Hay una cosa que no me gusta nada de Barcelona: las cucarachas. Como toda ciudad vieja y algo ruinosa, los bichitos habitan felizmente el centro de la ciudad. Centro en el que yo vivo. El problema es que no importa qué tanto cuides la higiene de tu cocina, eventualmente ves unas antenas que están ahí, te observan. Y en un segundo le quitan a la casa todo sentido de cozyness o comodidad.
La otra cosa que es malísima es el frío. No hay nada peor que llegar a una casa que, aunque pequeña, se ha convertido en un congelador. También tiene su respuesta en los métodos de construcción - muros tan delgados que puedo saber qué programa de televisión están viendo mis vecinos - y el mal aislamiento de las ventanas.
Uno tiene días libres en diciembre. Y existe la opción de salir a las calles y toparse con miles de barceloneses en enloquecidos shopping sprees - lo interesante es que ellos critican tanto a los gringos por su "consumismo desbordado" -, y la otra posibilidad es quedarse en casa tranquilamente, a disfrutar del frío.
Entonces uno se envuelve en una cobija de plumas, enciende la caja idiota y duerme. Sueña con otras cosas. Con los que estaban. Con los que están. Con el futuro. Con el pasado. Porque el presente se convierte en un lugar frío al que no apetece salir. Ni siquiera con la nariz. Y también están las cucarachas...
Sería buenísimo que pudieran vender pastillas de sol.
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