la escuela, al kinder, mi mamá habló muy seriamente con J, mi primo que iba a entrar al mismo tiempo que yo, y le dijo que tenía que cuidarme. Que yo no podía sola, que no podía correr y que no podía dejar que los otros niños se burlaran de mi o me hicieran daño.
También me acuerdo claramente que ni él y yo comprendíamos del todo por qué los otros niños, nuestros compañeritos, lloraban sin parar el primer día. Lo hablábamos en calma, sentados juntos... muy juntos y sin soltar la mano el uno del otro.
Recuerdo que, en su papel de guardián (perro guardián, porque él en aquella temporada estaba convencido de que su destino era haber nacido perro y lo de ser niño era un desafortunado error de la naturaleza), mordió a más de algún compañerito que se quiso pasar de simpático y me quitaba algún lápiz o me hacia llorar. En consecuencia, terminábamos los dos en la dirección - no iba dejar yo que me dejaran sin mi protector. Si había que aguantar bronca, la aguantaríamos juntos.
* * *
Mi queridísimo J se casó ayer en la ciudad donde nacimos, vivimos a cuatro calles de distancia, fuimos al colegio juntos, nos divertimos juntos, crecimos juntos. Sabe que lo extraño. Sabe que lo quiero. Sabe (espero que sepa) que pocas cosas me hicieron más feliz como cuando me presentó a A y no podía dejar de tomarle la mano, de sonreír. Yo, cuando algo me hace rabiar, sé que tengo a un defensor metafísico que estará siempre de mi lado, que me recuerda que estoy protegida. Espero que él sepa que, aunque no estoy, siempre agradeceré que haya estado y espero que sea muy, pero muy feliz.
15.9.12
4.9.12
Promiscuidad
Vivir en la ciudad más densamente poblada de Europa tiene un pequeño qué cuando se trata de ruidos a través de las paredes u olores que se escurren por las ventanas. Cada edificio tiene por lo menos cinco familias vecinas que, quizá sin conocerse, se telegrafían de un piso al otro todas las noches su tránsito: de la habitación a la sala de baño, de la cocina al pasillo, de las escaleras al dormitorio.
Y a veces, a las horas de cocina, hay un pequeño martirio inflingido de una ventana a otra: en algún sitio huele a ajo y cebolla sofriéndose en aceite de oliva; en otro, al punto de hervor de unas albóndigas en salsa de tomate; más allá, a la salsa de soya u ostras que los vecinos utilizan para condimentar un pescado...
Sabes entonces de los otros lo mismo que ellos saben de tí. Y a veces, de la manera más básica, se despiertan en tí esas pequeñas y casi inofensivas envidias: de la pareja de vecinos que suben a casa riéndose a carcajadas, del equipo de sonido con bajos perfectos, del plato de comida caliente que comerá el de más allá...
Y a veces, a las horas de cocina, hay un pequeño martirio inflingido de una ventana a otra: en algún sitio huele a ajo y cebolla sofriéndose en aceite de oliva; en otro, al punto de hervor de unas albóndigas en salsa de tomate; más allá, a la salsa de soya u ostras que los vecinos utilizan para condimentar un pescado...
Sabes entonces de los otros lo mismo que ellos saben de tí. Y a veces, de la manera más básica, se despiertan en tí esas pequeñas y casi inofensivas envidias: de la pareja de vecinos que suben a casa riéndose a carcajadas, del equipo de sonido con bajos perfectos, del plato de comida caliente que comerá el de más allá...
3.9.12
Empatía
Suena el teléfono y alguien te dice que no está bien. Al otro lado, te cuenta una historia que, desafortunadamente, tú ya pasaste. Una historia de esperas, de incertidumbres, de un dolor sordo casi como ausente... como se queda ausente todo cuando termina.
Y, aunque hayas pasado por eso, no sabes qué decirle. Más claramente - no sabes qué decirle porque has pasado por eso. Y recuerdas cómo cada palabra parecía como un alfiler mal puesto en un vestido con el que difícilmente te pasearás pero tienes que llevar algunos días. Algunas semanas. Algunos años.
Pocas veces la empatía duele con tanta precisión como cuando sabes de alguien que quieres a quien le duele algo que a tí ya te ha dolido.
Y, aunque hayas pasado por eso, no sabes qué decirle. Más claramente - no sabes qué decirle porque has pasado por eso. Y recuerdas cómo cada palabra parecía como un alfiler mal puesto en un vestido con el que difícilmente te pasearás pero tienes que llevar algunos días. Algunas semanas. Algunos años.
Pocas veces la empatía duele con tanta precisión como cuando sabes de alguien que quieres a quien le duele algo que a tí ya te ha dolido.
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