6.11.14

Amsterdam y el sol de noviembre

Hacía sol. Era un poco insólito que un primero de noviembre en Amsterdam fuese tan soleado, pero estábamos por ahí, caminando, sin necesidad ni siquiera de un abrigo y con sendos lentes de sol. No teníamos ninguna intención de simular que no éramos turistas: lo éramos y lucíamos con orgullo nuestros mapas, nuestras cámaras, nuestra sonrisa. Pasaba que también el resto de la ciudad era turista en su ciudad. Era todo tan poco usual, tan de primavera, que todas - absolutamente todas - las terrazas estaban tomadas por los locales. Lo sabíamos por la incesante cantidad de diálogos en holandés y porque la ruta que tomamos había sido diseñada por un local con la intención que nos perdiéramos en la ciudad verdadera, sin perdernos del todo la de cartón piedra.

Casi me atropellan por tomar la foto (una bici, por supuesto)
Mientras caminábamos, varias veces nos encontramos mirando las cosas a través de los lentes de nuestra cámara. En más de una ocasión yo paré en seco para fotografiar aquella pareja enfrente de un canal, la luz que caía entre los árboles, el abuelo que paseaba de la mano de su nieto que lo que quería era salir corriendo. Mis nuevos amigos me esperaban, con paciencia. Sabían que después de mi sería uno de ellos el que se quedaría atrás. Éramos turistas - lo sabíamos. Lo gozábamos.

Cerca del Dam pasamos por una tienda que se anunciaba como "la única tienda de souvenires rusos en la ciudad". Nos miramos con desconcierto... pero luego nos dimos cuenta que, por más que fuéramos vestidos de turistas, no podíamos seguirlo todo igual. Sí, veíamos la ciudad a través del lente, pero estábamos buscando la manera en cómo caían las hojas, cómo el otoño se instalaba en la ciudad a pesar del sol... queríamos conocer un poco más de esos amigos que habíamos hecho así, sin esperarlo, tan pronto. Eramos turistas... o más bien viajeros, disfrazados con la parafernalia de un halloween trasnochado.

Mientras caminaba de regreso al hotel-barco, envuelta en la bruma de una migraña, sufrí una transformación. Metí mi cámara en mi mochila, me ajusté la chaqueta y los lentes de sol, y comencé a actuar como local. Dejé de utilizar mi holandés rudimentario para intentar enterarme de las pláticas y más bien me concentré en el murmullo dentro de mi cabeza que me hablaba de cómo tengo tantos pedazos del corazón escondidos entre las calles de este país. Me olvidé de ver Amsterdam como turista y, justo pasando la Estación Central, me acordé que aquí también sé cómo sentirme en casa. A pesar (y gracias) al sol de noviembre.

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