27.4.14

Desde un nolugar

Cuando tienes un vuelo a primera hora de la mañana yo, hablamos de mi, no puedo dormir muy bien. Estoy con la tentación de que no escucharé la alarma, que perderé el vuelo, que todo será muy terrible. Así - es que soy una tremendista.

Y hoy desperté para tomar en automático la maleta que ya había preparado, ponerme la ropa que ya había elegido y salir a las calles semivacías. Me encontraba con la gente que aún no había regresado de fiesta. Con los primeros rayos de sol.

El autobús al aeropuerto iba repleto de gente - sin pudor, se mezclaban los aromas de todos los que no se habían bañado: a veces los vuelos son demasiado temprano para ducharse. Agradecí mi rinitis, agradecí que el viaje duraba 20 minutos y que, en el fondo, estaba a punto de dormirme de nuevo.
Cuando llegamos a la terminal seguía en automático - pasé seguridad sin inmutarme, sin titubear. Caminé hacia donde siempre tomo el café, hice una broma de esas inútiles que uno hace a las seis de la mañana, y me senté a tomar jugo de naranja, café, pan con queso. Encendí el ordenador y utilicé hasta el último de mis 15 minutos de internet gratis en enviar correos de trabajo. Entonces pensé que iba tarde. Pero un poco como jugando a la ruleta rusa me compré otro café, pasé por el diario (el dominical) y llegué a la última llamada. Pero no era la última - era la primera que abordaba el segundo autobús. Me terminé el café ahí y comencé a sentir que me dormía. En el camino al avión, me toco uno de esos amaneceres que no tienen mucha descripción - son enteros. Te hacen recordar que todos los días deberías dar las gracias.

Escaleras, fotografías, Instagram, sentarse, acomodar la maleta, esperar que no llegue el compañero de al lado. Pero llegó el compañero de al lado. Un fumador, guapo, de ojos verdes. Sé que era un fumador porque he pasado mucho tiempo junto a algunos, dormido muchas noches, tomado muchos cafés. No olía mal - olía a eso a lo que huelen los fumadores en la mañana, con el primer café, con la primera sonrisa.

Él se durmió pronto. Yo no pude. Yo hice crucigramas, intenté leer el diario, escuché música, escribí. Escribí. Escribí. Se despidió de mi al bajarse del avión - como corteses compañeros de viaje nos sonreímos y asentimos con la cabeza. Lo ví en la fila de los equipajes - yo pasé con mi equipaje de mano.

Y de pronto, salidas de Schiphol. No puedo contar las veces que llegué ahí. Pero me acuerdo de cómo se sentía. Y miré la gente con flores, con globos, con caras expectantes. Y seguí caminando sin pensar. Rápido. Hacia la salida.

Schiphol es un nolugar - pero hay rincones en los nolugares que son aún más extraños. Como un hotel de aeropuerto. Sin planificarlo, he estado aquí todo el día - en una habitación que parece una cápsula espacial, con vistas a los despegues. Todo el día viendo aviones que se van.

A medio día regresé al aeropuerto para entrar a un supermercado de la misma cadena donde solíamos hacer la compra. Y me entraron las ganas de llorar. Me entraron las ganas de llamar. Por lo que tuvimos, por lo que perdimos, por lo que fuimos, por lo que dejamos de ser. Me compré una ensalada y salí como si me persiguiera un fantasma. Comí en la capsula, enfrente de los correos que no dejaban de llegar y la tentación de tomar el teléfono y llamarle. Llamarle.

Pero hay veces que uno no debe llamar. Porque lastima. Lastima que te llamen - tú sabes cómo se siente. Y si ya te duele a ti, si ya te incomoda a ti, no hay necesidad de joder al otro. Ninguna.

Tomé una ducha, hice una siesta y seguí trabajando. A las siete de la noche volví a ir al aeropuerto. Compré cosas que no necesitaba en tiendas pequeñísimas. Vi las portadas de las revistas en un idioma que cada vez sé leer menos, que cada vez entiendo menos. Compré un pan con un pedazo de salchicha y mostaza y salir a comérmelo en la zona de fumadores. Ahí la gente fuma, se toma fotografías. Yo, por una vez, no me sentía turista. Ni me sentía nada. Ahora ya no pertenezco aquí. O no de la misma manera.

Metida en mi drama, no me dí cuenta que se me había reunido un corrillo de pajaritos pequeñísimos, un ejército de gorriones. Miraban mi salchicha con mostaza. Se la querían comer. Hablé con ellos, como si me entendieran. Les expliqué que era mi cena, que necesitaba comer algo, que me diera el aire. Ellos me miraban igual. Y terminé dándoles pedacitos de pan con mostaza y asombrándome de que se los comieran, sin problema alguno.

Mientras caminaba de regreso a la cápsula, pensé en volver a pasar por el supermercado. Y lo hice. Pero esta vez decidí no comprar nada - porque no tenía más hambre, porque no necesitaba nada, porque no estaba pasando nada. La nostalgia, ese animal con patas largas, me había pinchado demasiado profundo, demasiado temprano. Ya era hora de otra cosa.

Y aquí estoy, en la cápsula. Hace un poco de tiempo que dejaron de despegar los aviones. Veo los autos pasando por la salida que da a la carretera A4. Escribo, como quien se raspa una herida para limpiarla. Y la dejo abierta - porque sólo el tiempo la hará menos dolorosa. Como todo.

Mañana será otro día.

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