19.11.19

Duelos

Hace un par de días que al acordarme de ellas se me detiene un poquito la respiración. Es la distancia, igual, que no me permite tirarles los brazos alrededor del cuerpo y apretarlas fuerte, estrujarlas, con las esperanza de sacarles un poquito la tristeza. Porque a veces es tanta que uno quisiera exprimirla y mancharse con ella y llevarla por ahí en homenaje al dolor de los otros.

En medio de los grandes dolores colectivos vienen los pequeños y absolutos dolores individuales. Y a la distancia vivo la pérdida de una madre, de un amigo querido, de une hije esperade. De un pedacito del cuerpo. De la mitad y media del alma. Imagino sólo el andar por ahí medio cojo de dolor, medio doblado de angustia, medio ciego, sordo y mudo porque cómo se hace para tener todos los sentidos cuando ninguno le queda al otro. Cómo, si lo único que te queda son los recuerdos, los que tienes o los que habías adelantado.

Poco se habla de la muerte, de los duelos. De la manera en que nos enfrentamos a las pérdidas que tememos tanto. Yo las temo cada vez más cada día que pasa, porque entiendo que lo que tengo (tenemos) es una cuenta atrás de un total desconocido. Y al no hablar de los duelos los hacemos más incomprendidos, más insoportables, más rápidamente silenciados. Pase a la siguiente cosa, a la otra, que la rueda de la fortuna de la realidad contemporánea no para, no da tregua, ni respiro.

Escribo aquí por les hijes que no han llegado a nosotres, por las madres y padres que nos han dejado un poco más huérfanos, por los amigues que se han apagado dejando encendida la luz. Por la promesa de su vida que ahora tenemos que re-escribir, re-enmarcar. No es cierto que dejan de doler. No es cierto que se van. Y es no hay por qué deberían de irse. También somos las cicatrices, las rupturas, las imposibilidades, los silencios. Los duelos. Los abrazos que damos en los duelos y que nos pegan, aunque sea momentáneamente, los pedazos de cielo que vamos dejando tirados alrededor.

22.9.19

V, de nuevo

Escribo casi a media noche, con las puertas de la sala abiertas, pasando medio septiembre. Hay un verano indio en Róterdam. Mis hombres duermen. Yo tengo un par de horas azotando las teclas de mi computadora como antes, como entonces, como siempre.
Me trajo de regreso a la escritura la rabia. La indecencia. El saber cosas que no se dicen. La angustia de pensar que las cosas no cambian si no hay diálogo. La tentación de imaginar que si dices algo, si escribes algo, a lo mejor mueves una consciencia. A lo mejor cambia algo. Algo de tanta tontería.
Y casi te siento, V. Casi te escucho reír al final de la mesa. Reír y joderme porque escribo la mayoría del tiempo sobre hamburguesas, sobre el niño, sobre viajes... sobre cosas que a ti te parecían un poco demasiado ridículas. ¿Y cómo explicarte que hoy es como si estuvieras a mi lado susurrándome que las cosas pueden cambiar, siempre pueden, siempre y cuando uno dé un golpe de efecto en el sitio indicado?
Escribo casi a media noche, con las puertas de la sala abierta, pasando medio septiembre, con un bourbon en la mesa y unos lagrimones recorriendo mis mejillas. Y yo, tan malamadre, tan malamaestra, me siento por un momento yo. Me siento de nuevo esa persona que necesita contar las cosas que están pasando a su alrededor. Que necesita dejar constancia de que esto lo vivió alguien, que no es ficción, que es solamente la mierda que pasa cuando los humanos son humanos y crueles con los unos y los otros.
No pretendo tener la razón. Pero, ¡carajo!, qué bien se siente escribir con rabia. Que descanso del alma cuando uno pretende menos y es más. ¿Que qué tiene uno que perder? Todo. Todo. Te imagino tanto en el exilio. Y es una imaginación tan tremenda, tan injusta. Mis batallitas no se miden con tus guerras. Y bueno, sin embargo, aquí estoy. Tirando de tu recuerdo, de tu inspiración, de tu risa que no se me va a pesar de que pasen los años para decidir que basta, que no me quedo más callada. Que si aprendí a escribir y a narrar es para que no se queden las cosas dentro. Porque dentro lastiman, hieren, pudren.
En dos semanas me ha cambiado completamente el panorama. Quién me iba a decir que estaba tan harta. Quién me iba a decir que estaba tan lista. Quién me iba a decir que seguías tan cerca de mi.
Gracias, querido. Que tu nombre no se olvida aunque lo pronuncie incontables veces en el día. Bueno que estás y que te veo en lo que todavía escribo.