21.12.05

Postales de Navidad I

Todo el mundo tiene una cena de Navidad. Hasta los que no creen. En el metro, de regreso a casa, siempre me hace sonreír ver a algún trabajador con rasgos orientales o a algunos de los que en mi ignorancia califico de entrada como musulmanes cargando con un jamón, o con una caja de regalo. Cansados, con las mejillas rojas... con su regalo de Navidad.

En algún manual para el ejecutivo exitoso se decía que hay dos cosas que uno no puede hacer con respecto a la fiesta de Navidad: la primera es no ir y la segunda es emborracharse. Algunos pecan de omisión y objetan la distancia o el espectáculo navideño de la escuela de los niños. Otros no pecan de omisión... pero sí de exceso. Y es posible verlo en todos los rincones.

Parece que es tradición hacer el ridículo en dichas reuniones. Primero, sentarse apaciblemente enfrente de todos aquellos que te hacen la vida imposible durante el año y sonreír mientras pasan frente de tí las botellas de Rioja, los pulpos a la gallega, el jamón, las navajas, las chistorritas navarras. Elegir carne o pescado y escuchar las chanzas del simpatiquísimo director de finanzas - personaje inspirado en los Hombres Grises de Momo - que al segundo trago de vino ya se relajó. Y se relajó mucho.

En fin, ir viendo como uno a uno tiran sus armaduras, sus disfraces, sus odios. Comparten un par de copas de vino y otras tantas de cava y entonces, maravillosamente, todos son amigos, todos se caen bien, todos se quieren tanto. Hasta el jefe cambia, transformándose a sí mismo de manager de multinacional vestido como maniquí del Corte Inglés en una especie de Jesús de Caná postmoderno: en un momento de iluminación, amenaza con pedir una botella de Möet Chandon, con cambiar el vino mediocre que todos tomaron mientras estaban sobrios por el champagne más caro de la casa. Desiste. Quizá porque se da cuenta que a partir de cierto momento, después de la tercera copa de cava o el quinto whisky, la marca de la bebida da absolutamente igual.

Con las mejillas enrojecidas ya, comienza el recuento de los chistes. Los mismos que se cuentan año tras año. Los mismos, extraordinariamente machistas, que las mujeres a la mesa ríen entre la sorpresa o la desconexión. Alguno de los comensales más sobrio que los otros reconoce que el chiste más reciente se anexó al repertorio en el 2000. Pero ni siquiera es relevante: ni siquiera es importante que haya chistes nuevos. De hecho, no es bueno que haya chistes nuevos... es como si se rompiera "la magia" que se repite interminablemente.

Al final, la salida es por goteo. Algunos argumentan compromisos, otros simplemente esperan el momento en que el jefe extienda su mano y los deje salir, como si fuera un predicador al frente de una ceremonia. Habrá quienes sigan la fiesta, en petit comité, después, a cargo de su propia tarjeta de crédito: con otro tipo de plática que podría concentrarse en criticar la fiesta anterior.

Hay una sensación agridulce en las estaciones del metro por las noches, en las que los oficinistas entrados en años - y algunos en carnes - se ríen alcoholizados como adolescentes. Los que observamos podríamos reirnos, pero no. En el fondo sabemos que podríamos estar a unos cuantos años - y algunas desilusiones - de convertirnos en sus clones. Todo el mundo tiene una cena de Navidad.

9.12.05

Secretos de un día libre

Ayer salí a hacer las compras corriendo: era día festivo y todo cierra a mediodía. Me vestí y peiné rápido, de cualquier manera, y expuse mi carita al frío decembrino. Mientras caminaba pensé que hay una cosa que las mujeres nunca confesaríamos: el cabello sólo es fácil de peinar cuando tienes dos días sin lavártelo. La melena me corría por la espalda y se movía bien, casi como de anuncio, sedosa. Por un momento, sólo por un momento, me divertí viendo cómo la ondeaba el viento enfrente de los aparadores.

Casi llegando a casa, me encontré a un hombre mayor, muy mayor. Salía a dar su paseo diario y me lo crucé a la mitad de la plaza, en donde están los rayos más fuertes del sol. "Adiós, guapa", me gritó. Y sonreí. Mucho. Porque hay días en los que la vanidad está un poquito más alta... o más baja, y un grito así hace tanto bien. La pregunta es qué, detrás de los gruesísimos cristales de sus gafas le pareció que era guapa en una mujer cubierta como es rigor en el invierno. Quizá la melena... sucia, pero feliz.

Anotación sólo para autodisculparme: Hoy estoy sentada frente a la computadora con una horrorosa melena de león. Me lavé el cabello antes de salir de casa y está absolutamente feo. Pero bueno, sigue teniendo pasados gloriosos.

7.12.05

"Es que allá no hay dinero"

El New York Times publica hoy un artículo con tono de sorpresa. El titular - la noticia, lo novedoso, lo no conocido - grita: "Según un estudio, la mayoría de los inmigrantes mexicanos dejaron sus trabajos para buscar nuevas oportunidades en EEUU".

Al final del artículo, un albañil de 23 años llamado Ricardo Cortes, le pone voz a la idea. "No importa que sea invierno", dice. "La gente sigue viniendo porque no hay dinero allá".

Agradezco haber tenido la oportunidad de venir, de emigrar, porque quería crecer. Pero en realidad, en México, la grandísima mayoría de la gente que emigra es porque quiere crecer. No porque quiera "robarle los empleos" a los habitantes del primer mundo. Y es bueno que empiecen a descubrirlo.

Hibernar, deprimirse

Hay una cosa que no me gusta nada de Barcelona: las cucarachas. Como toda ciudad vieja y algo ruinosa, los bichitos habitan felizmente el centro de la ciudad. Centro en el que yo vivo. El problema es que no importa qué tanto cuides la higiene de tu cocina, eventualmente ves unas antenas que están ahí, te observan. Y en un segundo le quitan a la casa todo sentido de cozyness o comodidad.

La otra cosa que es malísima es el frío. No hay nada peor que llegar a una casa que, aunque pequeña, se ha convertido en un congelador. También tiene su respuesta en los métodos de construcción - muros tan delgados que puedo saber qué programa de televisión están viendo mis vecinos - y el mal aislamiento de las ventanas.

Uno tiene días libres en diciembre. Y existe la opción de salir a las calles y toparse con miles de barceloneses en enloquecidos shopping sprees - lo interesante es que ellos critican tanto a los gringos por su "consumismo desbordado" -, y la otra posibilidad es quedarse en casa tranquilamente, a disfrutar del frío.

Entonces uno se envuelve en una cobija de plumas, enciende la caja idiota y duerme. Sueña con otras cosas. Con los que estaban. Con los que están. Con el futuro. Con el pasado. Porque el presente se convierte en un lugar frío al que no apetece salir. Ni siquiera con la nariz. Y también están las cucarachas...

Sería buenísimo que pudieran vender pastillas de sol.

5.12.05

Pequeños absurdos cotidianos

Hoy, que siento que no pertenezco a ningún sitio, me entero que uno de los más queridos de mi corazón está en la lista de los chilangos del año. Y yo, que no sé a donde volver. Que quiero un lugar con el sol y las naranjas de Guadalajara, con mi departamento en el DF, con el parque de la Ciudadela y las calles del Born en Barcelona y, porque no, también con el Golden Gate. Y alguien me dice que hay trabajo en Nueva York, y en una isla perdida en China donde puedo ir a estudiar mandarín.

Lo extraño es que cuando hay tantas puertas abiertas te lamentas de que se haya cerrado una ventana. O que aparentemente esté cerrada. Y el frío.

Escucho a Jamie Cullum versionar a Bono. Y me gusta. Y me pregunto dónde estarán los amigos que se han autoexiliado de mi lista de contactos. Y me pregunto de nuevo si perteneceré a algún sitio, si hay alguien que me reconozca. Alguna patria que me reclame.

Todo pasa tan lento en un domingo frío. Y se convierte en lunes.