5.5.15

Estado del miedo

Lo primero que parecía un poco raro era comenzar a recibir tantos mensajes en el teléfono tan temprano. Tantas fotografías de automóviles en llamas. Tantos mensajes con demasiadas faltas de ortografía, en tono de absoluta alerta. Yo, helada, sin saber cómo reaccionar: era la primera vez y no entendía hasta qué punto tenía que asustarme y había programado una reunión de trabajo para esa mañana. Mi madre no quería que saliera de casa. Mi padre dijo que no me preocupara: "¿tú escuchas algún helicóptero? ¿verdad que no? Entonces está más o menos en paz. Vámonos".

Ay, Guadalajara hermosa...
La ciudad estaba desierta. Como en domingo a las seis de la mañana o como cuando la psicosis de la gripe A dejó el DF como escena de película distópica. En el camino, hablábamos de las formas y del fondo de los eventos - escuchamos por la radio una entrevista con un conductor de microbús, que contaba cómo se habían subido dos hombres armados que le pidieron que dejara bajar al pasaje y luego que atravesara el vehículo sobre las vías del Tren Ligero. Después, también en tono correcto, le pidieron que bajara él antes de incendiar "su unidad".

Mientras el gobernador desayunaba con los sindicatos, 39 puntos del estado ardían. También ardía el whatsapp, el Facebook, el miedo. Al terminar mi reunión, mi padre y yo fuimos a comprar pitayas. No había nadie casi: los vendedores se habían quedado bloqueados sin poder entrar a la ciudad, los compradores no se atrevían a salir de sus casas. Nosotros llegamos a la nuestra y, después de conferenciar, decidimos salir a comer. No pasaba nada - sólo había menos tráfico y gente en la calle de las que se esperarían en un día festivo.

Pero también pasaba todo. En el silencio, en la cabeza, veíamos todos cosas que nos parecían sospechosas. Queríamos explicar los bloqueos en clave de narcotráfico, política, de locura. La idea no salía de nuestra cabeza. Y cada vez que sucedía alguna cosa fuera de lo normal - por ejemplo, si caía al suelo una charola con platos en el restaurante - todos nos paralizábamos por un segundo y luego respirábamos con alivio.

Ya entrada la tarde, un helicóptero comenzó a sobrevolar nuestro barrio. En casa de mi abuela, miraban la televisión con una mezcla de hartazgo y susto. Lo que se respiraba, todo el día, todo el tiempo, era el miedo. Todos teníamos miedo. Y pensé que lo más triste es que es una sensación que se queda, permanente, y no parece cesar. No es un estado de sitio real: es un estado de miedo real, que se extiende como un montón de nubes y oscurece un lugar maravilloso. Y la gente en mi país ahora toma decisiones, o deja de tomarlas, a partir de esa sensación.

Y eso da unas ganas tremendas de llorar.