9.1.24

A una semana

Hay mucha gente que tiene crisis al final de año - con las uvas vienen también las notas de lo que uno hizo y dejó de hacer. A mi no me llega el 31 de diciembre porque muy pronto - un par de semanas después - cumplo años. Y entonces comienza mi crisis.

No siempre me doy cuenta - a veces estoy un poco distraida en mi drama cuando descubro que he hecho un drama de que no me caben ciertos pantalones o de que - otra vez - no terminé de escribir la novela. O el libro de cuentos. O la carta aquella. O los trámites que me pesan como piedra de ahogado.

Ayer, en sesiones consecutivas de yoga, me quedé dormida. Y mientras dormía, a ratitos, soñaba en las cosas que se quedaron sin terminar. Miraba los años que me vienen y me imaginaba que quizá lleguen con más remordimientos que felicidades. Quién sabe qué será, pero por hoy, será extraño.

El domingo, antes de entrar de regreso de la vacaciones de invierno, la criatura hizo una pataleta de esas que sólo nos permitimos en público (específicamente con nuestros padres geriátricos) a los seis años. Llanto, rabia, desesperación. Esa criatura que aprendió a leer en tres meses argumentó que a él ya no le gusta la escuela. "No quiero ir, no quiero levantarme temprano, no quiero hacer nada. ¡Yo lo quiero es ser libre!".

Me parece a mi que los días que me quedan en enero entre las fiestas y mi cumpleaños son como el domingo antes de volver a clases. Y me pregunto porqué estoy haciendo este trabajo, en este lugar, porqué estoy criando de esta forma, y preocupada por estos temas. Todo sobre mí - en lugar de estar pensando en las crisis interminables que corren como ríos por el mundo. 

El drama es un acto de egoísmo y de re-centrarse, de encontrarse otra vez en aquello que ver-da-de-ra-men-te habíamos querido ser. Y aquí estoy, en este blog que es como una historia olvidada, haciendo la pataleta cerca de los cuarentaycinco y pensando que había muchas cosas que hubiese querido - o que creo que hubiese querido.

Los cumpleaños son en realidad un trago amargo de suero de la verdad.

17.3.23

Primer día sin Nora

Mucha gente conocía a mi madrina Nora. Era médica, dio clases en la Universidad durante años, estaba activa en movimientos sociales con sus padres, tenía una capacidad enorme para crear comunidad a su alrededor. No me acuerdo plenamente de mi existencia sin que ella, mi padrino Alfonso y sus hijos estuvieran ahí. Ella y sus hombres fueron mi primera familia elegida, donde siempre me sentía bienvenida. 

Nora hizo por mí algo que no tengo forma de agradecer: me acompañó a ser mujer, me enseñó a ser sorora. Aunque no nos veíamos con frecuencia, ni nos hablábamos muchísimo, yo sabía que ella estaba por ahí y no me juzgaba nunca. Lo supe desde que me acuerdo y hasta hoy. Hablé con ella de salud sexual, de política, de amistad, de noviazgo, matrimonio y divorcio, de pérdidas y recuperaciones… Si cierro los ojos e invoco su voz, la recuerdo con esa calidad apaciguante que siempre tuvo en mí. La capacidad de darme tierra, camino firme, confianza para seguir.

Hace poco más de un mes que nos vimos para desayunar y yo sentí que ella había hecho un esfuerzo que estaba más allá de lo que le permitía su cuerpo. Nos miramos varias veces a los ojos como sabiendo que era necesario recordarnos así, mirándonos fijamente, sabiendo quiénes éramos y quienes habíamos sido. Pudimos sostenernos un segundo y decirnos en ese abrazo, y de viva voz, que nos queríamos mucho. Nora nunca tuvo miedo decir que me quería mucho y se lo agradeceré siempre. Al salir del café donde desayunamos, vi la única flor de jacaranda que se me presentó esos días en Guadalajara – mi flor favorita que, como en un milagro, se adelantaba para que yo la viera. O para que la viéramos juntas. 

No sabíamos – o quizá sí, pero no queríamos decírnoslo – que también nos estábamos despidiendo en este plano. Que esa era la última vez que podría rodearla con mis brazos y decirle lo mucho que la quiero y lo mucho que siempre agradecí que estuviera para decirme que el camino correcto era el que yo eligiera.

Comienzo esta mañana sabiendo que anoche dejó su cuerpo: ese cuerpo menudito y luchón, que siempre se ponía de frente para defender lo que pensaba justo y necesario. Me gustaría decir que tengo miles de fotos con ella, pero no: lo que me queda es la memoria de su cuerpo, su voz y su presencia. Me faltan brazos para llegar a sus hombres y decirles que también a ellos los quiero como la quería a ella, y que nunca se me irá del corazón, del cuerpo y de la forma de vivir. Gracias, madrina. Cómo te vamos a extrañar.  

23.11.22

Motivos (para volver)

Programé el viaje a Venecia en el último minuto, no dispuesta a perderme una Biennale. Léase esta frase como declaración absoluta de privilegio: desde 2007, cuando una de mis más queridas amigas me llevó a ver la exposición de arte contemporáneo, no me la he perdido una vez. Sin quererlo, se convirtió también en un símbolo de las cosas que puedo, y necesito, hacer sola para encontrarme. Sea símbolo de lo que Venecia hace conmigo el hecho de que a menos de 24 horas de haber llegado a la ciudad me dí cuenta que había perdido mi reloj. En lugar de entrar en pánico, decidí usarlo como salvoconducto para retrazar mis pasos de la noche anterior, caminar por las mismas calles, cruzar los mismos puentes, hacer la mímica de la noche en el día.

La Biennale es una exposición con una historia complicada. Demasiados autoritarismos han pasado por ahí. Los Giardini de la Biennale son en si mismos un ejercicio de memoria geopolítica - uno no puede dejar de preguntarse por qué algunos países sí tienen pabellón y otros no, qué otras historias cuentan las cercanías y las ausencias: Francia/Gran Bretaña/Alemania en la esquina más visitada, Estados Unidos e Israel tan vecinos que casi hasta los muros se tocan, un sólo pabellón para los países nórdicos, el pabellón "hechizo" que Alvar Aalto diseñó para Finlandia el siglo pasado y que aún pervive, la "toma" del pabellón de Países Bajos por Estonia, la cara impasible de los guardias italianos apostados afuera del pabellón de Rusia. Como todos restos de exposiciones universales, cuentan la historia de un tiempo y también de este tiempo. Y cuentan, también, las cosas que le pasan a los que visitamos el día de hoy.

Nunca había visto una Biennale tan concurrida. Imagino que podría ser el postcovid (como si eso existiera) pero también que decidí ilusamente ir al penúltimo fin de semana, con agenda de esas de loco. Llegar a mediodía del sábado para salir el sábado al atardecer de las cuatroymedia de la tarde. Es poco, quizá, pero también es mucho. Es una eternidad en una ciudad que dobla como historia de Lewis Carroll y, si te dejas, te permite abandonarte en el espejo que forma el acqua alta.

Como lugar para observadores, amantes, fetichistas del arte, Venezia es un jardín del edén en esteroides. Hay tanto que ver, que yo sospecho que ni estando un mes podría verse todo a un ritmo razonable. Y lo del ritmo razonable también depende de qué es lo que puedas ver. En mi cabeza de agotamiento, sobrecalentada y requemada, no sabía muy bien qué tanto podría ver, o entender. Pero esa es la cosa de ir a la Biennale (o a Venezia, para el caso) a sentir. A tener otra vez contacto con los cinco sentidos que en el día a día a veces dejamos un poco olvidado.

Llegué entonces tempranísimo al aeropuerto temiendo un caos (que no sucedió), un avión repleto (que lo estaba, pero no mi fila) y un vuelo caótico. En lugar de eso, fue un vuelo con unos cielos tan despejados que el piloto avisó cuando comenzábamos a cruzar los Alpes que esto valía la pena verlo. Me quedé un rato en las acumulaciones de nieve, la imposibilidad de un blanco tan blanco.

Viajar lowcost también implica sólo cargarse una mochila. Y en una ciudad en la que todo el mundo, o casi todo el mundo es turista, que más da pasearse por ahí con diez kilos a la espalda. Llegar a un  hostal, aventar la mochila por ahí y seguir caminando, perdiéndose, confiando más que en el mapa del teléfono, en la propia memoria del espacio o el sentido de orientación de paloma. (La primera vez que fui a Venecia llegué ahí por cuatro horas. Solamente. Nos perdimos y estuvimos a punto de perder el tren hasta que, en contra de la lógica, yo comencé a caminar como si siguiera mi nariz. Y llegamos a tiempo).

Caminar y caminar y caminar (28.000 pasos en un día), ver exposiciones hasta dejar de verlas, hasta sólo poder cómo la gente interactúa con ellas y a veces las toca, a veces las desprecia, a veces les hace llorar. Yo soy de esas que sale de pronto profundamente conmovida, o que se siente abrazada cuando encuentra un nombre conocido en un habitación, un gato de Remedios Varo, o un cuento de Leonora  Carrington en otra. Comer una foccacia y un vaso enorme de spritz. Salir de los Giardini no porque se haya visto todo sino porque los ojos están desbordados, y afuera, a la orilla del canal, está la luz. Esa luz que hace de Venecia la ciudad más hermosa del mundo. Y que te da tantos motivos para volver.

(Para la tarde del primer día no había hecho el check-in en mi hostal, ni había cenado frituras, ni había tomado negroni, ni había dormido entre ronquidos de otros, ni había perdido el reloj prodigo que me mira desde mi muñeca derecha. Ni siquiera había perdido la nostalgia de volver a esta esquina del mundo que, en mi privilegio, siento que se me ha regalado. Y entre otras cosas que volvieron ahí están las ganas de escribir aquí. Veamos qué más).

17.9.21

Lo que hay que pagar

 Hoy fue uno de esos días que parece más difícil que nunca despertarse. El hijo se escabulló en nuestra cama a las cuatro de la mañana buscando compañía. Yo todavía sentía los restos de dos semanas dando clases en aula y el reberberar de unos tres años trabajando sin cesar en consejos con una sensación de sindescanso. Y esta mañana, me lo veía todo en la cara cuando salí de la ducha. Me pusé un poco de crema  - no queriendo tapar las orejas, sino intentando cuidarlas para que no se hicieran más profundas, más eternas.

Llegué a mi curso. Lo estoy tomando porque, bueno, es una manera de garantizarme que no me digan: “no te podemos ascender porque no sabes nada de X”, aunque tenga mil años trabajando en eso. Pero tampoco me van a ascender. Me hacen falta estar más de acuerdo con el papel: dedicar más horas a lo que, en teoría, crea impacto. Y tampoco es tan importante, eso de ascender. Aunque cale.

Es interestante estar en curso de liderazgo con gente tan diferente a ti. Es interesante cuando, en la mitad de lo que debería ser una discusión elegante y formal de un curso en el que nadie espera que nadie discuta temas sentimentales, eres tú la que se sale de tono. La que cambia la cordialidad y básicamente, llamas a la mierda por su nombre. Y confrontas a ese tipo al que tienes semanas intentado encontrar por un pasillo y decirle: “no. La vida no es así. La realidad no se sujeta a tus percepciones”.

“Bueno… pero no es necesario que te enojes”. Y no salió de la boca de él. Salió de la boca de una chica, mucho más joven que yo, sentada a su lado. Quien vio innecesario que yo me alterara cuando él seguía hablando de sandeces. Quien consideró excesivo que yo le dijera que no, que no era verdad que todo el mundo estaba de su lado.

A la hora de la comida me senté junto a él como un ejercicio de cortesía. Y, en uno de esos movimientos excelsos e increíbles de la realidad, me dio la espalda. Literalmente volteó su silla para no tener que verme de frente.

Después, no estuvimos en el misma habitación. Me quedé en otra donde aprendí algo y conecté con alguien que, como yo, no tiene paciencia para esperar que “las cosas caigan por su propio peso”. Estoy a punto de dormirme. Y me voy a la cama con la certidumbre de que pagué mis deudas con la ortodoxia hoy. Y también con la claridad de que nosotros, les incómodes, seguiremos ahí. Y nos encontraremos aunque sea en las orillas.

29.8.21

(Casi) primer día

 Él sabe que mañana es su primer día de escuela. Lo sabe con todo su cuerpo y hoy estuvo en casa, colgándose de nuestras piernas, de lo conocido, lo seguro y lo firme. “Mamá - ¿te puedes quedar conmigo toda la noche?”, me dijo mientras le acariciaba el pelo y le contaba un cuento. Mientras olía su cabello recién lavado y me imaginaba lo rápido que pasaran estos años también, acordamos que me quedaría con él hasta que se quedara dormido. Imaginamos un cuento de un dragón que va a su primer día de escuela - emocionado, porque lo enseñaran a echar fuego por la nariz (su idea). Le canté la única canción de cuna con la que aún puedo escuchar en mi cabeza a mi abuela. Y me quedé ahí, oliéndolo, sintiéndolo respirar, pensando en los días de entre semana que ya no iremos a la biblioteca o al zoológico, en los cambios, en lo rápido que se han pasado tres años.

Intenté imaginarme de qué se acordará. Yo me acuerdo de mis manos sudorosas agarrando las de Jaime, mi primo, apoyándonos y diciéndonos que no había nada que temer (aunque a nuestro alrededor dos docenas de niñes lloraran sin parar). Me acuerdo que saber que mis primas grandes estaban en la escuela no era un consuelo pero sí una certeza. Imagino ahora que añoraría mis desayunos de media mañana en casa de mis abuelos.

Yo tenía quizá la edad del hijo cuando me iba a desayunar con mi abuela y mi abuelo paternos, que vivían arriba de nosotros. Mentía, decía que mi mamá no me había dado nada - vaya manera de dejarla bien con la suegra - y me zampaba sendos platos de fruta, y huevos con frijoles y dulce de fruta con leche.

A los cuatro años, yo ya era yo. Él es muy él. Lo sabe. Y se sabe tan grande que ahora se me acurruca a ratos, como si fuera aún más pequeño: “dame un abrazo fuerte mamá, calientito, muy calientito”.

No sé de qué se acordará él. Yo quiero acordarme de sus carcajadas, sus abrazos calientitos, sus ganas de estar. Y mañana… pues mañana será otro día.

9.11.20

Sobre Florida, Trump, y ese tío que todos tenemos

 


Escribo bajo una cierta tranquilidad de que Donald Trump no seguirá gobernando los próximos años Estados Unidos. Reconozco la victoria de Biden en este humilde blog porque a diferencia de AMLO a mi no me lee casi nadie y tampoco tengo restos de angustia ancladas a el qué tal si sí las instituciones democráticas se van a la mierda y luego regresa el otro. A mi todo me dice que no será así. Y con eso también puedo ver con el ojo más abierto lo que pasó en Florida.

 PAUL HENNESSY / ZUMA PRESS

Desde hace cuatro años, cuando vi por primera vez los resultados del voto latino por Trump sentí una especie de sorpresa mezclada con dolor de panza. Una cierta estupefacción. No me lo podía creer porque de alguna manera para mi era muy transparente que Trump era bastante anti latino – no lo sé, quizá por sus discursos en los que llamó a los mexicanos migrantes de violadores y asesinos como quien llama a sus primos Pollito y la Tití. Yo digamos que al señor le tenía antipatía y desde mi islita pensé que otros también se la tenían. Pero anda que no. Que ganó. Y no sólo ganó – ganó con una buena parte del voto latino.

Uno de los escenarios distópicos para mi este 2020 (como si hubiese pocos) era que el voto en Florida se quedara parado como cuando Bush-Gore. Que pasáramos otra vez 36 días esperando a que los floridanos contaran voto por voto (casilla por casilla) para llevarse al final un fiasco. Pero no hubo por dónde. No hubo ni lucha. Luego leo por ahí que Biden, igual que la Clinton hace cuatro años, hizo confianza en ciertos lugares, estados, y un poco en Florida entre la población latina. Porque uno pensaría que un candidato que es claramente xenófobo, antiinmigrante y hasta un poco anti latino sería suficiente para que los latinos no votaran por él. Pero no, no… ese es el síndrome del tío que todos tenemos.

Me explico: yo sé que esto que estoy por escribir es muy simplificador de la realidad y todo, pero algo de verdad tendrá. Que yo sepa, en toda familia latina que se respete, hay por lo menos uno de esos tíos. Puede ser uno o muchos, pero tienen una serie de características ineludibles e intercambiables. Son como cartitas de la lotería que les salen a unos pocos y a otros todas: el emprendedor exitosísimo y visionario al que todos los negocios por alguna u otra razón siempre le salen mal y deja endeudada a media familia. El baboso toqueteador que se toma confiancitas con sobrinas y cuñadas por igual ante la mirada socarrona de sus hermanos: “ay, este, siempre tan manolarga”. El mentiroso compulsivo que va a negar todo, siempre, mientras le convenga. El teórico de la conspiración que incluso antes del internet ya sabía todo lo necesario sobre cómo hay alguien en este mundo que quiere controlarlo todo y cambiar el orden mundial. El maltratador. El gritón. El que no sabe bailar ni está guapo, pero se adueña de la pista de baile y se contonea como una ballena moribunda para la hilaridad general. Y así agreguen el suyo...

¿Y que pasa con el tío que todos tenemos que es una colección de monerías? Nada. Porque es el tío. Porque al final, como mafia italiana (dije latinos, eh), familia es familia. La familia entera lo deja que maltrate, grite, abuse, se desmadre… “ay, hombre, si ya sabes cómo es… pero es de la familia”. De alguna forma que no logro explicarme del todo, don Trump se convirtió en ese personaje imposible al que uno “tolera” porque no le queda de otra y luego acaba defendiendo… porque se parece a lo que somos.

Me rompió el corazón escuchar los reportes en radio y leer las noticias de cómo los latinos confiaban en que Trump iba a tener la mano dura que los Estados Unidos necesita. Cómo le creyeron que es un buen hombre de negocios, y hasta le aplauden su “hombría” por haber tenido no sé cuántas mujeres oficiales y muchas otras tantas no oficiales, incluidas incontables que lo acusan de cosas terribles. Y al final de cuentas, lo que le rompe a uno el corazón no es que Trump sea así si no que otros le crean: el problema no está en él, él es el síntoma.

Igual es un buen momento, ya envalentonados con la salida del señor Trump, de no permitir ni un solo abuso dentro de nuestras comunidades, de nuestras familias. Que estos cuatro años de circo nos ayuden de alguna forma a ver y actuar en contra de los monstruos que creamos con nuestro silencio y nuestro respeto a las omertás de la tradición.

4.5.20

Cuenta atrás

En una semana, dice el gobierno local, podríamos regresar a una “cierta normalidad”... mucha para esta casa. El lunes de la próxima semana abren de nuevo las escuelas infantiles, donde todos los niños menores de cuatro años pasan los días que sus padres trabajan.
Eso significa, para mi, que mi multitasking bajaría de forma importante. Que podría trabajar (o escribir) en silencio a horas un poco más ortodoxas que a las que lo hago ahora. De nuevo, yo desde el privilegio. Desde la pareja, la casa con jardín, los vecinos con niños y la comuna. La posibilidad de tener más de tres horas de trabajo en silencio sin interrupciones me seduce... y me llena de desasosiego.
Hoy vi varios artículos en los diarios en los que la gente sale del clóset y dice que, en realidad, igual no tienen tantas ganas de volver a la “normalidad”. Creo que yo tampoco. Creo que hay una parte de mi que se muere por tener más tiempo y no sentir que voy infinitamente atrasada con todo... pero que también reconoce que antes del lockdown también vivía angustiada y corriendo. Esa parte de mi que se dio cuenta al parar que estaba a punto de pararme de otra forma. Y el poder volver de pronto a la “normalidad” me seduce, pero con sus puntos intermedios de duda.
Creo que lo que más temo a la normalidad es que sea igual a la de antes. Que en pocas semanas me vea sobrepasada, lejana, desconectada de las pequeñas cosas de las que conecté estos días: los abrazos, los cariños, para mi y para otros. Temo a que las pequeñas victorias se vayan. Y también sé que la única que puede evitar llegar a lo de antes, estar como antes de esto, soy yo.
Me quedarán estas semanas intensas de una locura pacífica, de bendiciones desordenadas. Quiero que no se me olvide el recuerdo de la soledad en compañía, y de la paz que da la comunidad. Espero que no torturarme por lo que no he escrito sino, antes bien, agradecer estos momentos robados al torbellino para saber que siempre hay tiempo... que lo que necesito, son las ganas. El deseo. El ansía de que esto (la vida, la escritura, la sorpresa), no paren.