17.10.11

La comezón

Quizá fue más o menos por esta hora que pisé - después de un viaje largo con largo transbordo en Heathrow desde la ciudad de México - Barcelona. Apenas seis meses antes alguien me había preguntado que si me vendría a vivir aquí y dije que no, que preferiría otra ciudad. Ahora ya sabemos cuánto hay que creerme. Como cuando dije que entraba a la licenciatura en comunicación pero que bajo ningún concepto quería ser periodista.

Mi memoria tiene fijamente grabada la noche anterior al viaje, cuando estuve llorando en la que era mi casa con la sensación de que nunca regresaría a vivir ahí. Esas son las intuiciones a las que tengo que hacerles caso. Me acuerdo de quienes nos llevaron al aeropuerto y agitaron pañuelos blancos. Tengo aún una pulsera que me dio Rax, con buenos augurios y colores que se supone que ayudan a la concentración de los estudiantes.

Estoy sentada ahora en mi casa - en la primera que en mi vida he llamado sólo mía. Veo mi televisor, mis plantas, mi alcancía para las vacaciones. Estoy rodeada de papeles porque los proyectos, afortunadamente, se encabalgan uno a otro. Estoy a punto de salir a una de mis múltiples actividades extraescolares - a esas que quizá nunca hubiera hecho si no estuviera aquí.

Me miro al espejo y sé que no soy la misma. Que mis ojos no miran igual, ni mis manos tocan igual, ni mis labios besan igual, ni mi cabeza imagina igual. Sé que mi acento está cambiado para siempre y que dejo caer con más frecuencia de la que creo palabros en catalán aquí y allá. Sé también que tengo un poco de comenzón del séptimo año y a veces pienso que estaría mejor en otros lugares, en otras tierras...

Pero cuando salgo a la terraza y miro el cielo de octubre con fondo de nubes, sé que nunca un amor me había durado tanto: que tengo amores iniciales que no perderé nunca pero que hace tiempo cuando veo la costa catalana desde el avión me siento en casa.

Y eso es suficiente motivo para celebrar. Y para quedarme. Aunque sea un poco más.

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