El vuelo aterrizó en el aeropuerto de Addis Abeba (Addis, como dicen incluso los capitanes de Ethiopian) poco después de las seis de la mañana. No fue tan largo - seis horas desde Frankfurt - pero se sintió largo. Media docena de bebés se estuvieron turnando durante la noche para llorar y a veces, con suerte, lo hacían a coro para mortificación de los padres y desespero de los otros viajeros.
A mi lado viajaba A, un etíope que me dio su tarjeta de presentación. Me contó su vida entera en los diez minutos que me quité los auriculares para hablar sobre mi cena con la azafata. Había sido técnico de telecomunicaciones cuando joven y lo habían mandado a estudiar a Alemania, donde se quedó trabajando durante un par de décadas. Y hace un par de años decidió hacer su propio negocio y ahora viaja cada dos meses a Etiopía, a ver a su gente, y a vender coches usados y piezas automotrices. "Tuve que aprender un poco más... pero bueno, finalmente era otra cuestión técnica". Insistía en brindar conmigo y con el chico que tenía al otro lado - en la ventana, cada vez que se servía un vaso nuevo de agua. Y después, se quedó dormido - lo que hace viajar frecuentemente.
Yo desperté de una siesta con la sensación del descenso. El viaje había sido relativamente tranquilo, sin tomar en cuenta los bebés. Acomodé mi asiento, mi cinturón y volví a cerrar los ojos cuando la luz de cabina disminuyó. Con esa luz, era más claro lo que hacía el pasajero frente a mi, al otro lado del pasillo. Era un chico que hablaba italiano, vestido con traje, que había hecho también cosas "de viajero frecuente": no tomar la cena, ponerse calcetines y un cubre-ojos, encaramarse de una forma extraña y dormir, casi de inmediato. Cuando despertó, durante el descenso, estuvo jugando con su teléfono. Y mis ojos se quedaron en su pantalla - y vi cómo borraba varias fotos de mujeres desnudas, pantallazos de whatsapp y demás... Entonces entendí: estaba mirando a alguien en la sala de su casa, sin razón alguna.
"Disfruta de mi país, de mi gente...", me dijo A. antes de bajarnos y desaparecer entre la gente del aeropuerto. Hice rápido la fila para mi visa a la llegada y después del pago correspondiente, y de encontrar mi pasaporte - me mostraban la foto para ver si era la mía - salí a comprar moneda (tengo miles de birrs en mi cartera ahora) y a buscar mi transporte. La cosa es así: al aeropuerto sólo pueden entrar, por tema de seguridad, viajeros y proveedores certificados. Uno identifica su hotel, ahí lo buscan en la lista de check-ins, firma un papelito y espera a que haya suficientes personas para que lo lleven en transporte.
Cuando llegó nuestro auto (una camioneta azul un poco destartalada) tres alemanes, un holandés-palestino, un islandés y yo - suena a chiste y podría serlo - salimos siguiendo al encargado de transporte del hotel. Pasamos dos calles desiertas y dos puestos de inspección con encargados jovencísimos, vestidos en camuflaje azul, con el dedo casi listo en los disparadores de sus armas de alto poder. Afuera, gente esperando a su familia, camionetas de otros hoteles, de la ONU... Y el camino hacia el hotel en una carrera entre autos y peatones que se cruzaban sin hacer caso de las señales de tráfico.
Llegamos al hotel a las siete de la mañana: pasamos un control con arco de seguridad antes de la recepción la señorita me trató con una amabilidad extrema. "Tengo una habitación en el jardín, pero es demasiado lejos para que vayas sola en la noche. Así que te voy a poner en la torre principal, en una habitación de no fumar, aunque está un poco lejos del ascensor". Llegué a mi habitación, en el piso seis, una especie de corner office que me permite ver más allá de los jardines perfectos del hotel, que tiene el estilo setentero-africano que de alguna manera estaba en mi cerebro: alfombras estampadas, muebles oscuros y de piel. Y lo que puedo ver más allá de las flores frescas de mi habitación son cientos de casas con techos de lámina y antenas parabólicas, caminos de tierra y construcciones con andamios de algo que parece bambú. Hay una desigualdad enorme y unas ganas imposibles de seguir, de avanzar, de mejorar. Aquí, desde mi atalaya, pienso cómo la inseguridad a veces se siente cuando lo que quieren es hacerte sentir seguro - y cómo esa sensación se repite en muchos lugares del mundo.
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