En Guadalajara,
los veranos también tienen un poco sensación de monzón. Uno sale de la escuela
en medio del calor para encontrarse envuelto en pocos días en tormentas que duran
todo el día, toda la tarde, toda la noche. Y es una cosa que se asume como
normal, como natural: los niños tapatíos nos volvemos expertos en juegos de
mesa, en juegos de interior… a veces, uno podía escaparse de la mano vigilante,
del ojo protector de nuestras madres y acabar bailando bajo la lluvia: con el
temor al regaño o al resfrió, pero la certeza del gozo del agua corriendo sobre
los brazos y las piernas desnudas.
Y ahora en
Rotterdam, sin saber que iba a ser así, había pasado demasiados días de monzón.
Salgo a caminar sí, pero cuando se va la lluvia. Y cuando llueve ahora prefiero
mirar el agua desde el interior, con un libro. Prefiero, como cuando era niña
aburrirme: quedarme mirando a un punto en la pared hasta que de la nada brota
una historia, un recuerdo, un cuento.
Y esta tarde después
de la comida, después de la siesta, después de leer, después de aburrirme…
tenía que salir a algo. Al aire. Al verano ese que no se termina de definir
como tal. Es el día más largo del año y hay que aprovecharlo.
Salí con un
suéter y un abrigo de entretiempo para descubrir que, como en Guadalajara,
nublado no significa frío. Pronto mi cuerpo exigió que me quitara el abrigo y
siguiera caminando sólo con el suéter de algodón, que era suficiente para
cubrirme. Y entonces descubrí que quizá tenía muchas horas en el interior de mi
casa – tantas, que mis sentidos estaban medio dormidos.
Estaba despierto
el oído, a fuerzas, con los audífonos en un podcast extraordinario sobre el
derecho a salir del armario como gordo.
Camino sonriendo y la gente, me parece, me sonríe. Hay una cosa en la luz de
las tardes lluviosas: es como si tuvieran un filtro de suavidad que hacen todos
los colores más nítidos. Y al pasar por el parque, mi nariz, por primera vez en
el día, se despierta violentamente. Debe ser el agua, debo ser yo, pero casi
siento que podría distinguir el olor del agua sobre cada una de las flores, de
los diferentes tipos de césped, del suelo, de la tierra. Y el olor es tan
intenso que casi, a ratos, lo puedo probar en la punta de la lengua. Las nubes pasan, rápido, y de
pronto la lluvia comienza de nuevo: tan fina como una cortina, la siento en
las partes de mi cuerpo que “sobresalen”: mi nariz, las puntas de mis dedos que
se mueven, mis pies y mi frente… Intento seguir, ir al mercado, y mientras
explico que quiero dos kilos de tomates no dos tomates, se suelta el diluvio
universal. Como en un monzón. Y camino con un paraguas hasta un punto de
refugio.
Estoy sentada en un
café, con mis pantalones un poco mojados, mis zapatos y
mis pies también. Las puertas están abiertas pero no entra viento, entra fresco. Hay una canción con una
percusión estable y dulce que parece hacer contrapunto a la lluvia. La página
blanco parece mucho menos terrorífica: a mi alrededor la gente, a pesar de la lluvia, sonríe.
Tengo un café con leche a la mitad (la taza manchada con mi pintalabios) y en
mi boca todavía permanece un poco la textura de una galleta de chocolate que me
dieron para acompañarla. Sentido por sentido, el día más largo del año está
completo en este minuto.