Sin miedo a la tecnología: siempre ahí |
De niña (y a veces también de grande) me sentía un poco menos que los otros, siempre. Menos hábil, menos bonita, menos simpática, menos importante. Pero no a los ojos de mi abuela. Nunca. Y aún de mayor me llenaba un orgullo infantil cuando ella contaba las anécdotas que nos unían a los dos. Ser una de treinta y tantos nietos y ocupar un lugar de su disco duro era importante. La cosa es que sé que todos teníamos esos momentos. Que a todos, de una u otra forma, nos hacía sentir únicos, amados, protegidos. No soy la única a la que salvó de la quiebra sentimental... o incluso económica. Como si supiera, en algún momento, te escurría su manita en el bolsillo del pantalón o la chamarra y dejaba ahí un billetito (como ella decía), envuelto en una servilleta o un pedazo de papel. "Es por tu cumpleaños, es por tu cumpleaños", insistía. Generosa pues, con todo, con todos.
De nosotros, le gustaba contar la historia de un día en que mi mamá le pidió que me cuidara cuando yo tenía como tres años y vivíamos en una casa debajo de la suya. Mi mamá salió temprano al mercado mientras yo dormía. Cuando mi abuelita bajó a verme, un poco después, me encontró con un sartén en la mano, haciendo equilibrios con un huevo entero que tenía encima. "Hijita, ¡pero qué haces!". "Me voy a hacer un huevito, abuelita, porque tengo hambre". Demás está decir que yo no me acuerdo, pero tengo grabado su recuerdo de mi, su manera de narrarme. De esa pícara-sabionda-tragona que al parecer he sido siempre. Y sé - porque me lo contó, porque tengo la certeza - que me llevó con ella a su casa y me dió un desayuno opíparo - de esos que a los que me encantaba auto-invitarme aún dejando en mal a mi mamá enfrente de sus suegros. Por ahí de las diez de la mañana, yo pedía permiso para subir con los abuelos. Y al llegar a la casa de mis abuelos el diálogo "hijita, ¿quieres un taquito?"/"Sí, abuelita"/"¿Pues que no has desayunado?"/"no, abuelita" se repetía sin falta.
A veces me han dicho que yo quiero a través de la comida (cuánto estereotipo a la Como Agua para Chocolate). Es cierto. Y eso, además de mi madre, lo heredé de ella. No siempre lo entendí como tal, pero ahora me queda claro cómo todo era un acto de amor. Tener Quick de chocolate y de fresa para los nietos en el fondo de la alacena. Perseguirte por los pasillos para que te tomaras un licuadito (de leche, fruta, miel y nueces) incluso antes de que te metieras bajo la ducha. Las inagotables sartenes de los mejores frijoles fritos del mundo. Las eternas y divertidas sesiones de torteo para hacer gorditas con los nietos. El agua fresca que había siempre en el refrigerador. El tequilita o el ponche de granada como aperitivo, con cacahuates. La noción clara, irremediable, de que al cruzar la puerta de su casa (en mi mente siempre la veo dándome la bienvenida a través de los cristales ahumados que habían en mi infancia) te iba a ofrecer algo de comer o de beber. Y había que aceptar... pronto. Porque sino ella iba a continuar haciendo ofertas cada vez más complicadas hasta lograr que el vaso de agua inicial se convirtiera en la sugerencia de descongelar pozole o de plano hacerte una cena completa.
Ir a verla era ir a refugiarse en su buen humor, en su voluntad de que hubiera una cierta paz. De vez en cuando, acicateada por insistentes comentarios a su alrededor, también comenzaba a criticar algunas elecciones de vida o, válgame, de ropa o de corte de pelo. Y sin embargo, en lo importante, escuchaba con el corazón. Más aún: preservo con especial cuidado en mi memoria sus abrazos sanadores después de esas pérdidas importantes en mi vida (mis rupturas sentimentales, mis abortos, mi divorcio) y su mirada firme, certera, diciéndome que todo estaría bien. Que mis decisiones eran buenas si me servían a mi.
Y sin embargo, no podíamos haber sido más diferentes. Siempre me reclamó que hubiese dejado Guadalajara sin fecha de vuelta (bajita la mano, que dicen). Y nunca entendió lo de mis títulos académicos ("pero hijita... yo no creo que tú necesites estudiar tanto, ¿o sí?). Con todo y todo, nunca me hizo sentir incómoda en mi piel. Era el reclamo amoroso de la mujer que era más feliz cuando estaba en su casa, rodeada de todos sus pollitos. De la que no quería ir a estudiar a Colima porque estaba más feliz ayudando en casa, lavando la ropa de sus hermanos. De la que, ya enferma y cansada, instauró los viernes como open house permanente y preparaba comida, botana y cena para que pasaran por ahí todos, cuando pudieran, todas las veces que quisieran.
Me quedo con las ganas de preguntarle las cosas que siempre me parecieron demasiado íntimas: qué había sentido al casarse tan joven (18) con un hombre 15 años mayor. Cómo había logrado sobrevivir a perder a su primera hija, Lupita, antes de que cumpliera un año. Cómo había superado la tristeza de la partida de mi abuelo, después de vivir con él por más de 60 años. Me quedo con las ganas de escucharla contar, otra vez, las travesuras de mi padre y sus hermanos, las historias de la guerra cristera, la receta de la cuachala, las pacholas y las tortitas de camarón con nopales, que ahora yo hago con ingredientes traidos de Surinam en una ciudad del sur de Holanda. Me parece imposible que ya no esté aquí para abrazarla, para oírla darme su bendición. Se me rompe un pedazo de mi historia.
Desde ayer que me enteré que se fue, tengo un hueco que se hace cada vez más grande en el fondo del pecho. Late, al ritmo de mi corazón. Y hoy durante la cena, G me dijo: "tienes que hablar con tus padres. Necesitas contar los recuerdos que más te gustan de ella". No acabaría, pensé. Pero por algún lado hay que empezar.