Ay, Guadalajara hermosa... |
Mientras el gobernador desayunaba con los sindicatos, 39 puntos del estado ardían. También ardía el whatsapp, el Facebook, el miedo. Al terminar mi reunión, mi padre y yo fuimos a comprar pitayas. No había nadie casi: los vendedores se habían quedado bloqueados sin poder entrar a la ciudad, los compradores no se atrevían a salir de sus casas. Nosotros llegamos a la nuestra y, después de conferenciar, decidimos salir a comer. No pasaba nada - sólo había menos tráfico y gente en la calle de las que se esperarían en un día festivo.
Pero también pasaba todo. En el silencio, en la cabeza, veíamos todos cosas que nos parecían sospechosas. Queríamos explicar los bloqueos en clave de narcotráfico, política, de locura. La idea no salía de nuestra cabeza. Y cada vez que sucedía alguna cosa fuera de lo normal - por ejemplo, si caía al suelo una charola con platos en el restaurante - todos nos paralizábamos por un segundo y luego respirábamos con alivio.
Ya entrada la tarde, un helicóptero comenzó a sobrevolar nuestro barrio. En casa de mi abuela, miraban la televisión con una mezcla de hartazgo y susto. Lo que se respiraba, todo el día, todo el tiempo, era el miedo. Todos teníamos miedo. Y pensé que lo más triste es que es una sensación que se queda, permanente, y no parece cesar. No es un estado de sitio real: es un estado de miedo real, que se extiende como un montón de nubes y oscurece un lugar maravilloso. Y la gente en mi país ahora toma decisiones, o deja de tomarlas, a partir de esa sensación.
Y eso da unas ganas tremendas de llorar.