Programé el viaje a Venecia en el último minuto, no dispuesta a perderme una Biennale. Léase esta frase como declaración absoluta de privilegio: desde 2007, cuando una de mis más queridas amigas me llevó a ver la exposición de arte contemporáneo, no me la he perdido una vez. Sin quererlo, se convirtió también en un símbolo de las cosas que puedo, y necesito, hacer sola para encontrarme. Sea símbolo de lo que Venecia hace conmigo el hecho de que a menos de 24 horas de haber llegado a la ciudad me dí cuenta que había perdido mi reloj. En lugar de entrar en pánico, decidí usarlo como salvoconducto para retrazar mis pasos de la noche anterior, caminar por las mismas calles, cruzar los mismos puentes, hacer la mímica de la noche en el día.
La Biennale es una exposición con una historia complicada. Demasiados autoritarismos han pasado por ahí. Los Giardini de la Biennale son en si mismos un ejercicio de memoria geopolítica - uno no puede dejar de preguntarse por qué algunos países sí tienen pabellón y otros no, qué otras historias cuentan las cercanías y las ausencias: Francia/Gran Bretaña/Alemania en la esquina más visitada, Estados Unidos e Israel tan vecinos que casi hasta los muros se tocan, un sólo pabellón para los países nórdicos, el pabellón "hechizo" que Alvar Aalto diseñó para Finlandia el siglo pasado y que aún pervive, la "toma" del pabellón de Países Bajos por Estonia, la cara impasible de los guardias italianos apostados afuera del pabellón de Rusia. Como todos restos de exposiciones universales, cuentan la historia de un tiempo y también de este tiempo. Y cuentan, también, las cosas que le pasan a los que visitamos el día de hoy.
Nunca había visto una Biennale tan concurrida. Imagino que podría ser el postcovid (como si eso existiera) pero también que decidí ilusamente ir al penúltimo fin de semana, con agenda de esas de loco. Llegar a mediodía del sábado para salir el sábado al atardecer de las cuatroymedia de la tarde. Es poco, quizá, pero también es mucho. Es una eternidad en una ciudad que dobla como historia de Lewis Carroll y, si te dejas, te permite abandonarte en el espejo que forma el acqua alta.
Como lugar para observadores, amantes, fetichistas del arte, Venezia es un jardín del edén en esteroides. Hay tanto que ver, que yo sospecho que ni estando un mes podría verse todo a un ritmo razonable. Y lo del ritmo razonable también depende de qué es lo que puedas ver. En mi cabeza de agotamiento, sobrecalentada y requemada, no sabía muy bien qué tanto podría ver, o entender. Pero esa es la cosa de ir a la Biennale (o a Venezia, para el caso) a sentir. A tener otra vez contacto con los cinco sentidos que en el día a día a veces dejamos un poco olvidado.
Llegué entonces tempranísimo al aeropuerto temiendo un caos (que no sucedió), un avión repleto (que lo estaba, pero no mi fila) y un vuelo caótico. En lugar de eso, fue un vuelo con unos cielos tan despejados que el piloto avisó cuando comenzábamos a cruzar los Alpes que esto valía la pena verlo. Me quedé un rato en las acumulaciones de nieve, la imposibilidad de un blanco tan blanco.
Viajar lowcost también implica sólo cargarse una mochila. Y en una ciudad en la que todo el mundo, o casi todo el mundo es turista, que más da pasearse por ahí con diez kilos a la espalda. Llegar a un hostal, aventar la mochila por ahí y seguir caminando, perdiéndose, confiando más que en el mapa del teléfono, en la propia memoria del espacio o el sentido de orientación de paloma. (La primera vez que fui a Venecia llegué ahí por cuatro horas. Solamente. Nos perdimos y estuvimos a punto de perder el tren hasta que, en contra de la lógica, yo comencé a caminar como si siguiera mi nariz. Y llegamos a tiempo).
Caminar y caminar y caminar (28.000 pasos en un día), ver exposiciones hasta dejar de verlas, hasta sólo poder cómo la gente interactúa con ellas y a veces las toca, a veces las desprecia, a veces les hace llorar. Yo soy de esas que sale de pronto profundamente conmovida, o que se siente abrazada cuando encuentra un nombre conocido en un habitación, un gato de Remedios Varo, o un cuento de Leonora Carrington en otra. Comer una foccacia y un vaso enorme de spritz. Salir de los Giardini no porque se haya visto todo sino porque los ojos están desbordados, y afuera, a la orilla del canal, está la luz. Esa luz que hace de Venecia la ciudad más hermosa del mundo. Y que te da tantos motivos para volver.
(Para la tarde del primer día no había hecho el check-in en mi hostal, ni había cenado frituras, ni había tomado negroni, ni había dormido entre ronquidos de otros, ni había perdido el reloj prodigo que me mira desde mi muñeca derecha. Ni siquiera había perdido la nostalgia de volver a esta esquina del mundo que, en mi privilegio, siento que se me ha regalado. Y entre otras cosas que volvieron ahí están las ganas de escribir aquí. Veamos qué más).