Antes de vivir fuera de México, los nachos eran algo que comía exclusivamente en la sala de cine, los burritos un delicatessen de mis tías en Tijuana y las margaritas una bebida de vacaciones. Y de pronto, te encuentras a miles de kilómetros de tu casa y empiezas a tener un punto de cariño por esos tópicos.
Ayer hice de cenar con las pocas cosas que pude encontrar en un súper mercado holandés para tres adolescentes, una de ellas con intenciones kosher. Entonces, discada de pollo (no fajitas) sin tocino, con tortillas de harina que parecen hotcakes de tan gruesas, y quesadillas hechas con queso holandés. Guacamole sin cilantro y sin chile, con totopos (nachos, perdón) con sabor a conservante.
Y a pesar de todo, lo disfruté. Nunca mi comida mexicana me había sabido tan extraña, tan europea. Pero las ví hacer torpemente tacos de sopa de arroz rojo y pimientos y guacamole y reirse en el proceso. Aprender naturalmente lo que saben ya los ejecutivos que se meten la corbata en la camisa antes de comer: que todo puede caerse y hacer estropicios.
Me faltó una margarita. Supongo que cuenta la que me tomé el martes en un bar en Barcelona, que me costó lo mismo que una cerveza, que sabía a tamarindo sin chile.
Lo que más me desconcierta es saber que, quizá, al volver a mi casa, a mi lugar de nacimiento, un día extrañaría estos sabores falsos - porque son los de un México diferente: no del que conocen, sino del que imaginan.