28.12.04
27.12.04
Flash informativo: ¡la nieve es la onda!
Venimos a pasar las Navidades con una hermosa familia postiza mexicana que nos adoptó en Madrid. Son amigos de mis papás y nos recibieron como si fuéramos sus hijos. El Duque está un poco preocupado porque dice que empieza a temer que seamos el menú de Nochevieja, ya que Marielena está empeñada en que comamos TODO lo que hay en su casa.
Al enterarse que yo nunca había visto nevar, hoy nos llevaron al Palacio del Escorial, como a unos 50 kilómetros de Madrid. Enrique al volante, el Duque a su lado; atrás, MaE., la hermosa Lili - que estudió filología eslava :O - y este pequeño ser, vestido de verde, erizado de frío, húmedo de lluvia y muerto de la emoción. La conclusión es bastante simple: ¡la nieve es la onda!
El primer copo que cayó sobre mis manos era una estrella perfecta. Yo gritaba en medio del patio de la iglesia del Monasterio del Escorial: "¡son como en las películas, son como en las películas!", mientras todos mis acompañantes me veían con una mezcla de serena lástima y emoción infantil. Fuera de las paredes del monasterio, el frío pelaba. A pesar de todas las protecciones, golpeaba contra la cara un viento heladísimo. Pero bonito. Me dolían de pronto los dedos de las manos y de los pies pero, como no quería que me subieran al carro, no dije nada. Caminamos un rato más y después regresamos al auto. Íbamos hacia la sierra - ¡más nieve, más nieve! -, pero a falta de cadenas regresamos a Madrid. De camino, vimos un castillo en Manzanares y ahí los copos eran mucho más grandes.
Cuando finalmente regresamos al piso - yo con mi usual mareo de carretera - moríamos de hambre. Comimos, platicamos un rato, y la querida Pau salió a buscar a su príncipe verde. Escasos diez minutos después de que había cerrado la puerta, me llamó: "Salgan a la terraza, que está nevando aquí mismo".
Nota al margen: durante el invierno, MaE usa la terraza como una segunda nevera. Hace tanto frío, que si dejas un cuenco con agua, se congela.
Y vaya. Tanto caminar para que nos llevaran la nieve a casa. Yo, francamente feliz. Nunca, pero nunca, había experimientado una verdadera blanca Navidad.
Hum... cierto... este blog les desea ¡Muy feliz Navidad! - tarde, pero seguro ;)
Al enterarse que yo nunca había visto nevar, hoy nos llevaron al Palacio del Escorial, como a unos 50 kilómetros de Madrid. Enrique al volante, el Duque a su lado; atrás, MaE., la hermosa Lili - que estudió filología eslava :O - y este pequeño ser, vestido de verde, erizado de frío, húmedo de lluvia y muerto de la emoción. La conclusión es bastante simple: ¡la nieve es la onda!
El primer copo que cayó sobre mis manos era una estrella perfecta. Yo gritaba en medio del patio de la iglesia del Monasterio del Escorial: "¡son como en las películas, son como en las películas!", mientras todos mis acompañantes me veían con una mezcla de serena lástima y emoción infantil. Fuera de las paredes del monasterio, el frío pelaba. A pesar de todas las protecciones, golpeaba contra la cara un viento heladísimo. Pero bonito. Me dolían de pronto los dedos de las manos y de los pies pero, como no quería que me subieran al carro, no dije nada. Caminamos un rato más y después regresamos al auto. Íbamos hacia la sierra - ¡más nieve, más nieve! -, pero a falta de cadenas regresamos a Madrid. De camino, vimos un castillo en Manzanares y ahí los copos eran mucho más grandes.
Cuando finalmente regresamos al piso - yo con mi usual mareo de carretera - moríamos de hambre. Comimos, platicamos un rato, y la querida Pau salió a buscar a su príncipe verde. Escasos diez minutos después de que había cerrado la puerta, me llamó: "Salgan a la terraza, que está nevando aquí mismo".
Nota al margen: durante el invierno, MaE usa la terraza como una segunda nevera. Hace tanto frío, que si dejas un cuenco con agua, se congela.
Y vaya. Tanto caminar para que nos llevaran la nieve a casa. Yo, francamente feliz. Nunca, pero nunca, había experimientado una verdadera blanca Navidad.
Hum... cierto... este blog les desea ¡Muy feliz Navidad! - tarde, pero seguro ;)
18.12.04
Ir y regresar - NYC - La llegada
Hace casi una semana que no me puedo sentir tranquila como para escribir. Hace exactamente ocho días estaba en Nueva York tomando un avión de regreso a Barcelona, pensando en lo que me depara el destino - ah, la cursilez - los próximos meses.
Después de un larguísimo proceso de contratación, el jueves de la semana pasada me levanté como siempre a las siete de la mañana, me vestí, me arreglé y tomé mi mochila para salir de casa. Mi mochila y también un portatrajes con mi único traje sastre en Barcelona. Caminé hacia la estación Arc de Triomf también como todos los días, pero en lugar de tomar un metro hacia Rocafort - como si mi destino fuera la escuela -, tomé un tren de cercanías hacia el aeropuerto.
La verdad, tenía miedo. Hace tiempo que pone en demasiada tensión ir hacia Estados Unidos, por el asunto de la seguridad. Llegué con mucho tiempo de sobra y, por supuesto, me volvió a sorprender el aeropuerto de El Prat: solo, con algunas personas por aquí y otras por allá. Nada que ver con el caos continuo del Benito Juárez.
Mi primer conflicto fue en el mostrador de Delta Airlines. La chica me miró, vio mi "equipaje" y dijo: "¿Esto es todo?" Sí. "¿No va a documentar nada?" "No" "¿No documentó antes nada?" "No, señorita, regreso en dos días, no necesito más nada" "¿Está segura?" Yo ya comenzaba a molestarme, la verdad. Entonces llegó el caos. Enfrente de mí, pidió a una de sus compañeras que revisara cuál era mi fecha de regreso, para ver si me daban mi pase de abordar. Demasiado sospechoso que yo viajar sin equipaje. Madre santa.
Finalmente subí a un avión medio vacío en el cual lloró un bebé durante las casi 14 horas de vuelo - incluida una parada eterna en Madrid. Descubrí que Delta cobra a 4 dólares por cada cerveza/vino/licor que el pasajero se quiera tomar. Yo, con una gripe espantosa - ah, los nervios - preferí tomar cualquier cantidad de calorías y vitamina C convertidos en jugo de cranberry con manzana.
Una vez en Nueva York, todo corrió sin problemas. Bajé del avión, como no esperé equipaje pasé migración sin problemas ni filas y estuve lista para que me dieran el primer taxi esperando en la terminal 3. El taxista, un afroamericano llamado Mark Thomas, me pidió dos veces la dirección. Casi muero. Mientras comenzábamos a circular hacia Manhattan, yo no podía dejar de pensar: "¿De verdad será tan malo mi inglés? ¿Y si no me entienden nada en la entrevista? ¿Y si yo no entiendo nada?" El mismo Mark me sacó de mi ensoñación preguntándome de dónde era. No me creyó que era mexicana. "Es que no te pareces a los mexicanos que trabajan acá", me dijo en su inglés con fortísimo acento. Comenzamos a hablar. Me contó que es ingeniero especialista en sistemas, pero que se hartó de trabajar para una gran corporación y decidió convertirse en su propio jefe. El próximo paso era encontrar de nuevo un trabajo de computadoras, pero en lugar lejos de la caótica Nueva York.
En ese momento miré a través de la ventana: claro. El caos de regreso. Eso que me había abandonado desde que salí desde la Ciudad de México. Los atascos, la gente con cara de fuchi por el tráfico, los taxistas que – como Mark – hacen las cosas más inverosímiles para llegar antes que los demás. Sentí una extraña especie de nostalgia. Supongo que era nostalgia sobre todo porque no tenía prisa para llegar a ningún sitio y alguien me conducía.
Hablé con Mark sobre la entrevista. Sin pensarlo dos veces me dijo que no tendría problema. Que mi inglés era magnífico – “de verdad”, insistía, “hablas mejor que gente que ha pasado toda su vida aquí” -, que tenía un trato agradable con la gente y, simplemente, que estaba escrito en alguna estrella que la ciudad sería mía.
No sé qué fue. Quizá su voz entre bromista y seria, el hecho de que dijera las cosas con tanta seguridad, su enorme y blanquísima sonrisa. El resultado final fue que cuando me bajé del taxi, ya no estaba nerviosa, ni cansada, ni harta. Estaba dispuesta a comerme la ciudad – por mucho que esto suene a cliché.
Me registré en un hotel en la esquina de Lexington y la 57. Después tomé conciencia de que estaba casi en el centro de la acción. Subí las cosas a mi pequeñísima habitación sin baño – era compartido, very europeanish -, me armé con mis guantes y mi bufanda y salí a la calle. En la recepción pedí un mapa y lo estudié dos segundos. Con esa valentía que me caracteriza cuando no tengo ni idea remota a lo que me enfrento, me largué a la calle. Y caminé, y caminé, y caminé bajo la lluviecita. Unas cuatro cuadras adelante me dí cuenta que estaba andando exactamente en sentido contrario a donde yo quería – la Quinta Avenida – y me dirigía irremisiblemente hacia la Primera, donde el otro día tendría que buscar (como si pudiera perderse) el edificio de la ONU.
Media vuelta. Caminar bajo la lluvia puede resultar tan raro. De pronto, al cruzar Madison, comencé a encontrarme con estas tiendas de las películas, con el edificio de Sony y de IBM, con el NikeTown (el recuerdo de Benjamín y de Jorge ahí, todo el tiempo). Me mojaba pero no tenía frío. Simplemente estaba asombrada. Llegué a la esquina de la 57 y la Quinta. Quería caminar hacia Central Park a pesar de que ya era noche cerrada, pero ahora sí pregunté. Me dio un miedo… nunca he sabido porqué me da tanto miedo preguntar direcciones, pero en fin. Una mujer mayor, muy amable, me dijo que era cuestión de caminar un par de cuadras y que inmediatamente vería el Hotel Plaza y la FAO Schwartz. Madre mía. La FAO Schwartz. LA JUGUETERÍA. ¡Y yo que soy una adicta a los juguetes! En fin. Seguí caminando a pesar de que sabía el peligro que me acechaba (jejeje)
Visitar la FS fue quizá una de las experiencias más bizarras de mi vida. Nunca me imaginé que hubiera un lugar un zoológico de animales de peluche a tamaño natural, o un Ferrari verdadero a escala, o Barbies que cuestan el equivalente a un vestido de diseñador, o un falso cunero en donde las niñas ricas de visita en la tienda “adoptan” al muñeco que se parece más a ellas. La experiencia es, francamente, surrealista. En la parte alta hay un ala especialmente linda, donde se encuentra un anticuario de juguetes. Alrededor, se venden réplicas no tan obscenamente caras de juguetes que hicieron época – la primera edición del Twister, un Slinky… Esas cosas que atacan a los consumistas.
Salí de ahí con menos lluvia y comencé a caminar la Quinta Avenida. Simplemente, era imposible dejar de ver los aparadores, las luces de Navidad y la gente que compraba, y compraba, y compraba. Para esa noche, me había impuesto dos metas: comprar un encargo en una tienda de ropa y otro en el Toys R Us de Times Square. De la primera tienda de ropa me mandaron a una segunda, a cuatro cuadras.
La lluvia arreció. Yo corrí. Me mojé. Llegué a la tienda sacudiéndome el agua. Justo estaba tomando aire cuando un chico se me acercó: me regaló una bolsita con galletas y una botella de agua. En ese momento caí en la cuenta de que debería de tener hambre. Y harto sueño. Pero seguía devorada por la ciudad.
No encontré lo que buscaba en la tienda y salí por la parte de abajo, que daba como hacia un centro comercial. Comencé a caminar hacia un guardia que me miraba extrañado. De pronto, me di cuenta que me había metido al edificio de la Associated Press. El guardia estaba a punto de salir cuando di media vuelta. Regresé sobre mis pasos. Otro pasillo me llevó a una cafetería donde un montón de gente hablaba esperando mesas. A través de una pared de cristal, podía verse una pequeña pista de patinaje sobre hielo, pista que me parecía demasiado familiar. Y sí, estaba en el “Promenade” de Rockefeller Center.
Lo que más me impresionó es que es mucho más pequeño de lo que me lo había imaginado. Hay que hacerle justicia al árbol que es bellísimo y enorme, pero que se empequeñece entre los enormes rascacielos. Mientras cavilaba, enfrente de mí, los muros de una tienda departamental se encendieron con miles de luces que bailaban al ritmo de la música: ah, los espectáculos navideños. Todo sea por comprar más.
Seguí caminando hacia lo que yo esperaba que fuera Times Square. Me topé con el Radio City Music Hall y cientos de familias haciendo fila para entrar a ver a las Rockettes. Ilusionados. Y yo perdida de los ojos, viéndolos incesantemente a todos. Calle a calle me sentía como más iluminada. Sinceramente creí que había pasado simpelemente a un camino con más luz, pero no estaba del todo correcta. Al doblar la vereda, lo encontré: la meca de la publicidad y desperdicio de luz eléctrica, Times Square.
Creo que la mejor definición que puedo dar a la sensación de estar ahí, parada entre marquesinas, espectaculares y pantallas con titulares de noticias, sale de la película “Buscando a Nemo”. En algún momento, Martín y Dory se encuentran con un pez horrible de las profundidades, que tiene una luz para atraer a su presa. La línea entonces sería: “Laaaa luuuuuzzz… es tan… bonita… me siento tan… feliz”. Es así. Avasallador. Hermoso. Que devora.
Y en medio de toda esa luz, está la otra gran juguetería – Rafa, todo el tiempo pensé en ti. Toys R Us es el sueño del más pintado con una rueda de la fortuna enorme dentro de la tienda. Hay todos los juguetes que un niño pueda desear –un niño mucho más clase media que los que van a FSchwartz. Sentí mucho no estar con mis hermanos para mostrárselos.
Sin darme cuenta, pasé literalmente horas en la juguetería. Cuando salí, cerca de las diez de la noche, no había nada más abierto. A caminar de regreso… unas 25 cuadras aproximadamente. Pero bueno, yo creía que no había nada abierto. De nuevo por la quinta, la Catedral de San Patricio sí recibía visitas. Y en ese momento alguien – sí, Ese Alguien – me recordó que yo tenía una entrevista al otro día. Caramba. Se me había olvidado. Entré, pedí mis encargos y también claridad mental. Porque la ciudad me estaba acabando la poquita que me había dejado el jet lag.
Seguí hacia el hotel. A dos puertas de llegar, calada de frío, me metí en un Starbucks por un chocolate caliente y una galleta de avena. Ya en la cama, mientras escuchaba la televisión, cené. Me reproché no haber tenido una cámara fotográfica. No podía dejar de pensar cómo sería la entrevista del otro día. Finalmente, me obligué a dormirme. Fue una bendición tanta caminata, porque me ayudó a quedarme como bebé.
Después de un larguísimo proceso de contratación, el jueves de la semana pasada me levanté como siempre a las siete de la mañana, me vestí, me arreglé y tomé mi mochila para salir de casa. Mi mochila y también un portatrajes con mi único traje sastre en Barcelona. Caminé hacia la estación Arc de Triomf también como todos los días, pero en lugar de tomar un metro hacia Rocafort - como si mi destino fuera la escuela -, tomé un tren de cercanías hacia el aeropuerto.
La verdad, tenía miedo. Hace tiempo que pone en demasiada tensión ir hacia Estados Unidos, por el asunto de la seguridad. Llegué con mucho tiempo de sobra y, por supuesto, me volvió a sorprender el aeropuerto de El Prat: solo, con algunas personas por aquí y otras por allá. Nada que ver con el caos continuo del Benito Juárez.
Mi primer conflicto fue en el mostrador de Delta Airlines. La chica me miró, vio mi "equipaje" y dijo: "¿Esto es todo?" Sí. "¿No va a documentar nada?" "No" "¿No documentó antes nada?" "No, señorita, regreso en dos días, no necesito más nada" "¿Está segura?" Yo ya comenzaba a molestarme, la verdad. Entonces llegó el caos. Enfrente de mí, pidió a una de sus compañeras que revisara cuál era mi fecha de regreso, para ver si me daban mi pase de abordar. Demasiado sospechoso que yo viajar sin equipaje. Madre santa.
Finalmente subí a un avión medio vacío en el cual lloró un bebé durante las casi 14 horas de vuelo - incluida una parada eterna en Madrid. Descubrí que Delta cobra a 4 dólares por cada cerveza/vino/licor que el pasajero se quiera tomar. Yo, con una gripe espantosa - ah, los nervios - preferí tomar cualquier cantidad de calorías y vitamina C convertidos en jugo de cranberry con manzana.
Una vez en Nueva York, todo corrió sin problemas. Bajé del avión, como no esperé equipaje pasé migración sin problemas ni filas y estuve lista para que me dieran el primer taxi esperando en la terminal 3. El taxista, un afroamericano llamado Mark Thomas, me pidió dos veces la dirección. Casi muero. Mientras comenzábamos a circular hacia Manhattan, yo no podía dejar de pensar: "¿De verdad será tan malo mi inglés? ¿Y si no me entienden nada en la entrevista? ¿Y si yo no entiendo nada?" El mismo Mark me sacó de mi ensoñación preguntándome de dónde era. No me creyó que era mexicana. "Es que no te pareces a los mexicanos que trabajan acá", me dijo en su inglés con fortísimo acento. Comenzamos a hablar. Me contó que es ingeniero especialista en sistemas, pero que se hartó de trabajar para una gran corporación y decidió convertirse en su propio jefe. El próximo paso era encontrar de nuevo un trabajo de computadoras, pero en lugar lejos de la caótica Nueva York.
En ese momento miré a través de la ventana: claro. El caos de regreso. Eso que me había abandonado desde que salí desde la Ciudad de México. Los atascos, la gente con cara de fuchi por el tráfico, los taxistas que – como Mark – hacen las cosas más inverosímiles para llegar antes que los demás. Sentí una extraña especie de nostalgia. Supongo que era nostalgia sobre todo porque no tenía prisa para llegar a ningún sitio y alguien me conducía.
Hablé con Mark sobre la entrevista. Sin pensarlo dos veces me dijo que no tendría problema. Que mi inglés era magnífico – “de verdad”, insistía, “hablas mejor que gente que ha pasado toda su vida aquí” -, que tenía un trato agradable con la gente y, simplemente, que estaba escrito en alguna estrella que la ciudad sería mía.
No sé qué fue. Quizá su voz entre bromista y seria, el hecho de que dijera las cosas con tanta seguridad, su enorme y blanquísima sonrisa. El resultado final fue que cuando me bajé del taxi, ya no estaba nerviosa, ni cansada, ni harta. Estaba dispuesta a comerme la ciudad – por mucho que esto suene a cliché.
Me registré en un hotel en la esquina de Lexington y la 57. Después tomé conciencia de que estaba casi en el centro de la acción. Subí las cosas a mi pequeñísima habitación sin baño – era compartido, very europeanish -, me armé con mis guantes y mi bufanda y salí a la calle. En la recepción pedí un mapa y lo estudié dos segundos. Con esa valentía que me caracteriza cuando no tengo ni idea remota a lo que me enfrento, me largué a la calle. Y caminé, y caminé, y caminé bajo la lluviecita. Unas cuatro cuadras adelante me dí cuenta que estaba andando exactamente en sentido contrario a donde yo quería – la Quinta Avenida – y me dirigía irremisiblemente hacia la Primera, donde el otro día tendría que buscar (como si pudiera perderse) el edificio de la ONU.
Media vuelta. Caminar bajo la lluvia puede resultar tan raro. De pronto, al cruzar Madison, comencé a encontrarme con estas tiendas de las películas, con el edificio de Sony y de IBM, con el NikeTown (el recuerdo de Benjamín y de Jorge ahí, todo el tiempo). Me mojaba pero no tenía frío. Simplemente estaba asombrada. Llegué a la esquina de la 57 y la Quinta. Quería caminar hacia Central Park a pesar de que ya era noche cerrada, pero ahora sí pregunté. Me dio un miedo… nunca he sabido porqué me da tanto miedo preguntar direcciones, pero en fin. Una mujer mayor, muy amable, me dijo que era cuestión de caminar un par de cuadras y que inmediatamente vería el Hotel Plaza y la FAO Schwartz. Madre mía. La FAO Schwartz. LA JUGUETERÍA. ¡Y yo que soy una adicta a los juguetes! En fin. Seguí caminando a pesar de que sabía el peligro que me acechaba (jejeje)
Visitar la FS fue quizá una de las experiencias más bizarras de mi vida. Nunca me imaginé que hubiera un lugar un zoológico de animales de peluche a tamaño natural, o un Ferrari verdadero a escala, o Barbies que cuestan el equivalente a un vestido de diseñador, o un falso cunero en donde las niñas ricas de visita en la tienda “adoptan” al muñeco que se parece más a ellas. La experiencia es, francamente, surrealista. En la parte alta hay un ala especialmente linda, donde se encuentra un anticuario de juguetes. Alrededor, se venden réplicas no tan obscenamente caras de juguetes que hicieron época – la primera edición del Twister, un Slinky… Esas cosas que atacan a los consumistas.
Salí de ahí con menos lluvia y comencé a caminar la Quinta Avenida. Simplemente, era imposible dejar de ver los aparadores, las luces de Navidad y la gente que compraba, y compraba, y compraba. Para esa noche, me había impuesto dos metas: comprar un encargo en una tienda de ropa y otro en el Toys R Us de Times Square. De la primera tienda de ropa me mandaron a una segunda, a cuatro cuadras.
La lluvia arreció. Yo corrí. Me mojé. Llegué a la tienda sacudiéndome el agua. Justo estaba tomando aire cuando un chico se me acercó: me regaló una bolsita con galletas y una botella de agua. En ese momento caí en la cuenta de que debería de tener hambre. Y harto sueño. Pero seguía devorada por la ciudad.
No encontré lo que buscaba en la tienda y salí por la parte de abajo, que daba como hacia un centro comercial. Comencé a caminar hacia un guardia que me miraba extrañado. De pronto, me di cuenta que me había metido al edificio de la Associated Press. El guardia estaba a punto de salir cuando di media vuelta. Regresé sobre mis pasos. Otro pasillo me llevó a una cafetería donde un montón de gente hablaba esperando mesas. A través de una pared de cristal, podía verse una pequeña pista de patinaje sobre hielo, pista que me parecía demasiado familiar. Y sí, estaba en el “Promenade” de Rockefeller Center.
Lo que más me impresionó es que es mucho más pequeño de lo que me lo había imaginado. Hay que hacerle justicia al árbol que es bellísimo y enorme, pero que se empequeñece entre los enormes rascacielos. Mientras cavilaba, enfrente de mí, los muros de una tienda departamental se encendieron con miles de luces que bailaban al ritmo de la música: ah, los espectáculos navideños. Todo sea por comprar más.
Seguí caminando hacia lo que yo esperaba que fuera Times Square. Me topé con el Radio City Music Hall y cientos de familias haciendo fila para entrar a ver a las Rockettes. Ilusionados. Y yo perdida de los ojos, viéndolos incesantemente a todos. Calle a calle me sentía como más iluminada. Sinceramente creí que había pasado simpelemente a un camino con más luz, pero no estaba del todo correcta. Al doblar la vereda, lo encontré: la meca de la publicidad y desperdicio de luz eléctrica, Times Square.
Creo que la mejor definición que puedo dar a la sensación de estar ahí, parada entre marquesinas, espectaculares y pantallas con titulares de noticias, sale de la película “Buscando a Nemo”. En algún momento, Martín y Dory se encuentran con un pez horrible de las profundidades, que tiene una luz para atraer a su presa. La línea entonces sería: “Laaaa luuuuuzzz… es tan… bonita… me siento tan… feliz”. Es así. Avasallador. Hermoso. Que devora.
Y en medio de toda esa luz, está la otra gran juguetería – Rafa, todo el tiempo pensé en ti. Toys R Us es el sueño del más pintado con una rueda de la fortuna enorme dentro de la tienda. Hay todos los juguetes que un niño pueda desear –un niño mucho más clase media que los que van a FSchwartz. Sentí mucho no estar con mis hermanos para mostrárselos.
Sin darme cuenta, pasé literalmente horas en la juguetería. Cuando salí, cerca de las diez de la noche, no había nada más abierto. A caminar de regreso… unas 25 cuadras aproximadamente. Pero bueno, yo creía que no había nada abierto. De nuevo por la quinta, la Catedral de San Patricio sí recibía visitas. Y en ese momento alguien – sí, Ese Alguien – me recordó que yo tenía una entrevista al otro día. Caramba. Se me había olvidado. Entré, pedí mis encargos y también claridad mental. Porque la ciudad me estaba acabando la poquita que me había dejado el jet lag.
Seguí hacia el hotel. A dos puertas de llegar, calada de frío, me metí en un Starbucks por un chocolate caliente y una galleta de avena. Ya en la cama, mientras escuchaba la televisión, cené. Me reproché no haber tenido una cámara fotográfica. No podía dejar de pensar cómo sería la entrevista del otro día. Finalmente, me obligué a dormirme. Fue una bendición tanta caminata, porque me ayudó a quedarme como bebé.
3.12.04
Confesional
Una amiga acaba de toparse con Saramago y no supo que más hacer más que ponerle sendos besos en ambas mejillas. Me parece una costumbre sabia y deliciosa. Yo también tengo hábito y adoro mi colección de besos.
Amo los besos que me daba mi papá cuando llegaba del trabajo. Podíamos no habernos visto en todo el día, pero recuerdo perfectamente bien la sensación de sus labios fríos y sus bigotes que picaban sobre mis mejillas en medio de la noche. Era como el permiso definitivo para irme a dormir.
Amo los besos que me dan los niños pequeños. Los que están llenos de dulce o de lodo me saben todavía mejor. Y me encanta cuando me abrazan y me ensucian mi ropa de adulto... no se lo imaginan, pero con esos besos y esos abrazos me dan permiso de volver a ser niña y que no importen esas cosas como las quincenas o los zapatos de diseñador.
Amo todos y cada uno de los besos que dí. A hombres más altos que yo, a hombres más bajitos
que yo. Los que le dí a los teléfonos, a las distancias, a la cercanía.
Amo los besos de despedida. Los que son definitivos y los que marcan un hasta luego.
Amo despertarme con la gana de besar al hombre que hoy duerme a mi lado. Amo que me bese cuando he salido de bañar y me estoy desenredando el cabello a la orilla de la cama. Amo los besos al cocinar. Y al dormirme. Y en el metro. Y en las calles frías y húmedas de Barcelona. Amo los besos que son míos.
En cuanto a los escritores, yo me les planté enfrente a dos:
- A Jaime Sabines. Fue su última visita a Guadalajara. Ya estaba muy enfermo, muy poco lúcido, pero era un hombre lleno, lleno de Dios, de sensualidad, de placer, de amor. Me acerqué, le pedí que firmara algunos libros que había mandado un amigo. Ese amigo hoy guarda unos libros que dicen: "Para B., por petición especial de Ana". Yo no tenía libros suyos, más que uno que me había prestado Juan - un amigo querido. Saqué el libro y le pedí que lo firmara, a pesar de que sabía que no podía reponérselo a Juan en ese momento. "¿Puedo besarlo?" - le dije. Me miró con sus inmensos ojos de agua y me dijo: "sólo si me dejas besarte a ti después".
- A Quino. Yo no le dije nada. Me moría de la emoción y me quedé muda. Creo que se me quebró la voz cuando lo ví ahí, parado indefenso, tan parecido a Miguelito, tan hermoso, y le dije: "Con Mafalda, aprendí a amar los libros". Se acercó y me abrazó. Me plantó sendos besos en dolby. Verdaderamente, ese día creí que nunca me iba a lavar más la cara.
Amo los besos que me daba mi papá cuando llegaba del trabajo. Podíamos no habernos visto en todo el día, pero recuerdo perfectamente bien la sensación de sus labios fríos y sus bigotes que picaban sobre mis mejillas en medio de la noche. Era como el permiso definitivo para irme a dormir.
Amo los besos que me dan los niños pequeños. Los que están llenos de dulce o de lodo me saben todavía mejor. Y me encanta cuando me abrazan y me ensucian mi ropa de adulto... no se lo imaginan, pero con esos besos y esos abrazos me dan permiso de volver a ser niña y que no importen esas cosas como las quincenas o los zapatos de diseñador.
Amo todos y cada uno de los besos que dí. A hombres más altos que yo, a hombres más bajitos
que yo. Los que le dí a los teléfonos, a las distancias, a la cercanía.
Amo los besos de despedida. Los que son definitivos y los que marcan un hasta luego.
Amo despertarme con la gana de besar al hombre que hoy duerme a mi lado. Amo que me bese cuando he salido de bañar y me estoy desenredando el cabello a la orilla de la cama. Amo los besos al cocinar. Y al dormirme. Y en el metro. Y en las calles frías y húmedas de Barcelona. Amo los besos que son míos.
En cuanto a los escritores, yo me les planté enfrente a dos:
- A Jaime Sabines. Fue su última visita a Guadalajara. Ya estaba muy enfermo, muy poco lúcido, pero era un hombre lleno, lleno de Dios, de sensualidad, de placer, de amor. Me acerqué, le pedí que firmara algunos libros que había mandado un amigo. Ese amigo hoy guarda unos libros que dicen: "Para B., por petición especial de Ana". Yo no tenía libros suyos, más que uno que me había prestado Juan - un amigo querido. Saqué el libro y le pedí que lo firmara, a pesar de que sabía que no podía reponérselo a Juan en ese momento. "¿Puedo besarlo?" - le dije. Me miró con sus inmensos ojos de agua y me dijo: "sólo si me dejas besarte a ti después".
- A Quino. Yo no le dije nada. Me moría de la emoción y me quedé muda. Creo que se me quebró la voz cuando lo ví ahí, parado indefenso, tan parecido a Miguelito, tan hermoso, y le dije: "Con Mafalda, aprendí a amar los libros". Se acercó y me abrazó. Me plantó sendos besos en dolby. Verdaderamente, ese día creí que nunca me iba a lavar más la cara.
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